Enésima invitación al modernismo
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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En el principio, nunca debe dejar de insistirse, está Rubén Darío (1867–1916) quien desde Nicaragua y sus poblachos, a los que volvió para morir, lo cambió todo entre nosotros. De Darío se ha dicho como de Borges que una página escrita en español puede fecharse sabiendo si fue escrita antes o después de su presencia. Uno y otro son inagotables: el centroamericano llenó todo nuestro tránsito entre el XIX y XX mientras el argentino fue el dueño de la segunda mitad del siglo pasado. El primero ha de empujar aún, sin poder abrirla del todo, la puerta que nos impedía la entrada a la literatura mundial. Con Borges y la gran literatura latinoamericana (y no la española, agotada tras la generación del 27, la Guerra Civil y el franquismo), que lo acompañó, lo mismo en la poesía que en la novela, nuestra lengua volvió al centro del universo, del cual se borró —por autofagia según Octavio Paz— tras los triunfos de los siglos de oro. Pero sin Darío no hay Borges. Ni tampoco José Lezama Lima, el mismo Paz o Gabriel García Márquez.
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Darío, desde que el pronto malogrado Pedro Balmaceda Toro, hijo del primer presidente suicida de Chile, puso en sus manos a los maestros modernos en 1886, se convirtió no sólo en un moderno más si no en un cosmopolita. Recuérdese que esa palabra, aun a fines de los años cincuenta del siglo XX, era mal vista. Cosmopolitismo era prueba de descastamiento, de frívola vagolatría por el mundo, en este caso, de la moda literaria. Pero Darío, como su maestro italiano Gabriele d’Annunzio, decidió imitar e imitar sin descanso, hasta robar si fuese necesario, en búsqueda de la originalidad. De broma o en vera, modernistas (pues ese nombre tomó en español nuestro parnasianismo-simbolismo-decadentismo finisecular decimonónico) y antimodernistas, citaban, a su favor o condenándola, de François Coppée aquello de “¿Qué podré imitar para ser original?”
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Pero esa imitación nada tenía que ver con la neoclásica pretendida por árcades y bucólicos ni esa originalidad era del todo romántica. Me explico. Tanto o más que los poetas de 1805, los modernistas se sirvieron del canon literario y mitológico de los griegos. Sus poemas, como los de aquellos, abundan en endriagos y quimeras de la Antigüedad. El ya muy remoto Menéndez Valdés o nuestro fraile Navarrete, imitaban, o más bien, copiaban las pinturas clásicas en el museo, domingueros y con un pincel en mano, sirviéndose del atril propio de los talleristas visitantes. Desde esa posición y desde esa pose, también, escribían los poetas–bibliotecarios (así los llamó Albert Thibaudet, una de mis fuentes en cuanto al periodo 1848–1914) del Parnaso, uno de los cuales, Baudelaire se salió a pasear a la calle, con las consecuencias de todos tan temidas desde entonces: se es moderno en la medida en que se es capaz de alejarse de ese punto de partida, el pecado original.
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Siguiendo la llamada de Baudelaire —él caminaba, los nuestros corrían— nuestros modernistas, “magna turba”, saqueron aquellos gigantescos gabinetes de antigüedades. Se llevaron de todo, incluyendo no pocas cuentas de vidrio y baratijas. Estamos ante una voluntad de expropiación similar a la del norteamericano Pound, nacido en Idaho en 1885 (dieciocho años después que Darío) al escribir, a lo largo de su vida, sus Cantares, en los cuales, significativamente, está ausente la América hispana, como lo estará después en las preocupaciones de Allen Tate, curioso católico gringo ignorante de que más allá del río Bravo se desplegaba la más rica de las civilizaciones católicas, amén de barroca. Pero ése es otro tema que también conflictuó, sin remedio ni solución, a Darío (y a uno de sus ideólogos concurrentes, el uruguayo José Enrique Rodó, quien vivió entre 1871 y 1917, publicando Ariel en 1900): el de nuestras relaciones con la otra América, utilitaria, puritana, protestante, pragmática y expasionista. En Los hijos del limo (1974), Paz advirtió que nuestros modernistas acaso de lo moderno sólo conocían al imperialismo norteamericano.
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Paz dijo también que al ignorar a Darío y al peninsular Machado, por ejemplo, y remitirlos a esas ergástulas conocidas como departamentos de español en los Estados Unidos, los profesores anglosajones, mutilaban el cuerpo de la literatura mundial. Lo siguen haciendo: un José Martí les parece, racistas, “postcolonial”, no así los Hawthorne y los Melville, caucásicos sin mácula y, por ello, sin atractivo folclórico: escritores normales.
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Como Henry James (vía Balzac) y T.S. Eliot (vía Laforgue), Darío “se hizo francés” para encontrarse a sí mismo y lo hizo gracias a Verlaine, ése hombre sin ideas que acaso fue el gran poeta de su lengua, en su siglo, por encima de Victor Hugo, al cual, como a Neruda, le sobran cientos de versos. A Verlaine, muy pocos. Parece que me extravío, pero no. Saqueo, más que imitación, fue lo de Darío y su gente. James y Eliot, puritanos al fin, prefirieron mimetizarse y ser más ingleses que los ingleses con un grado de éxito que no hubo, en su tramo, ni novelista ni poeta inglés capaz de hacerles competencia. Para buscarles rivales hay que ir a la vecina y verde Irlanda.
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Se pusieron nuestros modernistas, teatrales, toda clase de vestimentas, máscaras, antifaces y bibelots, del Occidente europeo pero también, del Oriente, que bien visto es y Nao de China mediante, nuestro patrio trasero, no el suyo. Los extremos se tocan: pavorreales, cisnes, flamingos, búhos, sirenas y esa vasta animalia modernista presidida por un ser humano: la mujer fatal atrapada por el sabio italiano Mario Praz. Ese saqueo, ya dibujado por Max Henríquez Ureña en las primeras páginas de su esencial y Breve historia del modernismo (1954), los condujo a sí mismos a la verdadera originalidad, aquella aparecida, antirromántica, cuando ya no se teme imitar a nadie, como lo muestra Darío y todo el zeitgeist poético que va de de Ricardo Jaimes Freyre a Enrique González Martínez. Ese saqueo dio como resultado un verdadero renacimiento.
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Crédito foto: Especial
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