En el país de las ilusiones perdidas
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La novela más reciente de Enrique Serna, El vendedor de silencio, es una apuesta literaria que le sigue siendo fiel a su sátira de los personajes dominados por los delirios del poder, como sucedió con Carlos Denegri, leyenda negra del periodismo en México
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POR JOSÉ HOMERO
Al reseñar El miedo a los animales en el año de su aparición (1995) comenzaba con una motivación que refería a Las ilusiones perdidas. Recapitulando sobre El vendedor de silencio (Alfaguara, 2019), la novela más reciente del polígrafo y prolífico autor, nuevamente evoco dicha novela de Honoré de Balzac; acaso porque El miedo… y El vendedor… comparten vasos comunicantes. No me arredra entonces afirmar que la obra de Enrique Serna podría articularse bajo el lema de Las ilusiones perdidas y cifrarse bajo la máxima de Lucien de Rubempré, el protagonista de esa radiografía de la decepción, con que el desventurado antihéroe de El miedo… compendia su propia novela: “No hay gran diferencia entre el mundo político y el mundo literario. En ambos mundos sólo encontrarás dos clases de hombres: los corruptores y los corrompidos”.
Reveladoramente, el propio Serna –en entrevista con el portal de noticias RT– corroboraría esta hipótesis, al expresar que si México fuera una novela sería Las ilusiones perdidas. No es eventual tampoco que invoquemos aquella animalada que corroboraría el incipiente renombre de Serna dentro de su generación y el panorama literario. Si diferentes en las correspondencias que trazan con el mundo cotidiano, lo que abstrusamente denominamos realidad, pues El miedo… aunque coquetee con ser un roman à clef no se inspira directamente en individuos ni acciones reales –si acaso, en caricaturas–, mientras que El vendedor… sí se basa en un individuo reconocible y se nutre –intertextualmente, es decir con citas directas– de sus propias columnas y en varios de los sucesos de su historia y la del país, las dos piezas se antojan paneles de un mismo díptico. Sus antihéroes protagónicos, Evaristo Reyes y Carlos Denegri, poseen en su juventud impulsos literarios y su tácita ambición sería dedicarse a escribir. Al respecto, podría conjeturarse que la verdadera vocación de Denegri es la literatura, a despecho de las confesiones del protagonista exultando delirios de poder o arrebatos de codicia.
En el preciso –y precioso– estudio del carácter neurótico que en una zona es el universo literario de Serna, pocos retratos tan complejos y completos como este. Hombre multifacético en cuyo trazo se aprecian las luces y las sombras en una vibrante cadena de pinceladas donde los azules coexisten contrastando con los bermellones, Denegri propone e incluso exige un veredicto sobre sus actos fundamentado en la patente misoginia. Sin embargo, el astuto narrador permite que al atisbar entre la copiosa retama de inteligencia literaria de esta urdimbre, sospechemos que las causas son más complejas que las de un diagnóstico tan burdo. En la personalidad vibran extremismos: el devoto y el violento, el romántico y el patán, el culto y el arrabalero. Su propio estilo como columnista recurre al elogio y la calumnia, el insulto y la adulación. Sin embargo, situado en conjunto, Denegri parece ocultar una mancha primordial: la renuncia a la vocación que se convierte en la pérdida del honor y la pureza y deviene por repercusión en el estigma condenatorio que como en un melodrama naturalista transforma al ingenuo doncel en un exponente del vicio y la prostitución:
No pedía mucho, carajo, sólo que lo dejaran prostituirse a su modo.
La dualidad entendida como una relación entre órdenes y atributos contradictorios aunque no necesariamente opuestos rige El vendedor…; estructura cuyo ritmo orienta otras narraciones de Serna. Si El miedo… abordaba dos espacios distantes –aunque en modo alguno distintos– entre sí –el policiaco y el literario–, para revelarlos vecinos y con pasadizos secretos, El vendedor… expone al público los túneles y pasajes que comunican de los salones de Palacio a las salas de redacción; de las cámaras de la autoridad a las recámaras del vicio, para exhibir con flagrancia la relación espuria entre políticos y periodistas que sustentó y propició ese mecanismo autófago que fue el aparato priista. Si bien sería peregrino considerar que tales ámbitos mantienen una relación de igualdad o equilibrio, lo cierto es que requieren de su interacción tal si fueran una máquina de engranes y poleas. Vecindades e intersecciones que ya hemos conocido en otras obras de Serna, aquí nuestro sujeto se revela pudiente en tanto sirve al sistema como una especie de sacerdote que ejerce las ceremonias (“nadie le daba tanto brillo como él a los fastos del poder”), aunque en otras ocasiones sea el emisario de las noticias a favor o en contra de uno u otro político. Por ello aunque el lector ingenuo presuma que el trasfondo de esta narración seudobiográfica sea la discrepancia entre el periodismo mercenario y el periodismo heroico –esa novela rosa que tanto han propiciado los devotos carmelitas, por ejemplo–, lo cierto es que en esta magistral cala en la condición humana, la ambición se revela el rasgo de carácter que une a políticos y periodistas pero también a sus lectores. No es gratuito entonces que en los salones prostibularios, en los sillones a medialuz del burdel de Ruth coincidan y convivan intelectuales y políticos, sicarios y periodistas. La comedia del saber y el poder en México atraviesa por la prostitución. Dinero y poderío combustibles del deseo. Significativamente otro tema que podríamos modular, principal también en la hermeneútica de la obra, es la identificación entre poderío público y potencia sexual privada. Mientras Denegri vive el ocaso de su plenitud sexual, igualmente su prestigio mengua y por extensión la del sistema monolítico. El vendedor de silencio o la decadencia como la mejor etapa para apreciar a cabalidad un individuo, una nación.
Denegri es un creyente con visos de fariseo, un amante cuyo romanticismo se expresa mediante la prepotencia, un sicópata que pretende expiar su culpa expurgando en su pasado. No es por ello gratuita la mistificación del poder que en México sobre todo se confunde con el abuso. Educado desde pequeño en el sometimiento a la autoridad y a la fuerza como sustituto de la razón, Denegri, una vez desilusionado de sus ambiciones literarias, perseverará en la abyección, acatando esa máxima tácita que exige a los aspirantes a la mayor pureza un destino proporcional en su degradación.
Narrativamente complejo, el texto se compone por varias facetas al punto que participan del metarrelato en varios formatos y altera la temporalidad, precisamente para confrontar la época de los ideales con el estadio de la decadencia. Pese a esta suma de estrategias narrativas, El vendedor… se antoja a un tiempo un retrato y una confesión. Lejos han quedado los esbozos por trazar un mural que cubriera varias zonas de la sociedad mexicana –como en Uno soñaba que era rey– pero igualmente también la biografía como símbolo del avatar nacional –El seductor de la patria–, en su lugar tenemos el relato ejemplar, con acentos reales, de un hombre complejo en cuyos actos predominaron los rasgos negativos y que en momentos, acaso siguiendo la impronta decadentista que rigiera sus primeras y únicas tentativas poéticas, pareciera un maldito empeñado en solazarse en la abyección. Así El vendedor… puede leerse como la prolija y siempre soslayada confesión que Denegri evitó y que al retratarlo por completo lo vuelve un personaje seductor e inquietante pues vuelve a revelarnos que nosotros, hipócritas lectores, somos semejantes a él. Sus hermanos.
Si la empresa titánica de la literatura es mostrarnos a través de casos la universalidad de nuestras pasiones y convertir una historia en emblema, Serna me parece ha conseguido su mejor novela. Su mérito no estriba en la minucia obsesiva del realismo ni siquiera en la precisión verosímil sino en que valiéndose de las argucias del melodrama y también de la actualidad mexicana ha sabido engendrar a un ser abyecto como el más acabado de nuestros semejantes. Para muchos el interés del volumen reside en que expone complicidades y retrata a actores de un pasado reciente, así sea que la mayoría estén muertos. Nada de esto bastaría para crear un fruto de valía pues testimonios sobre la vileza del reportero y denuncias del contubernio entre políticos y periodistas abundan. El triunfo irrefutable de Serna es haber creado a un personaje que habrá de pervivir como modelo del alma fragmentada de nuestra sique nacional: un ser abyecto en cuya podredumbre zozobran los más nobles valores. Un espejo sí de la nación cuya política y periodismo a menudo se solazan en la corrupción y en donde apenas si vislumbramos atisbos de un ideal o un ideario. Por ello la mejor descripción al pie de su semblanza continúa siendo la fórmula de Julio Scherer: “el mejor y el más vil de los reporteros” (Estos años, 1995).
FOTO: El vendedor de silencio de Enrique Serna, México: Alfaguara, 2019. 488 pp.
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