Un hombre en pugna

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Por momentos novela en clave, histórica y picaresca, El vendedor de silencio, de Enrique Serna, se nutre de episodios biográficos de Carlos Denegri, leyenda negra del periodismo mexicano

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POR EDUARDO ANTONIO PARRA

 

 

En México, las relaciones entre los periodistas y el poder, ya sea político o económico, nunca han sido del todo claras, y mucho menos libres. Si bien allá por la segunda mitad del siglo XIX surgieron en el país revistas y diarios cuya combatividad impulsó la toma de conciencia de los ciudadanos acerca de los problemas nacionales, empujándolos a optar por algunas de las ideologías en pugna, en cuanto finalizó la era de las asonadas y las intervenciones extranjeras y el territorio mexicano estuvo más o menos pacificado, el gobierno procedió a tomar el control de la prensa crítica a través de la represión abierta o del soborno, es decir, de lo que hasta nuestros días se conoce como “embute”, “cochupo” o “chayote”. Al respecto, es legendario el modo en que el general Porfirio Díaz reaccionaba a los embates de algún periodista que se atrevía a señalar los errores de su régimen; con la frase “Ese gallo quiere su maiz”, indicaba a sus subordinados que debían intentar taparle la boca con dinero y, si no lo aceptaba, entonces había que silenciarlo por otros medios.

 

Durante la revolución y los primeros gobiernos emanados de ella, hasta el fin del llamado Maximato, aunque hubo voces y publicaciones disidentes —casi siempre clandestinas o consideradas “fuera de la ley”—, era de sobra conocido que, quien se atreviera a desafinar en el coro unánime de alabanzas periodísticas a la obra de los caudillos montados en el poder, perdería irremediablemente su tribuna, primero, y si insistía en su empeño, también estaba en peligro de perder sus bienes y hasta la vida. Tal vez sólo durante el periodo presidencial del general Cárdenas se le aflojó un poco la mordaza a la prensa nacional, como puede advertir quien repase los periódicos y, sobre todo, los cartones y las caricaturas de la época, pero en cuanto don Lázaro dejó la silla del águila la gran mayoría de los periodistas volvió a entonar a coro las acostumbradas loas a quienes ocupaban los más altos puestos gubernamentales.

 

Este es, precisamente, el momento histórico en que inicia el ascenso de Carlos Denegri, acaso la más conocida leyenda negra del periodismo mexicano, quien, pese a sus grandes dotes para el oficio, prefirió actuar como un lacayo del poder, traficar con influencias y amasar una verdadera fortuna, estableciendo una escuela que, por desgracia, ha mantenido activa su tradición hasta la actualidad, aunque en apariencia haya disminuido un poco sus prácticas en las últimas décadas. Una escuela de la vergüenza, podríamos decir. Aunque, por esas paradojas del destino, quizá deberíamos alegrarnos de que un hombre como él haya existido, pues de otro modo no habríamos disfrutado de una novela como El vendedor de silencio, de Enrique Serna, donde, al ser el protagonista, Denegri se muestra al desnudo con todas sus grandezas, vicios y debilidades. O, lo que es lo mismo, con toda la humanidad que sólo un novelista de la talla del autor es capaz de dotar a un personaje.

 

Al referirme a la lectura de El vendedor de silencio, utilizo la palabra disfrutar de modo consciente, porque desde las primeras páginas, Serna introduce al lector en un universo novedoso, y a la vez conocido, que devela no sólo las verdades más ocultas de su protagonista, sino realiza asimismo una incisiva radiografía de la vida política y social del país durante varias décadas, para detectar los actos de corrupción, prepotencia, impunidad y violencia a los que, aunque nos avergüence decirlo, estamos acostumbrados los mexicanos. Carlos Denegri, así, en las páginas de la novela, deviene arquetipo de los antivalores nacionales en su búsqueda por ser “el gran chingón”, tan sólo para poder chingarse a todos los que lo rodean.

 

Macho hasta las cachas, alcohólico, pendenciero, arribista, irresponsable, mujeriego, racista, clasista, misógino, adorador de su madre, acomplejado, religioso cuando sufre la cruda o se halla en trance de arrepentimiento, generoso a su manera, golpeador de mujeres y amigo de los amigos (según él), el Denegri de Serna resulta por momentos aborrecible y por momentos simpático, e incluso entrañable, al grado de asemejarse a ciertos protagonistas de las películas de la Época de Oro de cine nacional, por ejemplo, aquel Cruz Treviño Martínez de la Garza, que no dejaba de atormentar a sus seres cercanos mientras hacía reír a los espectadores. Se trata de un monstruo, sí, pero de un monstruo humano; un pícaro en toda la extensión de la palabra, como otros personajes de Enrique Serna, quien ya nos había mostrado en títulos como El seductor de la patria, El miedo a los animales o Ángeles del abismo, que los descendientes del Lazarillo son legión, y que una gran mayoría de ellos deambula por las calles de México.

 

Pero Carlos Denegri es tan sólo el pícaro más visible en la galería de personajes que atraviesan estas páginas. En el puñado de décadas del que el autor se sirve para trazar su retrato, vemos desfilar a muchos de los actores que, saqueándolo y destruyéndolo, configuraron lo que hoy llamamos nuestro país. Desde los presidentes, entre los que destacan Miguel Alemán, en cuyo sexenio se dio el ascenso vertiginoso de Carlos Denegri como vocero del régimen, y Gustavo Díaz Ordaz, que marca sus años de decadencia, hasta los burócratas encumbrados que untaban la mano del periodista para que hablara bien de ellos o de sus jefes; desde los millonarios como Jorge Pasquel, hasta las estrellas del espectáculo, como María Félix, Gloria Marín (con quien Denegri tuvo un amorío casi trágico) y Agustín Lara, no pocas veces compañero de parranda del protagonista. De entre todos ellos es notable el retrato que Serna traza del siniestro personaje Maximino Ávila Camacho, que, luego de ser gobernador de Puebla, exprimiendo el estado y a sus habitantes con mano de hierro, irrumpió en la escena nacional durante la presidencia de su hermano para aterrorizar a quienes se atravesaban en su camino.

 

Carlos Denegri, según muestra el autor, tuvo trato con todos ellos. A cada uno le mostraba una cara distinta y un precio diferente por su silencio sobre los actos corruptos que había descubierto de ellos. Cuando andaba necesitado de fondos, expurgaba su archivo donde se registraban los pecados de toda la gente importante de México y emprendía viajes de trabajo por el interior del país para “hacer colecta” entre gobernadores o aspirantes a puestos políticos, amenazándolos con publicar notas de denuncia sobre sus arbitrariedades y saqueos. Enterado de los chismes de la alta sociedad y de la farándula, creó una columna de sociales para pedirles “moche” a quienes podían ser dañados en su imagen a causa de un escándalo. Así vendía su silencio. Así construía su fortuna. Así vivía la vida pública.

 

Denegri, sin embargo, no siempre tuvo la misma conducta. Al narrar la vida entera del personaje, Serna muestra cómo, debido al trabajo de su padre en el Servicio Exterior, el niño se educó en varios países y dominó muy pronto tres lenguas extranjeras, trabajó también en algunas embajadas, pero tras un escándalo de corrupción cuando su padre era embajador en Madrid durante la guerra civil, dejó la diplomacia para encontrar su vocación en el periodismo. Era un excelente reportero, sus crónicas como enviado especial más allá de nuestras fronteras eran excepcionales. Pero cuando quiso hacer periodismo de investigación en México y publicar su primer reportaje, se topó con pared: don Rodrigo del Llano, director de Excélsior, le dijo que no podían criticar al gobernador de Puebla porque compraba mucha publicidad al diario y no se podían arriesgar a perder esos ingresos. Carlos Denegri fue, parece decirnos Enrique Serna, un producto de su tiempo. No inventó nada, nomás perfeccionó la práctica del “embute”.

 

Uno de los acentos de El vendedor de silencio, tal vez el principal, está puesto en la relación de Carlos Denegri con las mujeres que tuvo. De nuevo como si fuera protagonista de una película mexicana de la Época de Oro, Denegri fue un hombre enamorado, o enamoradizo, que realmente se apasionaba por la mujer en turno. Víctima del machismo exaltado por todos en su época, su amor comenzaba a trastabillar en cuanto aparecían los primeros signos de desconfianza hacia la amada. Si ella se arreglaba demasiado, si alguien le sonreía en la calle, surgían los primeros brotes de celos que rápido se recrudecían en espiral ascendente. Resulta notable el análisis con que el autor marca las diversas etapas de la celotipia del personaje, desde los primeros signos desde inseguridad hasta los estallidos de violencia, que terminaban con golpizas o humillaciones aberrantes hacia su pareja. Ninguna estuvo exenta de esto. La misoginia enfermiza de Denegri, profundizada por el alcohol, causó su infelicidad crónica que ni la riqueza pudo paliar; causó, asimismo, su caída en desgracia por parte del poder y su tragedia final.

 

Si Carlos Denegri lo tuvo todo y a los ojos de los demás era un triunfador —en el medio de prepotencia y corrupción en el que se desenvolvió—, en su interior fue un hombre lleno de inseguridades, de resentimientos y de infelicidad. Un personaje trágicómico, al que conocemos muy de cerca porque el punto de vista escogido por Serna es el de su mismo protagonista. Tal vez de ahí se derive la empatía que se establece entre él y el lector a lo largo de la novela. Conforme página tras página nos adentramos en los meandros de su personalidad, criticándolo mentalmente, odiándolo a veces, también nos resulta conmovedor, una víctima de las circunstancias, un hombre condenado a luchar día a día consigo mismo para ser mejor persona, aunque sus buenos propósitos se diluyan con el primer trago de alcohol. Y así lo vemos desde el inicio de la novela: en pugna con la edad (tiene casi sesenta años), obstáculo para conquistar a una mujer más joven; en pugna con el mundo moderno, las costumbres emergentes y las nuevas generaciones que pretenden arrebatarle su lugar en el mundo; en pugna con sus acciones pasadas, que lo llenan de remordimientos; en pugna con su alcoholismo, que lo convierte en quien no quiere ser y, por último, en lucha con los secretos de su pasado, con los traumas de niñez y adolescencia, que han deformado su carácter convirtiéndolo en el personaje tragicómico que es.

 

Novela psicológica que devela sin tapujos las taras y virtudes de su protagonista hasta configurar un retrato impecable de él, El vendedor de silencio es también una minuciosa novela histórica que plasma la vida en México a mediados del siglo XX con sus costumbres, sus usos políticos y una gran radiografía del periodismo de la época. Sólo por estos dos aspectos ya sería necesario leerla: por su aportación al conocimiento de nosotros mismos. Sin embargo, la narrativa de Enrique Serna siempre es más de lo que aparenta, y con esta novela nos ofrece también una tragedia de resonancias griegas, un relato picaresco, un pasquín picante lleno de chismes de la época, una denuncia política muy bien fundamentada y, por supuesto, un artefacto literario cuya estructura, ritmo y lenguaje mantiene a los lectores realmente hipnotizados durante la lectura.

 

FOTO: El vendedor de silencio de Enrique Serna, México: Alfaguara, 2019. 488 pp. / Especial

 

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