Enrique Serna, moralista salvaje
Mordaz contra la mezquindad y las ínfulas de superioridad, el escritor se posiciona como un elocuente crítico de ciertas esferas sociales
POR LUIS PANIAGUA
Tres libros son, hasta el día de hoy, los que componen la obra ensayística de Enrique Serna (Ciudad de México, 1959): Las caricaturas me hacen llorar, Giros negros y Genealogía de la soberbia intelectual. Los dos primeros son una recopilación miscelánea de sus columnas en diversas publicaciones en las que ha colaborado desde hace tres décadas, y el último es la puesta en letras de molde de una obsesión que lo ha perseguido, me atrevo a aseverar, toda la vida: la soberbia intelectual. El propio autor confiesa en el prólogo al libro de marras que fue a principios del año 2000 que se le ocurrió la idea de escribir un ensayo extenso sobre las mutaciones del poder cultural a lo largo de la historia. Fueron, pues, años de trabajo, estudio e investigación los que produjeron un libro que resulta imponente, pero al que, a pesar de todo, nuestro autor modestamente califica como poco abarcador. Debido a ello, a ser Genealogía de la soberbia intelectual un libro más cercano al tratado sesudo, fruto de un sistema de investigación, que al ensayo espontáneo (a la escritura que, decía José Emilio Pacheco, está más cerca del “testimonio / del momento que pasa / las palabras / que dicta en su fluir / el tiempo en vuelo”), he decidido dejarlo fuera de este acercamiento a la ensayística de Serna ya que, como veremos, el tema mismo que da pie al estudio de cerca de 400 páginas aparece aquí y allá, si bien no con la misma profundidad y exhaustividad, sí con un carácter más auténtico, chispeante e inesperado, a través de la extensa producción reflexiva y crítica del escritor capitalino.
En 1985, con su debut en Sábado, el suplemento cultural del periódico unomásuno, podría fecharse el inicio de las batallas intelectuales libradas por Enrique Serna. Durante esos primeros años de escritura se fueron fraguando las obsesiones que definen los afanes críticos de nuestro autor, perfilándose conforme salían a la luz, granjeándole los primeros enemigos. Conocida es la reyerta que, según José Joaquín Blanco, sostuvo con el Nuevo Periodismo Mexicano, mote que recibió por allá de 1978 el equipo de unomásuno, debido a que Serna califica el trabajo de dicho grupo como “intelectualoide, paternalista, izquierdoso, populista, maniqueo, hipócrita, biempensante”, etcétera (sus detractores esgrimirán, débilmente, esos mismos motes intentando descalificar su trabajo). Es curioso, pues, cómo los temas anteriores, y unos pocos más, atraviesan la obra del narrador y ensayista, como veremos.
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Cuando recién entré a estudiar a la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, solía reunirme algunos sábados al mediodía con un grupo de amigos en el astabandera del Zócalo de la Ciudad de México para de allí partir con rumbo al Callejón de Manzanares, un oscuro pasaje, camino a la Merced, que escondía unas cervecerías de poca monta, frecuentadas por obreros y chalanes, y una pasarela de trabajadoras sexuales de proporciones corporales tan variopintas como hay gustos. Uno de mis camaradas acostumbraba calificar nuestras correrías por esos lupanares como “visitas antropológicas”, abjurando de antemano de una potencial pertenencia a la cofradía de los manufactureros que acudían por aquellos lares en busca de satisfacciones menos intelectuales. Aún jóvenes, pretenciosos e ignorantes, no nos dábamos cuenta de que practicábamos un ejercicio de soberbia que se acercaba peligrosamente a los que, según menciona Enrique Serna en “Obituario noctámbulo”, ciertos estratos acomodados de la sociedad mexicana han practicado desde hace un buen rato: “El slumming, que consistía en visitar cabarets de mala muerte para asomarse un momento al bajo mundo prostibulario, con una mezcla de morbo y frivolidad”; pasatiempo que, según nuestro autor, exige “carteras abultadas, refinamiento y cinismo”. Sobra decir que los muchachos y yo carecíamos de esos tres requisitos y que en el fondo acudíamos al sitio por el bajo costo de la cerveza. Sin embargo, esta costumbre señala una atrofia muy pronunciada en nuestra sociedad (pero que es más notorio en uno de sus sectores “públicos”: el medio intelectual): la de la superioridad. Esta superioridad moral de la intelectualidad mexicana que señala Serna, y que tanto ofendió a muchos, se transparenta en un espectáculo particular: la lucha libre, ese “imaginativo sudadero popular”, en palabras de José Joaquín Blanco, donde “El público —gente pobre, cuerpos débiles y desnutridos, extenuados por la semana laboral del subempleo, sucia y astrosa— se olvida de sí”. A lo que alegará Serna, a manera de crítica, “como se fijan más en las reacciones de la gente que en los luchadores, y como todo intelectual progresista debe compartir los gustos del pueblo, salen de la estúpida pantomima henchidos de gozo. Su enfoque populista les hace olvidar el lema: ‘No quieras para el pobre lo que no quieras para ti.’ Compadecer al público de la lucha libre, y al mismo tiempo admirar su ingenuidad, equivale a menospreciarlo desde una posición aristocrática y falsamente piadosa: qué diversión más ramplona, pero está bien para esa gente pobre”. Este ejercicio le permite al intelectual erigir un basamento desde el cual observar hacia abajo la aparente degradación moral de la plebe al tiempo que cree (o, mejor, simula) departir con ese amargo rebaño. Digamos que es una especie de práctica de gratitud en la que el intelectual celebra no ser pueblo y, además, diferencia a quien no pertenece a su grey.
Otro modo de separar el grano (el garbanzo de a libra) de la paja es a través de la vestimenta. “Del odio a la clase media arribista” nos dice Serna (aunque yo agregaría que el odio no es sólo de la “aristocracia” hacia los demás estratos, sino de todos contra todos) “nació el gusto aristocrático por los andrajos”. Así, en la actualidad esta nostalgia del fango se hace evidente en la ostentación de prendas de mezclilla horadadas deliberadamente por manitas asiáticas, generalmente infantiles, en un buque maquilador que flota en aguas internacionales. De este modo se diferencia su estar a la vanguardia de la moda de los genuinos estragos de la miseria. Pero esta atrofia sólo evidencia la superficialidad del sistema de castas encubierto que en materia de moda se torna cada vez más aberrante, dejando desnudos a esos pretenciosos avant la lettre de los trapos: nos exhiben sus miserias morales.
Podemos ver, pues, que esta soberbia que padece la sociedad mexicana es una especie de ostentación; ostentación que, por otra parte, deviene simulación: la miseria que portan ciertas parcelas sociales es una, domesticada y aséptica, capaz de excluir a su modelo: una falsificación que logra marcar una diferencia. Este fenómeno ocurre no sólo en el orbe de la moda, sino también en el mundo de la cultura, pues “si un modelo de alta costura pierde vigencia cuando ya no sirve para excluir a nadie, una falsificación carece de valor porque defrauda al cliente ansioso de vestirse con ella. Por consiguiente, los falsificadores desempeñan una función altruista: libre de su prestigio, inservible para la ostentación filistea, la obra que ha perdido su valor de cambio, pero conserva intacto su valor de uso, vuelve a estar en condiciones de comunicar algo”. Aquí coincidimos de nuevo en uno de los puntos necesarios de los que hablábamos con respecto al slumming: las carteras abultadas. Es la ostentación no del objeto, sino de su valor de mercado (su imposible adquisición para ciertos sectores) lo que diferencia a un puñado de “elegidos” del resto de los mortales; es un ansia de diferenciación, literalmente, a cualquier precio: “A falta de una personalidad propia, compra la creatividad ajena para sentirse original, irrepetible y único. Su preferencia por las artes decorativas y su desdén por las artes menos susceptibles de convertirse en mercancía delatan un ridículo afán de hacerse exquisito a golpes de billetera.”
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Sobre su segunda novela, Uno soñaba que era rey (aparecida en 1989), dice el propio Serna que la escribió “cuando era un joven rebelde que estaba indignado por la injusticia social y por la zafiedad de la burguesía mexicana. Es el punto de vista de un joven que trata de dinamitar un orden social podrido”. Su novela es, pues, el único espacio desde donde pue de actuar, dice, “como un francotirador”. La zafiedad de la que habla nuestro autor siguió siendo la diana a la que ese francotirador se ha mantenido disparando a lo largo de su ejercicio escritural: el clasismo. A través de ensayos como “La ciudad y los perros”, Serna evidencia la mezquindad de la que son capaces los líderes de las colonias “bien” de la Ciudad de México con tal de, por una parte, subsanar una incapacidad de las autoridades (a saber: la de brindar seguridad pública), y por otra, para mantener a raya a la broza. Para ello, se proponen erigir rejas y muros que convierten sus terruños en fortalezas impenetrables no sólo para los pillos, sino para cualquier otro naco advenedizo que ose husmear en su territorio.
“La naquez siempre es un atributo que nos llega del exterior”, escribe Serna. Para las ínfulas de superioridad que tiene la sociedad mexicana, siempre ávida de resaltar su pertenencia a una jerarquía más alta, el naco es una amenaza presente en todo momento y en todo lugar; el naco es horda, es legión siempre en movimiento, con increíble facilidad para el camuflaje; siempre viene de lejos, por eso algunos identifican el nacimiento del Metro con el advenimiento del naco: su invasión a lugares otrora restringidos a los pobres se liga con el puente tendido por el entonces novedoso y democrático Sistema de Transporte Colectivo (Para muestra, la declaración que, hace algunos años, el entonces jefe de gobierno de la Ciudad de México emitió para justificar los niveles de contaminación presentes en el aire de la capital: la polución proviene del Estado de México. Con tal explicación en materia ambiental el mandatario confirmaba una idea presente en la idiosincrasia chilanga: hay que echarle la culpa a alguien más de nuestras desgracias, y qué mejor que a esos que vienen de la periferia). Esta a-pertenencia permite mantener limpia la conciencia a la hora de tildar de naco al naco: siempre es otro quien no pertenece a nuestro clan, un ser extraño en cuanto a su errancia, al que puede excluirse.
Si bien la segregación clasista en México es ancestral, en la discriminación del naco subyace un cariz distinto. Nieto del lépero e hijo del pelado, el naco se revela contra su origen y tiene aspiraciones: busca pertenecer a los estratos que le han sido vedados y que lo discriminan; busca un movimiento ascendente y para ello utiliza todas las dotes miméticas de las que es capaz. Por otra parte, como nos dice Serna, el marbete de naco tiene límites movedizos y, por tanto, todos somos nacos en potencia; así, la urgencia de levantar murallas de contención contra el hampa (“más que temor a la delincuencia, refleja un disgusto por la omnipresencia del naco, [ese] pelafustán que nunca está en su lugar”) refleja en realidad otro miedo: advertir en el naco la cualidad de espejo. Al aislarlo, el clasismo aísla cualquier asomo de zafiedad de la que es capaz; por tanto, levantar murallas no basta para contenerlo, es necesario erguir diques léxicos cada vez más lesivos. Si primero fue lépero y después pelado, cuando estas denominaciones dejaron de cumplir su función y nuestro personaje se mimetizó mejor con el entorno que iba conquistando, fue necesario tildarlo con un nuevo distintivo, uno que le recordara ese origen del que abjuraba en su afán arribista. “El naco ha sido víctima de un doble lenguaje: de dientes para afuera sus patrones lo quieren mucho, pero cada vez que intenta levantar la cabeza le dan un madrazo para que se vuelva a agachar.”
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Amén de ser el lenguaje una herramienta para llevar a cabo su oficio, la palabra como tema es un asidero para la reflexión constante en la ensayística de Enrique Serna. Textos como “Travestismo lingüístico”, “Machismo retorcido”, “Bocas envenenadas”, “El funesto lenguaje del cariño”, “Pinto mi librito de oro”, “En defensa del lugar común”, para señalar los más relevantes en Las caricaturas me hacen llorar, y toda la sección IV de Giros negros, titulada “Radiografía del lenguaje”, son una muestra del interés que despierta en nuestro autor la metalingüística, la lengua que a sí misma se asedia y disecciona. Mas este derrotero queda muy lejos del corsé que podría suponer apresar al lenguaje con más lenguaje (y, para más terror, con términos técnicos), como afanosamente se empeñan en hacerlo encorvadas espaldas en las academias; a lo largo de tantos años de escritura, Serna ha logrado un oficio depurado que le ha permitido recorrer esos vericuetos y senderos con ánimo guasón mas no por ello superfluo. Es notoria la investigación que hay detrás de muchos de estos textos sobre el lenguaje, pero los datos y las estadísticas quedan tamizados por el fino cedazo del humor y la ironía, tan caros al ensayista.
Pongamos por caso “La edad de la chingada”. Podríamos decir que es evidente que Enrique Serna hizo su tarea al averiguar y abordar el trabajo de los autores que previamente habían reflexionado sobre el concepto al que alude el título del ensayo: Octavio Paz, William B. Taylor, Antonio García Cubas… pero no se limita a citarlos, sino que trama en su propio texto las madejas entresacadas de la investigación, y lo que nos entrega es un discurso fluido y redondo, con nuevas aristas. Su reflexión crece en el sustrato de los otros, pero arroja frutos propios. Y si su interés lo inclinó a pensar en los orígenes de una palabra tan mexicana, el mismo impulso lo lleva a analizar un rasgo característico del español de nuestro país: el eufemismo, esa tersura del lenguaje que no es sino un “reflejo de la culpa social de quienes lo inventaron”, y que en ciertos entornos biempensantes toma tintes de sátira involuntaria y termina volviendo espinoso lo que intentó suavizar, emparejándolo con la hipocresía. Serna nos dice que el eufemismo es “una aberración que falsea la realidad”, y toma como ejemplo el término “minusválido”, que después mutó en “discapacitado” para acabar en “persona con capacidades diferentes”. “El hombre tiende a negar la realidad cuando le causa dolor”, añade, “pero la piedad mal encaminada tiende a engendrar adefesios verbales que transforman el objeto de compasión en objeto de escarnio. (…) Si el objetivo es apapachar a los minusválidos y a los viejos para eximirnos de culpas, ¿por qué no llamarlos de una vez superhombres o semidioses?”, concluye, mordaz, nuestro crítico.
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De La sangre erguida, séptima novela de Enrique Serna, dice Fernando García Ramírez que es una de las primeras novelas mexicanas escritas en el postfeminismo; esta característica le permite explorar, mediante sus personajes masculinos, nuevos acercamientos a la sexualidad que antes le habían estado, de cierta forma, vedados. Los temas de sesgo sexual en los que el novelista se atreve a ir más allá, son una constante también en su ensayística, donde pone el dedo en la llaga de asuntos puntillosos e incómodos, permitiendo asomarse a temas otrora clausurados culturalmente para las conciencias masculinas. “Apología del pecado”, segunda sección de Giros negros, y “Amor sin alma” y “El adulterio virtual”, incluidos en Las caricaturas me hacen llorar, son el botón de muestra de la obsesión de Serna por lo que Tolstoi definió como la mayor tragedia del hombre: la tragedia de la alcoba.
Algunas de estas piezas son, pues, calambres mentales (o morales) en la psique del hombre, desmenuzan las tipologías marcadas por la tradición y nos obligan a replantearlas en busca de nuevas perspectivas que nos permitan comprender los roles alternos en nuestra sociedad. En “El imán del andrógino”, Serna nos muestra el malestar que despierta en algunos varones el delicado encanto de ciertos galanes poseedores de un atractivo a caballo entre los géneros, y cómo dicho encanto produce una suerte de repulsión magnética que atrae por igual a machos y hembras; “El placer del pederasta”, por otra parte, aborda la complicada y problemática relación de ciertos hombres con las mujeres inteligentes y emancipadas, sintiendo amenazada una supuesta superioridad intelectual; “Honor a la española” disecciona el viejo mito donjuanesco que nos obliga a todos a exhibir nuestra desenfrenada vida erótica o, cuando menos, a simularla; y, por último y sólo por detenerme en cuatro muestras, en “Orgías futboleras” nuestro autor arroja luz sobre el anquilosamiento de la mirada cuando se trata del contacto corporal entre varones, mirando moros con tranchete y homosexualidad en las celebraciones que, tras marcar gol, se pueden verificar en el balompié, no sólo del país sino del orbe.
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Al hablar de Giros negros dice Ana García Bergua que, fiel a la necesidad de retratar el momento actual (que no es sino otro modo de referirse a lo efímero), las crónicas de las que está compuesto el libro de marras guardan cercanía con el trabajo periodístico de Jorge Ibargüengoitia en más de un aspecto (humor, ironía, corrosión, inteligencia ígnea), pero sobre todo en un rasgo: ostentan un “afán de durabilidad”. Concuerdo con la narradora en la apreciación respecto al afán de durabilidad; sin embargo, creo que la vigencia de sus textos tiene que ver, en grado sumo, con la triste realidad cíclica de la sociedad que los inspira, que parece haber avanzado a la democracia y la alternancia sólo en el discurso.
Por otra parte, al definir la crónica, García Bergua está definiendo también al ensayo, pues éste también es un género “noble y resbaladizo” que, según nos dice Hugo Hiriart en su prólogo a Discutibles fantasmas, colinda al sur con el aforismo y la máxima y al norte con el tratado, y admite por igual “el chisme, la tentativa, la extravagancia, el juego, el dicterio, la cita de memoria, el coqueteo, la arbitrariedad.” Y puede estar cerca de la crónica, la novela o la poesía, etcétera. Me da la impresión de que este recurso fue pensado por Enrique Serna al armar estas compilaciones, pues en Las caricaturas me hacen llorar se permite insertar un par de poemas satíricos, “Redondillas a los Boy Scouts” e “Himno a la celulitis”, un cuento del absurdo, “El especialista”, y una recopilación de irónicos aforismos: “Tesoro moral para el crítico joven”; en Giros negros repite el ejercicio al incluir “Palabrería inmortal”.
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Algunos compendios teórico-históricos sobre el ensayo coinciden en colocar las Epístolas morales a Lucilio de Séneca entre los textos que son antecesores del género (los también llamados “protoensayos”), junto con La consolación de la filosofía, de Boecio o Las confesiones, de San Agustín, entre otros. No es curioso, pues, que el texto del filósofo hispano haga énfasis en el carácter moral de sus escritos pues éste, de algún modo, es un rasgo definitorio en la escritura ensayística si consideramos el término como “Perteneciente o relativo a las acciones de las personas, desde el punto de vista de su obrar en relación con el bien o el mal y en función de su vida individual y, sobre todo, colectiva”.
Alguien, tomando como referencia a Michel de Montaigne, podría sostener que, en el prólogo a los Ensayos, el llamado padre del género afirma que con su libro no busca prestar ningún servicio al lector, sino que más bien se dedica a bocetar un autorretrato para fines privados; esto es, que dichos textos tendrían un carácter individual más que colectivo. No obstante, en su prólogo a Ensayos escogidos (edición de la UNAM), Juan José Arreola apunta que si bien en su obra el Señor de la Montaña se propone un fin “individual y privado”, a saber, el retrato de “un hombre” (en este caso el propio Montaigne), lo hace en un tiempo dividido por los conflictos religiosos y bélicos, donde la colectividad se afana en una labor de destrucción: “Nada mejor que poner a ojos de esos desaforados”, nos dice el maestro jalisciense, “la imagen de un hombre: la cosa que destruyen”.
Ahora bien, ¿qué tendría de raro, o de malo (para ponernos a tono con el término que estamos abordando), que la ensayística de un autor determinado tenga una carga moral (por la cual ha sido llamado, quizá de manera despectiva, “moralista salvaje”), que haga hincapié en ciertos modos (¿valdría decir vicios?) o usos de la colectividad?
Las caricaturas me hacen llorar se publicó por primera vez en 1996. Giros negros apareció catorce años después, en 2010. Aunque entre la aparición de esos dos libros median casi tres lustros, el tiempo que separa el contexto que originó los escritos que los componen es de aproximadamente un cuarto de siglo; sin embargo, podría decirse que las preocupaciones de Serna son las mismas, se conservan a lo largo de esos años. Me resulta curioso. El primer conjunto de ensayos fue escrito y publicado cuando aún “el viejo PRI” dominaba la escena política y la alternancia no se veía venir; el segundo fue un producto nacido en la era de la “Democracia mexicana”, uno de los periodos más sangrientos de la historia reciente de nuestro país debido al Partido Acción Nacional, pero las temáticas abordadas siguen siendo prácticamente las mismas. ¿Qué leemos en esto? ¿Que seguimos viviendo en el mismo muladar a pesar de la alternancia política? ¿Que estamos condenados como sociedad a repetir patrones?
Trillada es la expresión que dice que quien no conoce (¿reconoce?) su historia está condenado a repetir los errores cometidos. En tiempos en los que la basura (la segunda acepción del diccionario de la RAE) se vende como objeto de arte en los museos (perdiendo valor e incrementando precio); en que las oficinas de comunicación oficiales del Estado ponderan los atributos y capacidades de las mujeres mientras los índices de feminicidios se disparan; en que el mundillo cultural sigue creyendo que mediante corruptelas y componendas se conquista una supuesta aristocracia canónica; en que se exalta la igualdad pero taras como el racismo y el clasismo siguen estando más vivas que nunca, con redes sociales llenas de Lords y Ladies, considero que son necesarios moralistas salvajes que —con el dedo flamígero, con lenguas de fuego— arrojen luz sobre zonas oscuras, sobre esa suerte de ceguera voluntaria.
FOTO: En julio de este año, Enrique Serna publicó su libro de cuentos Lealtad al fantasma (Penguin Random House)/ Berenice Fregoso/ EL UNIVERSAL
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