Entrevista con el escritor Luis Jorge Boone, narrador de los vencidos

Dic 11 • Conexiones, destacamos, principales • 3200 Views • No hay comentarios en Entrevista con el escritor Luis Jorge Boone, narrador de los vencidos

 

En entrevista, el escritor habla sobre su última obra, Suelten a los perros, una colección de cuentos que explora las masculinidades periféricas, pero que también es una suma del aprendizaje que ha tenido a lo largo de su prolífica carrera desde la publicación de La noche caníbal

 

POR OLOM BALAM JUÁREZ
Entender a Luis Jorge Boone (Monclova, Coahuila, 1977) es ir en busca de un escritor que ha desarrollado su obra por el cuento, la novela, la poesía y el ensayo y más de 20 libros. Por hablar de los tres momentos más recientes: la novela Toda la soledad del centro de la tierra (Alfaguara, 2019), que narra la vida de los niños en un pueblo norteño azotado por los fantasmas (tanto etéreos como concretos) de la guerra contra el narcotráfico; los poemas de Contramilitancia (Atrasalante, 2020), que retoman personajes y temas del universo de Star Wars para reinventar el viaje del héroe; y su más reciente colección de cuentos, Suelten a los perros (Era, 2020).

 

Con este último libro, Boone cumple una década de publicar y experimentar en el espacio del relato corto. Sus cinco libros componen una de las obras cuentísticas mejor confeccionadas de la literatura mexicana contemporánea. No es exageración: ese periplo que se inició con La noche caníbal (Fondo de Cultura Económica, 2008) y continuó con Largas filas de gente rara (FCE, 2012), Cavernas (Era, 2014) y Figuras humanas (Alfaguara, 2018) delinea una experimentación permanente con las formas y las estrategias que conducen hacia los finales —sean cerrados o abiertos—. Diversos en registro y estilo, desde el realismo hasta el cruce con la poesía o el ensayo, la convicción que mueve al conjunto de todos estos cuentos se puede hallar en la antología que el propio Boone organizó en Tierras insólitas. Antología de cuento fantástico (Almadía, 2013): “Cada narración inicia al abolir una ley natural y proponer otra en el mismo movimiento” (p. 10).

 

Y eso mismo, el movimiento, es lo que caracteriza el ímpetu de los cinco cuentos de Suelten a los perros, cuyo foco está en personajes fracasados que viven en espacios liminales como las carreteras de paisaje desértico de Coahuila, las periferias de Monclova, el set de filmación de una película, una habitación a oscuras. Como lo anuncia ya su título, algo que hermana a estos antihéroes cotidianos (hombres divorciados, chavorrucos, actores de segunda fila), es la posibilidad de ser otra cosa, de encontrar el pasaje hacia otras aventuras.

 

 

 

Uno de los elementos más preponderantes de Suelten a los perros es el humor que tienen todos los relatos; aunque no son textos que busquen hacer reír porque sí.

 

Me gusta explorar diferentes ámbitos en los libros de cuentos. Pienso que en la composición de un libro de cuentos, y esa es su gracia, tiene que haber una base pero también hay que darle una sorpresa al lector. Así como en otros libros siempre había derivaciones formales, en este quería que hubiera ironía, sentido del humor, que tuviera una especie de burla de los personajes hacia sí mismos; pero que no estuvieran exentos de cierto lirismo, de cierto ánimo sombrío. Cuando los libros tienen una sola cara es un poco aburrido. En Suelten a los perros hay una visión un poco socarrona de la vida: los personajes estallan, vociferan o se quejan de algo que la vida les quitó aparentemente. Pero entre la risa o la carcajada se abre un espacio de duda que después permite conocer la realidad de otra manera.

 

Además del humor, otro del ancla de todos estos cuentos son los paisajes y escenarios alrededor de Monclova, Coahuila. ¿Cómo trabajaste este aspecto espacial a lo largo del cuento?

 

Monclova era la capital del estado y luego se la llevaron a Saltillo porque era un lugar más fértil, un poquito más protegido, pero que está en el sur del estado, casi en la orilla con Nuevo León. Aún así, desde Monclova es posible llegar a Cuatrociénegas y a Arteaga, es un lugar muy comunicado y donde se sale hacia muchos lugares. Esto ya lo había platicado en mi primera novela publicada en Era, Las afueras. Y aquí lo que hago es plantear el punto de vista de unos personajes que ya no son tan jóvenes, que están extraviados y heridos de otra manera pero siguen siendo habitantes de esa región, ese desierto, esas carreteras, y de esas ciudades chiquitas, personajes que tienen que desplazarse mucho para completar sus vidas.

 

A su vez cada cuento tiene su propio espacio: la casa mal construida en “Mi vida con las plagas”; la mansión y la carretera en “Quimeras por la mañana”; la ciudad perdida de “El club de correr los viernes”; el cuarto de “100 fotos sin nombre”; o el set de filmación del “Las glorias del cine al alcance de todos”. ¿Cómo fue esa experiencia de construir estos lugares?

 

Siempre me ha parecido que si un cuento puede pasar en cualquier lado —ya sea en una costa, o en la gran ciudad o en Estados Unidos— y pasa lo mismo, a ese cuento le falta algo. El paisaje y el escenario tienen que tener implicaciones en la trama, ofrecer giros y dar posibilidades que no podrían ocurrir en otro escenario. Por eso la selección de estos escenarios tiene que ser muy meditada. Y así lo fue en este libro. Hay una casa mal construida, luego una especie de mansión medio loca por las gárgolas que tiene de adorno; y también es un poco el frío, la niebla. El macroescenario sería este: las montañas nevadas, esos paisajes de Arteaga y las colonias marginales de Monclova. Me gusta mucho esta lectura según los lugares. Por ejemplo, los cuentos de José Donoso —un autor que a mí me gusta mucho— nunca suceden en un mismo lugar, siempre hay una variación: a veces una casa de campo, en otras la casa familiar que está a punto de quedarse vacía; o El lugar sin límites que explora los territorios en conflicto de la identidad y las duplicaciones de los personajes, de su realidad y su deseo. Los lugares aparecen porque la narración los necesita, y porque la narración los posibilita también. Me gusta pensar así, que estoy hablando de Cuatrociénegas no solamente porque está bonito, sino porque no podría suceder en ningún otro lugar ya que hay implicaciones y consecuencias de que suceda ahí. Me gusta descubrir esas relaciones, que el escenario no sea solamente un decorado sino que interactúe con los personajes y sus historias, al tiempo que los limita y posibilita al mismo tiempo.

 

Los protagonistas de “Mi vida con las plagas” y “Quimeras por la mañana” son personajes muy parecidos: dos perdedores despojados de su hombría. ¿Disfrutaste mucho haciendo sufrir a estos antihéroes, a estos pobres diablos?

 

Yo creo que son gente como uno. Uno también sufre esas pequeñas derrotas cotidianas, esos pequeños despojos y reveses que te da la vida. Uno a diario pierde el camión, se divorcia, pierde una amistad, lo “friendzonean”. Eso nos ocurre a todos diariamente: unas cosas, a veces otras; a veces más, a veces menos. No conseguimos el medicamento que nos quita el dolor de cabeza, queremos un mejor trabajo, no se nos reconoce el mérito en cierto ámbito social o tenemos que vivir en un lugar que no nos gusta. Todas esas pequeñas condiciones son las que hacen que los personajes se muestren a sí mismos como son: o hacen lo que pueden hacer o evitan lo que no pueden hacer. Yo no creo que sólo tengamos que contar historias de éxito o las grandes caídas. Creo que las historias en las que nos podemos ver reflejados son las que cuentan una pérdida cotidiana, aquellas donde no está el gran secreto de la vida, en las que el personaje lo único que busca es sobrevivir otro día, rescatar su propia experiencia y darle un sentido. No va a salvar al mundo ni es un superdotado, solamente es alguien que quiere llegar a un mejor lugar. Porque nosotros también queremos llegar a un lugar que sea mejor que este donde estamos.

 

Creo que también por eso los cuentos tienen estos finales que, se podría decir, están abiertos. ¿Cómo tratas esa ambivalencia entre un final cerrado y un final abierto?

 

Se me ocurre por ejemplo lo que sucede con los personajes. En “Mi vida con las plagas” lo que hace el personaje es abandonar esa casa que ni siquiera es suya. Después, en “Quimeras por la mañana”, el papá termina en la carretera. En “El club…”, el protagonista se va corriendo, se dirige hacia algo, hacia alguien. Y en “Las glorias del cine…”, el muchacho se queda pensando en cómo va a continuar su vida. En estos finales hay una idea de movimiento. A mí me gusta mucho la expresión que usa Ricardo Piglia para decir que la vida no tiene finales ni principios: el arte, la creación, se los puede dar, y entonces con esa base puede ofrecer una estructura para entender o revivir, o reinterpretar. Los finales abiertos a veces son bastante difíciles porque pensamos que suspender la narración en cualquier lado es un final abierto. Y no, el final abierto tiene que anunciar muy puntualmente que algo va a continuar. Mi tentación aquí fue dar la idea de que las cosas iban a continuar y sin embargo podrían terminarse ahí también. Creo que esa es la gracia del final abierto, que también pueden terminarse ahí y el lector se queda satisfecho con el viaje pero también con ciertas dudas, con cierto empuje e inercia. Como sea, lo más difícil en el cuento es siempre el final.

 

En el caso de Suelten a los perros, vale la pena hablar del montaje, de la secuencia de los cuentos. El penúltimo relato del libro, “Cien fotografías iguales”, desencaja porque es un cuento que juega principalmente con la forma (una especie de monólogo interior). Viéndolo en conjunto, ese cuento me parece muy importante porque es un descanso de las tres historias anteriores, más enfocadas en los personajes, y porque abre paso al último relato que es un gran final para todo el libro. ¿Cómo trabajas en el montaje de los cuentos en un libro?

 

Esa es una cosa que siempre me ha interesado. Incluso en los libros de poemas —compuestos por muchos textos breves— hay una especie de oleaje, un ritmo general que envuelve todo, una gran ruta, una macroestructura, le digo yo. Las estructuras individuales de los cuentos pueden ser unas pero siempre pienso en qué macroestructura estoy armando con todo esto: qué especie de maqueta estoy armando con todas estas cosas que ya hice y esculpí y armé, en qué paisaje encajan. A mí me parecía que uno tiene que convencer al lector de que eso que está ahí, por fuerza tiene que estar ahí. Si uno dice, “bueno, es que si le quitamos este cuento pues en realidad no pasa nada”, ahí hay algo que no se está cumpliendo ni en la lectura ni en la propuesta. Pero esos pequeños caprichos o decisiones drásticas del autor tienen que verse como un acto inminente, como de destino: este libro no sería el mismo si no tuviera estos cuentos y estas composiciones y si no tuviera este quiebre. Cuando todo se ve tan sólido de esa manera —incluso con las cosas que yo no me esperaba, o las que no termino de entender o me siguen generando una duda— creo que ahí ya se cumplió esa estructura. Creo que ese es el mayor regalo que nos podemos hacer entre libros y lectores, el decir “este libro es como debe ser”.

 

Haciendo un balance de esta parte de tu obra que son los cuentos, podría decirse que en esta década hubo todo un ciclo desde La noche caníbal hasta Suelten a los perros. ¿Cómo has experimentado esos diez años con esta forma tan específica que es el cuento?

 

Empecé a escribir algunos de estos cuentos que apenas se publicaron cuando tenía como unos 23 años. La vida de los libros es una para el autor y otra para el editor o el lector, porque hay una vida que se basa en los documentos y otra que se basa en la búsqueda, en los intentos, en la escritura, en las versiones y que termina con la publicación. Y ahí empieza esa otra vida pública. El cuento es uno de los géneros que yo más disfruto y esto tiene trampa porque cuando escribo ensayo digo “cómo disfruto el ensayo”; y cuando escribo novela digo “cómo disfruto la novela”; y cuando escribo la poesía digo “ah es que yo soy poeta por encima de todo”. Pero cuando escribo cuentos estoy un poco a la mitad de todos esos géneros porque el cuento permite hacer estos virajes y establecer vasos comunicantes. Pero yo estoy contento, miro estos cinco libros y pienso que de ahí alguien puede echarse un clavado y sacar algunos cuentos que le puedan gustar. Y veo especialmente a Suelten a los perros (mi segundo libro de cuentos en Era) y me da una idea de que he experimentado, me he acercado y me he alejado de temas, de tonos, de géneros y de prosas. Además de eso, estoy muy agradecido de poder publicar en una editorial de tanta tradición como Era que me acepta como cuentista, como novelista y como poeta. Siempre he dicho que es como pichar en las ligas mayores.

 

Suelten a los perros es como una culminación de esos diez años de escritura. ¿A eso se refiere de cierta manera el propio título del libro, no?

 

La escritura siempre empieza a mano. Los cuentos son primero un cuaderno, un espacio, y ahí los poseo, son míos. Pero cada cuento es diferente. No puedo decir que haya una sola manera de escribirlos o un solo acercamiento al material, le doy su propio espacio a cada cuento. Si yo siento que no es tiempo de escribirlo, me voy por otro lado y le sigo con el que ya esté más o menos hecho o el que ya tengo a la mitad. Por ejemplo, tenía siete u ocho años queriendo conocer al personaje y la anécdota de “Las glorias del cine…”; empecé a escribir una primera versión en 2018, la segunda en 2019, e hice una tercera en ese mismo año. Es padre la escritura de cuentos porque te deja variar mucho y sentir que concluyes ciertas cosas. Y después, con esa base, te puedes plantear qué más puedes en cuanto a formas, personajes y temas. Por eso creo mucho en quedarse a vivir un ratito, todo el que sea posible, en las ficciones de uno, porque así uno las va a ver, las va a experimentar y entonces van a resultar más convincentes para los lectores. Yo viví bastantes años con estos cuentos en mi cabeza.

 

Decías que lo más difícil de escribir un cuento es el final. ¿Hay una serendipia similar a la del final de un cuento cuando percibes que unos relatos ya conforman un libro?

 

Siempre hay planes, proyectos, cartas a Santa Claus, listas de intenciones para el Año Nuevo. Al principio todas las ideas son buenas y tienes ese rush de decir “ah claro, con esto voy a salvar el mundo”. Pero al ir aterrizando se va modificando también el plan y se involucra al azar. Un libro siempre está a mitad de camino del plan original y los hallazgos, siempre hay que estar abierto a ambas cosas. Si te vas por los puros hallazgos es muy difícil; pero si te vas pensando que todos los planes y los puntos de tu plan se van a cumplir también estás mal porque no estás dando apertura a los encuentros. Como decía García Márquez de un cocinero: cuando dice ‘ya está la sopa’, ya no le eches nada porque va a saber raro, ya no le eches esto porque no combina con tal. ¿Por qué?, porque ya lo ves materialmente ahí, ya lo ves encarnado. No hay que casarse con la idea que teníamos del libro, hay que leerlo una y otra vez. Hay que hacer tratos, pactos, negocios con uno mismo y renunciar a ciertas cosas.

 

¿Consideras que en eso recae realmente la disciplina del escritor?

 

La disciplina, sobre todo, es acordarte de lo que quieres. Disciplina es decir: “quiero un libro”; no tanto “quiero el plan”, no tanto “quiero la magia”. No: “quiero un libro y quiero este”. La disciplina es ceñirse a eso que querías y recordarlo en todo momento. Y la otra gran parte del oficio literario creo que consiste en disfrutar todos los pasos, en no sufrir inútilmente. Hay gente a la que no le gusta corregir. Yo disfruto mucho hacerlo, y creo que algo bueno sale de ahí. Tampoco hay que decir “yo quería otra cosa y me salió esto, entonces ya no lo quiero”. No: disfrutar también es entender cómo puede ser tu libro y aprender de él. Creo que el oficio literario, más que una cosa hecha o una serie de herramientas, es una experiencia que hay que vivir como nueva en cada ocasión.

 

FOTO: El escritor Luis Jorge Boone, quien fue ganador del Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos 2004/ Crédito: Juan Boites/El Universal

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