Nueve peldaños y un epílogo hacia el “Axis mundi”: Eduardo Matos Moctezuma

Nov 12 • destacamos, principales, Reflexiones • 1496 Views • No hay comentarios en Nueve peldaños y un epílogo hacia el “Axis mundi”: Eduardo Matos Moctezuma

 

El ganador del Premio Princesa de Asturias 2022, el arqueólogo mexicano Eduardo Matos Moctezuma, ha sido un personaje fundamental para el reconocimiento del mundo prehispánico como un entramado cultural que no es ajeno a nuestro presente, y que, junto con las sociedades de Europa, África y Asia, explica la dimensión humana como un conjunto de fracturas derivadas de la capacidad civilizatoria y su gigantesco legado material e ideológico

 

POR SERGIO RAÚL ARROYO

Para David

Para Eduardo

 

Eduardo Matos empleó el poema Niño y trompo de Octavio Paz como epígrafe de un ensayo que dedicó al poeta:

 

Cada vez que lo lanza

cae, justo,

en el centro del mundo.

 

Siempre me he preguntado en qué descansa la belleza de ese poema minimalista que fascina a la manera de un viejo y compacto sueño mitológico. Quizá se trata de un acto en que se cumple el destino sin posibilidades de error o quizá en que, paradójicamente, la perfección del acto está fuera de la consciencia humana, justo fuera de toda razón antropocéntrica. Según Matos, son nueve los peldaños que hay que subir o descender para acceder al Axis Mundi mexica, ese centro en el que tal vez está el sentido secreto del trompo que siempre da en el blanco.

 

1. El horizonte. Alguien dijo que la seducción que genera la arqueología está en que cada época tiende a pensar que es la última, que con ella se cierran todos los ciclos, quizá a ello también se debe que sea uno de los ángulos más visibles de la cultura mexicana. Las constelaciones civilizatorias dejaron diseminadas en el territorio que hoy es México, los testimonios de una antiquísima red cultural, un universo dinámico del que han surgido y desaparecido numerosos pueblos, reconocidos y paulatinamente descifrados por la voluntad de quienes encuentran en ese orbe materiales que hacen inteligible la formación de las sociedades. Entre las empresas arqueológicas que los mexicanos pusieron en marcha a partir del siglo XIX, es posible reconocer una que ha intentado dar cobertura a un propósito que ha sido demasiado discutido: la búsqueda de una identidad compartida, que se convirtió en la afirmación de una historia que se quiso común por la noche y que al amanecer despertó en una maraña de variaciones religiosas y antagonismos con los que es posible definir la naturaleza de la teocracia. No obstante la fragmentación de materiales objeto de su interés, la arqueología mexicana ha proyectado las luces y sombras de la composición cultural de los antiguos pobladores de una vasta región de América, no siempre circunscrita a la franja que Paul Kirchoff definió como Mesoamérica. Algunos practicantes de esa disciplina, como el caso de Eduardo Matos, encuentran allí una máquina del tiempo que establece un interminable diálogo, en el que saludablemente, nunca pierde de vista al presente.

 

2. La perspectiva. También la arqueología ha jugado un papel central en lo referente al reconocimiento del orbe prehispánico como un entramado cultural que no nos es ajeno, y que, junto con las sociedades clásicas de Europa, África y Asia, explica la dimensión humana como un conjunto de fracturas derivadas de la capacidad civilizatoria y de la voluntad de dominio, una de cuyas últimas estaciones es el colonialismo y su gigantesco legado material e ideológico.

 

3. La estirpe. Durante el siglo XX, la arqueología se convirtió en una de las prácticas académicas de mayor visibilidad, puso frente a nosotros las formas políticas, los cultos religiosos y la cotidianidad de los grupos humanos del pasado, así como sistemas simbólicos, cuya transversalidad permeó las formas arquitectónicas, la vida doméstica, la esfera de lo sagrado y el ejercicio de una rígida escala jerárquica. Manuel Gamio, Leopoldo Batres, Alfonso Caso, Ignacio Marquina, Román Piña Chan son figuras que marcan el destino de la saga arqueológica. A cada uno de ellos corresponden formas de interpretar la magnitud que adquiere el contacto con el pasado y su puesta en escena, un inventario de historias que retratan a aquellos que las redactaron, en forma de un relato que los describe tanto a ellos mismos como al tiempo que les tocó vivir.

 

4. La genealogía. Eduardo Matos nace en la Ciudad de México el 11 de diciembre de 1940. Su madre, Edith Moctezuma Barreda, mujer proveniente de una familia poblana; su padre Rafael Matos Díaz, diplomático dominicano. Como consecuencia de las comisiones que debió cumplir el padre en el ejercicio de su profesión, la familia viaja por Centro y Sudamérica. La consistencia memoriosa de su madre, mantuvo vivo a México en la mente de los hijos a través de su historia. Pancho Villa y una constelación de personajes viajan en paralelo con las mudanzas territoriales durante los primeros doce años de vida de Eduardo. El periplo familiar termina en México, donde cursa estudios en el seno de la educación religiosa, que, me parece, acabó vacunándolo contra toda ortodoxia. Ya en la preparatoria, tras la lectura de Dioses, tumbas y sabios de Kurt Wilhelm Marek, conocido como C.W. Ceram, Eduardo Matos probablemente se imagina a sí mismo explorando tumbas entre enramadas jeroglíficas. En aquel momento, el país vivía una de sus cíclicas implosiones de actividad cultural. Artistas, escritores y todo tipo de pensadores se habían dado a la tarea de interrogarse por la naturaleza de lo mexicano, ese santo grial que tenía como cabeza más visible a Samuel Ramos, quien posiblemente representa para el ámbito cultural el ocaso de la épica y el eros revolucionarios. Es en esa atmósfera que se desarrolla el último tramo del discurso muralista. En el tránsito entre las décadas de los cuarenta y los cincuenta Matos visita libros emblemáticos de Santiago Ramírez, Octavio Paz, Juan Rulfo, Juan José Arreola y Carlos Fuentes, textos que facilitan la prosa y el vocabulario con que se han intentado dibujar las fuentes de esa larga interrogación ontológica sobre lo mexicano; fracasos rotundos y pinchazos certeros, que años más tarde tendrán claras referencias en una obra clave: Muerte a filo de obsidiana.

 

5. El INAH. Debe consignarse que a los 18 años Eduardo Matos ingresa a la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Allí conoce a profesores que serían definitivos en su formación: Calixta Guiteras, Julio César Olivé, Pedro Bosch Gimpera, Jorge Acosta, Francisco González Rul, José Luis Lorenzo y Román Piña Chán, quienes trazan un itinerario que pasa por la etnología, la teoría del Estado, la historia, la antropología física y, por supuesto, por la política. Manuel Gamio es una influencia crucial que se proyectará a lo largo de su trabajo profesional, en particular por la propuesta que ve en la investigación histórica una tarea integral de carácter interdisciplinario.

 

El joven arqueólogo se incorpora a proyectos del centro del país: Teotihuacan, Tlatelolco, Tenochtitlan, Tula y Cholula. Precisamente en esta última zona se produce un quiebre generacional al final de los años sesenta. La influencia del teórico inglés Gordon Childe, estimulada por Pedro Armillas y José Luis Lorenzo, le propone un método dinámico que implica una creciente inserción de conceptos, métodos y técnicas que amplían el horizonte de la mirada arqueológica. Junto con otros, Matos desmonta la vertiente tautológica que gravita sobre una arqueología cuyo mayor fin es preservar y deslumbrar.

 

Tras ocupar varios cargos dentro del INAH y fuera de él, Matos desiste de las tareas administrativos. Se centra en la arqueología, tomando distancia de la mera exhumación, dirigiendo su mirada a la reconstitución de las formas del pensamiento que alberga la antigüedad. Puede decirse que observa la potencialidad arqueológica como un vasto intento por dotar de sentido humano lo que esforzadamente denominamos como razón civilizatoria.

 

6. A filo de obsidiana. La muerte es una de las más preciadas constantes en la cosmovisión de las sociedades humanas. En el epígrafe de Muerte a filo de obsidiana (1975) se lee: “Dime cómo mueres y te diré quién eres”. El texto finca las obsesiones de Matos a manera de tríada: la muerte en el México prehispánico, la descomunal impronta del universo mexica y la peculiar historia de la arqueología, la nuestra. Desde luego, Gamio se mantiene presente, pero también puede translucirse que el profesional de 35 años arriba a un momento fundamental en su vida. Muerte a filo… nos introduce, previas referencias a Gorostiza y Villaurrutia, en el pasado prehispánico. Asegura Matos: la muerte es el hilo conductor del sentido de la vida, lejos de utilizarla como el recurso folclorizante, kitsch y catastrófico que desemboca en el estereotipo, el arqueólogo apunta al paganismo católico, desde el que traza argumentos para explicar la sobrevivencia de elementos combinados en el tiempo. La tradición novohispana se conecta con la persistencia del pensamiento religioso de las comunidades nativas. El sincretismo, como primer efecto, atraviesa épocas y se establece definitivamente entre nosotros, ya no como fetiche supersticioso, sino como un fenómeno con dimensiones lógicas.

 

7. El hallazgo y el mitote. México-Tenochtitlan fue un espacio sagrado porque sus habitantes así lo quisieron. Allí habitaron los dioses. El Ombligo del Mundo debió jugar un papel dominante frente al equilibrio del cosmos. Hay un episodio clave en la vida de Eduardo Matos que combina, por lo menos, tres cosas: el infaltable hallazgo, la inserción disciplinaria y el desafío institucional: el 21 de febrero de 1978, una cuadrilla de trabajadores de la Compañía de Luz y Fuerza se topó, al abrir una zanja, con el monolito de la diosa Coyolxauhqui, iniciando un capítulo que cambiaría la faz del Centro Histórico de la Ciudad de México. Matos fue responsable del diseño y coordinación del proyecto del Templo Mayor, estableciendo tres etapas: recopilación e investigación de antecedentes, excavación e interpretación de la información. Tras un incesante proceso de investigación, a la fecha se han generado cientos, si no miles, de publicaciones, así como descubrimientos de objetos que no solo han sido útiles para documentar la gran ciudad, sino también para ampliar el conocimiento del orbe que crearon en su entorno los mexicas. En paralelo al resurgimiento de la capital del imperio, la modernidad citadina reorganizó un mitote interminable, formado por chamanes, bailarines mexicatlihauis, merolicos, esotéricos, desempleados y nubes de sahumerio.

 

8. Vida y muerte. La edición de Vida y muerte en el Templo Mayor (1986) da continuidad a la línea iniciada con Muerte a filo de obsidiana. Se trata de precisar el contenido de los nodos mitológicos y simbólicos que implican las figuras de Tláloc y Huitzilopochtli en la organización urbana y arquitectónica del Axis Mundi mexica. Más que polos opuestos, Matos los ve como dualidades imbricadas una en otra: no está ausente una discusión implícita con Carl Jung, a propósito del “inconsciente colectivo“, como cicatriz y legado comunitario. Para el arqueólogo, ya sumergido en la estructura física y psicológica del centro ceremonial más importante del posclásico, los mitos no responden a un fenómeno genético transversal, sino a la posibilidad lógica de dar respuesta a fenómenos que no tienen explicación en un momento histórico preciso, razón “por la que el hombre acude a crear dioses y héroes”, es decir, a crear cultura, como intento de transformar la realidad (no es difícil percibir la cercanía afectiva por Ceram). Ante la “sed arcaica”, advertida por Erich Fromm, Matos antepone el orden sacrificial como una realidad que reside en la secuencia de procesos que hacen posible el diálogo con la divinidad, la cobertura de necesidades vitales. El Templo Mayor no es un despliegue escenográfico de la historia, revestido con dualidades y paralelismos (Teotihuacan-Tenochtitlan, Quetzalcóatl-Huitzilopochtli), tampoco es un instrumento ideológico que se circunscribe a documentar un anecdotario arqueológico o a correlacionar visiones simples de la antigüedad, sino que se concibe como una arena de debate y no de adoctrinamiento, modelando un diálogo que sin miedo y sin escamotear el presente, también tiene varias estaciones polémicas. A fin de cuentas, el templo vuelve a ser el ojo, la montaña, el territorio céntrico donde se encuentran cielo y tierra.

 

9. Noveno Peldaño: El buen humor. “Jamás me he tomado en serio, pero no soy humorista”, dijo de sí mismo Luis Cardoza y Aragón. Algo similar se inscribe en la aureola de este arqueólogo. A veces, pareciera que el humor es el gran desterrado del gremio, pero con Matos esa es una percepción equivocada, allí ha estado siempre dispuesto a ejercerlo. Es famoso por los apodos -flechazos certeros- con que desolla al prójimo. Como personaje del gran teatro del mundo, sabe hacer historia y celebrarla con rituales de vida, no es de aquellos que la padecen como una manda inexorable. Eduardo Matos transita por el mundo con el buen humor que exigen las empresas más importantes, sin temor a los ataques y las emboscadas que le tienden los replicantes y sin cargar el pesado fardo de sentirse una leyenda.

 

Epílogo: pequeño comentario sobre el presente. Eduardo ha dicho que “vivimos tiempos trastornados”. Le doy la razón: allí están las amenazas matutinas a nuestra endeble democracia, ante cualquier indicio de discrepancia o autonomía; allí está la militarización como resguardo atávico del poder; allí están los esperpénticos despojos de una historia acrítica y rijosa, abusiva y patriarcal que solo sirve para la autocelebración y nunca para el autoconocimiento; allí esta la idea de progreso, unilineal y destructiva, que tanto puso en duda Alfredo López Austin, a propósito del Tren Maya; allí está la desaparición de contextos culturales y una cuenta de nueve millones de árboles talados. Matos y yo lo hemos platicado, las únicas revueltas admisibles son las del oficialismo, las que no están destinadas a subvertir, sino a apuntalar. Todo el aparato mediático, todas las formas del monopartidismo se coordinan en una antiquísima coreografía, aprendida en otros tiempos, para aplastar cualquier duda u oposición. Es la coreografía de la verticalidad, la prosa de la barbarie. Donde no hay libertad, solo hay poder.

 

El destino de las instituciones culturales no es ajeno a las preocupaciones cotidianas de Eduardo Matos. Su carácter templado y su vocación institucional han pasado por todo tipo de filtros; esta afirmación precisamente da peso específico al fragmento que extraigo de su discurso pronunciado en el homenaje que el Colegio Nacional le hizo, con motivo de sus 80 años, en diciembre de 2020, con relación al desmantelamiento del Estado cultural:

 

Vuelvo a la cita de Matos: “Hoy vivimos tiempos trastornados. Todo lo que se había erigido se viene abajo. La ciencia y la cultura son denigradas y no se comprende el valor que tienen para los pueblos. La historia se tergiversa al gusto de los gobernantes. Se viven momentos difíciles […] A las instituciones culturales se les quitan los recursos y muchas investigaciones y actividades se ven reducidas al mínimo. Lo peor, creo, es la manipulación que se pretende hacer de la historia con fines políticos…” Desprendo de lo anterior: 1321, como año fundacional de Tenochtitlan, es solo la fantasmagoría de una política absorta en hacer del poder un fetiche.

 

Más allá de toda simpatía o de la filiación que implica nuestra amistad, la declaración de Eduardo Matos, como sucede con el trompo del poema de Octavio Paz, cayó, justo, en el centro del mundo.

 

FOTO: El arqueólogo Eduardo Matos Moctezuma/ GERMÁN ESPINOSA/ EL UNIVERSAL

« »