Esa luz no se apaga

Jul 20 • Conexiones, destacamos, principales • 4614 Views • No hay comentarios en Esa luz no se apaga

POR  ÁLVARO ENRIGUE 

 

Les voy a decir en qué consiste ser aficionado al beisbol e irle a los Orioles de Baltimore. Cuando antes del arranque del Juego de Estrellas el sonido local anunció los nombres de los relevistas de los equiposrepresentativos de las Ligas Americana y Nacional –los peloteros estaban formados entre segunda y tercera, sus caras orgullosas en la pantalla gigante del estadio— el micrófono se descompuso justo en el turno de los orioles de reserva.

 

La injusticia fue de carácter cósmico, un error dictado por un conocimiento antiguo que dice que irle a los Orioles es una disciplina dolorosa, un saber casi tan trágico como irle a los Mets, que hospedaban el partido en su estadio. Aunque por una noche los rivales del equipo de Queensoristas y, por el otro, ofensiva de la liga Nacional –u toca oficiar todosEsta temporada, como la pasada, los Orioles han estado de maravilla y la novena inicial de la liga Americana tuvo tres jugadores de Baltimore –cinco en total, el equipo mejor representado. Es su año y ni así: el sonido local falló en el país en el que lo único que nunca falla es la producción.

 

La enumeración de los relevistas, de cualquier modo, permitió registrar la temperatura del parque de los Mets antes de la entrada de las verdaderas estrellas. El rito del Juego consiste en que durante cinco o seis entradas, ambas novenasse midencon una selección granada y sólida y luego, cuando el marcador ya está más o menos estable,entran a jugar los relevistas –peloteros con reconocimiento local invitados mayormente para que ninguna ciudad con un equipo de Ligas Mayores se quede sin representación.

 

En la casa de los Mets todos los jugadores de los Bravos de Atlanta, los Cardenales de San Luis y los Phillis de Filadelfia fueron abucheados brutalmente. Aunque por una noche el equipo de Queens y sus rivales históricos jugaban juntos, la acumulación de temporadas atroces ha hecho de los fanáticos del Citifield gente malhumorada –algo que puede entender alguien que le va a los Orioles.

 

Luego le tocó turno a Mariano Rivera, el mejor pitcher cerrador de todos los tiempos y el factor emocional del partido: tiene 41 años, su retiro está cantado para el final de esta temporada y,la verdad, es que el beisbol contemporáneo mismo es inimaginable sin su presencia. La gente le aplaudió, aún si cada que entra al campo –siempre acompañado por las primeras notas de un canción horrorosa de Metallica– quien quiera que no sea Yanqui siente un retortijón.

 

A estas alturas todos los equipos han perdido centenas de partidos por culpa del único lanzamiento de Rivera, que es una imposibilidad física: una recta flotadita que entra a la parte alta del home y ahí se desmaya como si fuera atraída por un imán oculto en la colchoneta. Si el toletero no abanica, cuenta como strikeporque la bola se cae dentro de la zona de bateo;si le pega, la pelota está ya tan abajo que lo que sale es un globo. El que sigue.

 

Era la noche de Mariano Rivera y todos, hasta los que nos lo encontramos en las pesadillas, estábamos ahí para despedirlo.

 

Beisbol y Nación

Nada le ha hecho tanto daño al beisbol como  la hipérbole que lo engloba en los Estados Unidos. Si en México es, gracias al aristocrático Mago Septién, “el rey de los deportes”, en los Estados Unidos es “el pasatiempo nacional”. Una asociación que ha resultadocostosa a partir del atentado terrorista del 11 de septiembre de 2001.

 

Si el juego de besibol siempre tuvo en Estados Unidos connotaciones patrióticas, la brutal crisis de identidad que supuso para los gringos descubrir su propia vulnerabilidad, produjo una onda expansiva en los parques de pelota. Desde la postemporada del año fatídico de 2001, no pasa un partido sin que se recuerde a los soldados en los eternos frentes de batalla extranjeros, las banderas se volvieron imprescindibles, “GodBlessAmerica” –el lado B del himno nacional—se empezó a cantar en la séptima entrada.

 

En el Juego de Estrellas, antes de que se cantara el himno, un grupo de veteranos de guerra híper condecorados se distribuyó por el campo. Los relevistas se les acercaron a entregarles banderas que había ondeado en su estadio, como si les estuvieran devolviendo un emblema de la inocencia que perdieron en la guerra.Entonces se desplegó una bandera que llenó los tres jardines de barras y estrellas. Un pobre barítono canadiense pasó a cantar el himno de su país –representado por los Blue Jays de Toronto—frente a esa bandera que ocupaba todo el campo visual de las 45,186 personas que estábamos en el estadio. Pensé, por primera vez en mi vida, que tal vez sea mejor que México no tenga un equipo de Grandes Ligas a pesar de su airosa participación en NAFTA: habría que pasar por eso.

 

Al final, cinco helicópteros de la policía de Nueva York cruzaron el espacio aéreo del estadio haciendo cambios de luces. Se les aplaudiórabiosamente a pesar de que eran los mismos que el domingo anterior se habían encajado contra nuestro sueño, cuando acosaronhasta más allá de la media nochea los manifestantes indignados por el caso Zimmerman.

 

O tal vez lo que el público estaba haciendo era aplaudirse a sí mismo. No hay en el mundo una ciudad más orgullosa que Nueva York y ese orgullo está fundamentadoen un conocimiento profundo de los defectos del carácter local, entre los cuales brilla una fuerza policiaca cuya brutalidad es considerada folklórica.

Nostalgia de Shea

El paso de los helicópteros selló la primera unidad del espectáculo. Contrapronóstico,el primer lanzamiento no lo hizo un héroe de guerra, sino Tom Seaver, el pitcher que cargó en sus hombros la hora de máxima gloria de los Mets –en el año de 1969, en el que yo nací, el equipo de Queens le arrebató la Serie Mundial a los Orioles gracias a un legendario partido en el que Seaver lanzó diez entrada completas.

 

Vestido de caquis y camisa, el pitcher –que en noviembre de este año va a cumplir 70– recogió la pelota de la loma y se adelantó a medio camino del home para hacer el primer lanzamiento. El estadio completo, que lo había ovacionado desde que pisó la grama, mostró su descontento: que un político o una estrella de la tele lance de cerquita se entiende, que Tom Seaver vuelva a su campo y no se suba a la loma, no. La gente le silbó hasta que lo hizo y hay que decir en su honor que, a pesar de que durante 20 temporadas lanzó juegos de longitud mítica dos veces por semana, todavía tiene algo de brazo:le alcanzó para llegarla.

 

Tom Seaver nunca jugó en CitiField–llamado así en el dudoso honor de un corporativo bancario. Jugó en SheaStadium: el parque más feo y entrañable de los Estados Unidos. Si CitiField es un hermoso desplieguede arquitectura retro en el que todo funciona a la maravilla –está construido de modo que uno nunca hace fila para absolutamente nada–, SheaStadium representó el canto del cisne de la arquitectura de masas de un país que, en los años sesenta, todavía se sentía llamado a consentir a las clases medias. Era un tubo masivo de concreto en cuyos fondos descansaba el diamante, un edificio que no podía haber sido modelado mas que pensando en un bote de basura.

 

Sin embargo, en SheaStadium los boletos eran baratísimos y el público el más conocedor que yo haya visto: todavía a principios de siglo la gente iba a los juegos con libreta, contaba lanzamientos.

 

Citifield fue construido en el mismo predio en el que estaba Shea, así que ciertas tradiciones permanecen: cada que un avión aterriza en el aeropuerto de La Guardia, sigue pareciendo que el ala derecha va tumbar la pantalla. Y la manzana gigante que brota del fondo del parque si el equipo local hace un jonrónes la misma. Siguefuncionando tan lento y tan mal que, cuando llega a su elevada apoteosis,el bateador ya está de vuelta en el dugout y la gente ya se sentó.

Seis entradas y media

Cuando llegué a Nueva York hace un par de años, una campaña de publicidad muy extendida decía: “Ésta es la única ciudad del mundo con diez equipos profesionales, incluyendo a los Mets.” De ese tamaño es el estigma de la novena de Queens. No es, al parecer, injustificado. El primer lanzador del partido fue Matt Harvey, el ídolo no de las multitudes pero sí del numeroso grupo de personas que le va al equipo. En su primer lanzamiento le batearon un doble. Se puso nervioso  y su segundo envión reventó en la rodilla izquierda Robinson Cano y lo mandó a los rayos equis. Harvey rompió dos récords en los primeros tres minutos del partido. Nunca un equipo había comenzado tan mal un Juego de Estrellas y tal vez por primera vez en la historia los Yanquis se quedaban sin un representante en una novena inicial.

 

En la parte baja de la primera entrada, la gente por fin terminó de asumir que no estaba en un juego de los Mets con invitados, sino en el partido entre las luminarias de las dos ligas. El estadio completo aplaudió un imparable de Carlos Beltrán, toletero de los Cardenales y verdugo insoportable del equipo de Queens en los partidos de temporada regular. Las siguientes cuatro entradas fueron las de un partido que, normalmente, habría tenido a la gente comiéndose las uñas en las gradas, pero, tratándose de un Juego de Estrellas, resultaba aburrido. Un duelo de lanzadores no es la mejor idea para un encuentro que no reclama calidad sino entretenimiento, convivencia y no competencia. Los pelotazos de más de 100 millas de Chris Sale se sentían fuera de foco en un partido en el que hay más niños de lo normal –incluyendo a los adultos.

 

Y es que el Juego de Estrellas es un animal raro. Se batallaa mitad de julio, antes de que en agosto comience a declinar la luz. Ocupa la cúspide del verano y en esa calidad es el latigazo de la temporada. La detiene cuando empieza a calentarse, y la precipita. Es el punto exacto en que los mejores jugadores de todos los equipos comparten un gatorade mostrándose una sonrisa que es en realidad un pelar de dientes. Lo que sigue es la competencia feroz y demoledora –el beisbol se juega diario, salvo algunos lunes—por llegar a la postemporada. El Juego de Estrellas es un partido en el que la intensidad de la participación del público está invertida: en la primera entrada el nivel de ruido y expectación es el que suele alcanzarse hasta el paroxismo de la séptima en un partido normal.

 

El hechizo de la pelota defensiva se rompió en la parte bajade la cuarta entrada cuando se envasó AndrewMcCutchen, jardinero central de Pittsburg. El 22 de los Piratas es carismático e histrónico: tiene un lenguaje corporalque puede ser leído por alguien en las gradas. Tal vez desde el retiro de Pete Rose no se había visto un fenómeno como ese: alguien que juega y editorializa la jugada al mismo tiempo. Para robarse una base, McCutchen da unos pasitos como de baile que incomodan al enemigo y hacen que el público se parta de risa. Luego va y se la roba.

 

Cuando en la parte alta de la sexta entrada comenzó el desfile de relevistas de ambos equipos,el partido se descompuso en términos de precisión, pero no representación. No sólo empezaron a jugar personas de las que nadie había escuchado hablar, la diversidad estadounidense clamó a partir de entonces su más asombroso registro. En algún momento entró al plato un jugador de San Luis que se llama Yadier Molina, un lanzador de los Rojos llamado AroldisChapman, un Phillie: Domonic Brown. ¿De dónde salen esos nombres?

 

Tal vez porque a esas alturas del partido ya todos eran algo designado, entre la parte alta y la baja de la sexta entrada, se entregó el premio al designated driver del año –el ciudadano que más veces manejó el coche de sus amigos en estado de sobriedad perfecta al final del partido. El premio no se lo dieron aun niño de catorce años, como esperaría alguien que haya fatigado estadios de beisbol, sino a un señor de Miami al que ya nadie le aplaudió a pesar de su triunfo: ya todos estaban demasiado borrachos.

I am Latino

Siendo el juego en Nueva York –la más caribeña de las ciudades de los Estados Unidos—, 2013el año el de la reforma migratoria y el beisbol un deporte inimaginable sin hispanos, era apenas natural que, durante el descanso de la séptima entrada quien cantara “GodBlessAmerica” fuera Marc Anthony: el neoyorquino con sangre puertorriqueña más famoso del mundo.Invitarlo era una forma refinada de señalar el apoyo de las Ligas Mayores a la reforma migratoria y un gesto discretamente retador. Cuando en uno de los partidos de las finales de la temporada de basquetbol de este año un niño de Texas con apariencia de mexicano cantó el himno, las derechas más bochornosas del país lo consideraron un escándalo.

 

Los fanáticos de los Mets respondieron con gozo tal vez ya demasiado cervecero a la actuación del puertorriqueño. Hubo mucho de apoteosis en el cierre en el que el exmarido de J Lo –tampoco es corto ese mérito— convirtió un canto cívico en un bolero, gracias al falsete que aprendió de sus ancestros. Por otra parte, la reacción en esa cosa tan grandey confusa que hay más allá del río Hudson y llega hasta el Pacífico no fue tan calida. El sitio web Latino Rebels se dio el trabajo de seguir en twitter el hashtag #ASG (AllStarGame) y documentó las respuestas continentales a la interpretación del boricua. Mi favorita: “Who’sthefuckfacewhobooked a MexicantosingGodBlessAmerica?”, de un elegante ciudadano llamado AndrewJanosek.

 

Pasado ese tránsito, lo normal habría sido terminarse los cacahuates y dejar el estadio: ese partido ya no iba a dar nada. La gente, sin embargo, se quedó: la liga Americana iba ganado y no parecía que el marcador se fuera a modificar. Eso implicaba que Mariano Riveracerraría la novena entrada.

La luz

Si hay algo que distingue al público de los deportes profesionales en Estados Unidos, es la cortesía. La gente suele ser respetuosa, cordial, modestamente conversadora. Esas salvajadas que se hacen en México –silbar el himno del contrario, gritarle “puto” al portero—son simplemente impensables en un estadio gringo.¿Qué se podía esperar de la despedida de Mariano Rivera en territorio enemigo? El hombre es al mismo tiempo una leyenda viviente –en alguna ocasión cerró un juego de Serie Mundial una tarde en cuya mañana había asistido al velorio de su cuñado en Panamá—y el verdugo de esa mayoría de los aficionados al beisbol que no le vamos a los Yanquis. Los acordes de la canción de Metallica que marcan su entrada a la grama sorprendieron al público en la octava entrada. Su equipo quería que lanzara todavía con el estadio lleno.

 

Ver a Mariano Rivera en directo cuenta como haber visto a Pelé circulando por el área chicao a Manolete partiendo plaza. Su figura espigada y sobria, representa el fin del mundo para el equipo obligado a enfrentarse con él. No hay unapresencia más amenazante en las dos ligas, ni tampoco una más cordial: a sus 41 se ve como un abuelito panameño cuyo trabajo es jodernos la vida a todos los demás. El narrador de partidos de beisbol Luis Humberto Jerez, le puso uno de los mejores apodos en la historia del juego de pelota: “Apaga la luz y vámonos”.

 

Verlo salir concentrado del bullpen, verlo subirse a la loma, rasparse la tierra de los spikes en la costilla del montículo, puso al estadio entero de pie. La aclamación más entregada para el enemigo más temido.

 

Siendo quién es –un hombre capaz de no perder el pulso bajo ninguna circunstancia—Mariano Rivera se dio cuenta de que lo que CitiField le estaba prodigando era la ovación de su vida no por el ruido, sino porque el cátcher no se acuclillaba en home para recibir sus lanzamientos de calentamiento. Entonces levantó la vista y entendió lo que habíamos sabido todos los demás desde el principio: que ese era su juego. Todavía vio a las gradas con asombro de niño durante un momento antes de quitarse la gorra para saludar. La tuvo dos minutos en alto, un tiempo tan largo que pudo haber puesto en peligro su rendimiento.

 

Le bastaron 13 lanzamientos para callar a la ofensiva de la liga Nacional. Cuando a su salida del campo lo entrevistó la prensa en español, explicó su sorpresa frente a un homenaje definitivamente espontáneo con una frase enigmática y feliz: “Me quedé solo en la lomita” –la ternura del monstruo.

 

Seis outs más tarde se apagó la luz. Ganó la liga americana. Nos fuimos.

 

FOTO: El lanzador Mariano Rivera, de Yanquis, saluda a los aficionados mientras es ovacionado durante el Juego de las Estrellas de la MLB en el Citi Field de Flushing, Nueva York/EFE/Andrew Gombert.

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