Esa noche llamó Tamara
/
Un grupo de amigas recuerda la ocasión en que salieron a disfrutar de la vida nocturna de Buenos Aires, en vísperas de la catástrofe que marcaría su amistad de juventud. Este relato es un adelanto del libro El resplandor artificial (E1 Ediciones, 2021)
/
POR MARINA PORCELLI
porque éramos jóvenes y
estábamos borrachos y teníamos
veinte años y nunca moriríamos.
Thomas Wolfe
—Pero si no fue así —Fani tomó de un trago lo que le quedaba de cerveza y alzando el vaso vacío, le hizo señas al mozo—. Otra de litro, corazón —dijo y volvió a mirarme—. No te acordás. Me llamó a las tres de la mañana porque se despertó de golpe a mitad de la noche, y me contó que mientras buscaba el velador, metió la mano en el cenicero.
Sentadas en El imaginario —uno de esos bares modernosos, decía Fani, con pinturas súbitas en las paredes y recitales de público escaso, en el sótano—, íbamos por la segunda cerveza cuando empezamos a discutir sobre la última vez que ella habló con Tamara. El diálogo, por supuesto, yo lo conocía de memoria, Fani me lo había contado mil veces en estos siete años, y sin embargo esta noche, al acotar que no sólo fue eso, que también estaba su miedo, o su tristeza, ella había vuelto a plantearlo, como si únicamente así, repitiéndolo, pudiéramos entender por qué se había matado. No era extraño al fin de cuentas, ya que desde la tarde, al escuchar la voz siempre un poco ronca de Fani, diciendo que hoy los chicos se quedan con la abuela, y nosotras sí o sí nos vemos a la una en El imaginario, supe que después de varias cervezas alguna de las dos acabaría por nombrarla. Y hasta pensé, incluso, mientras buscaba a mi amiga con cara de alemana y peinado caótico, entre las mesas desbordadas de ruido y de humo de cigarrillo, en que fue una noche parecida cuando me encontré con Tamara, a solas, por última vez. Ella se mató una madrugada, y su cuerpo había quedado colgando de uno de los tirantes del techo, oscilando apenas, ajeno y desgarrado como un trapo. Su muerte había sido una especie de fin de la adolescencia, las caminatas nocturnas en las que nos quedábamos silenciosas mientras ella tocaba la armónica se derrumbaron de golpe con el estupor de la noticia de una mañana. Sin embargo ahora, Fani y yo sabíamos que aún quedaban cosas sin contar, y tal vez por eso volvíamos a vernos, tal vez por eso, seguíamos tomando y hablando y buscando esa alegría que ya no teníamos.
—Evidentemente, se nos confunden los recuerdos —dije—. Pensaba en la tarde esa de frío en que se encontró con los chicos en la calle.
—A vos se te confunden —Fani peleaba por abrir un paquete de cigarrillos. Encendió uno, me lo pasó—, yo me lo acuerdo clarísimo. Eran las tres menos cuarto cuando me llamó. Ese es tu problema, cariño —explicó, chasqueando los dedos—, te creés que tenés buena memoria y no hacés más que distorsionar la realidad. Qué tarde de frío.
Con todo, era bueno que se filtrara la vieja Fani, la que yo llamaba así y no por el nombre absurdo de Fabricia, la que todavía contestaba con la voz un poco ronca y era capaz de absorber, sin inmutarse, cantidades industriales de cerveza. La que, aunque se quedara conmigo despierta hasta el amanecer, podía rodearse de escobas y pañales y críos, y se preocupaba por tener la cena lista a las nueve de la noche. Tan sólida como una matrona desde los trece años, aún estaba dispuesta a amonestar a cualquiera, como siempre lo había hecho con Tamara —sentada en un banco del colegio, junto a ella—, porque la otra, la muchacha con aire de huérfana, prefería la poética de los bares roñosos, fumaba cigarrillos negros, le dolían los oídos todo el tiempo y se emborrachaba antes de los exámenes. Claro que en esa época, nuestras borracheras eran, más bien, económicas. Unos pocos vasos alcanzaban para que las dos —Tamara y yo— estuviéramos diciendo estupideces ante la mirada intranquila de Fani.
—Tenés que darte cuenta —siguió Fani—, la clave del asunto está en su sentido del humor. Ella que me llama y yo, con demasiado sueño para escucharla, le respondo que qué bien. Y que me dejara de romper las pelotas a la madrugada.
—Entonces le cortaste el teléfono —interrumpí; y así, sin estar convencida del todo, necesitaba ahora que ella me entendiera—; ya lo sabemos, Tamara hablaba de los trenes en la oscuridad, le daba impresión tirar las flores a la basura, iba a la escuela con el piyama debajo de la campera, y eso no era más que su sentido del humor. Bastante siniestro, en el fondo. Reconocelo, Fani, le pasaba lo otro, también.
—Sí. No. No sé —lánguidamente, había ido rozando con la uña un lado de la botella—, termino la cerveza y voy al baño —anunció.
Un muchacho de pelo revuelto se acercó a nuestra mesa. Nos hizo un gesto con el cigarrillo en los labios. Fani levantó los ojos, le alcanzó el encendedor, y el muchacho, antes de irse, sacudió la cabeza.
—Conmigo no hablaba de esas cosas —dijo ella.
—Parece que empezamos a confesarnos —respondí.
—No seas imbécil. Lo que me irrita, sabés, es no entender cuándo dejó de estar bien, por ejemplo.
Necesitábamos ordenar las ideas. Y yo necesitaba, además, encontrar alguna causa, pensar por qué una de esas últimas noches —¿perversamente, quizá?—, Tamara me había buscado para emborracharnos.
—Empecemos de nuevo —dije—. La historia trivial de una adolescente que, caminando por la tarde helada del Abasto, días antes de su suicidio, encuentra a unos chicos en la calle.
—No sigas —Fani hizo una pausa—, callate.
Pero yo necesitaba continuar. Armar otro principio.
—Así los encuentra, ella muerta de frío y los chicos rotosos sentados en una especie de umbral. O mejor no, era un caserón bien ancho, destruido, por supuesto. —Miré a Fani. No me miraba—. Uno de los nenes la saluda y la lleva de la mano. Después, cuando ya están un poco adentro, medio en el pasillo, cuando hay varios chicos más, hace que la mano de Tamara se apoye sobre la mamadera tibia que tomaba una nena, y le dice que sienta, que la leche está caliente.
Apagué mi cigarrillo, giré la cabeza. Fani me observaba casi con pánico.
—Ya me la habías contado —murmuró—, es una de las historias más absurdas de Tamara. —Se puso de pie enseguida, se acomodó el cinturón de la pollera y dijo, aclarando la voz—: Para mí que las inventaba. Típico de ella.
Me quedé sola en la mesa. Moví los ojos y confirmé que el mundo permanecía alrededor de mí. Había estado demasiado hundida en la charla con Fani. Y tenía varios litros de cerveza encima, también. Sin embargo, ver cómo ella atravesaba el pasillo apretado de gente y llegaba a la otra punta sin problemas fue una especie de alegría. Yo nunca hubiera podido hacerlo así. Caminar sin tropezarme o responder alguna cosa coherente al primero que se me pusiera delante. Qué sucedió, entonces, para que la chica de largo pelo oscuro y ojos negros llorara de un modo insoportable en cada fiesta. Nada horrible, en realidad, pura adolescencia en la que actuaba de trágica, sin entender, sin pensar siquiera que ya nos hartaba. Y ahora, con su muerte, exigía que le creyéramos. Eso era lo imperdonable, lo que a mí me irritaba. La sentábamos en el suelo del baño, Fani le levantaba la cabeza, yo las miraba un rato y después le alcanzaba un vaso de agua. Esperábamos que vomitara. Y fue todo lo que hicimos por ella. Escucharle ese tipo de historias o llevarla a su casa borracha. Pero no alcanzó para que no se matara.
Antes de volver a la mesa, Fani se detuvo junto a un codo del mostrador. Conversaba con el mozo y movía las manos. Puedo jurar que le decía corazón o que le decía cariño.
—La próxima ronda es gratis —me dijo, mientras se acomodaba de nuevo en la silla— y después nos largamos de este fondín. Quiero un vino como Dios manda. —Con lentitud, se corrió la manga del pulóver y giró el reloj de la muñeca— todavía es temprano —agregó—, apenas son las cuatro.
Despacio, lentamente, el viento frío nos dio en la cara. Caminábamos sin rumbo, tomadas del brazo, aunque como siempre yo estaba bastante desorientada. Encendí un cigarrillo y se lo pasé. Fani hablaba de la fundación de Buenos Aires, del miedo incomprensible, te das cuenta, de una ciudad que se repliega y se aleja del río. Y era como si, de algún modo, siguiéramos hablando de Tamara.
—Estaba asustada —dije yo.
—Ya sé, pero ojalá fuera eso.
Así, entonces, mientras continuábamos andando en la noche perdida, y yo me dejaba arrastrar por la tibieza de su cuerpo junto al mío, y hasta tenía ganas de reírme de nuestros intentos por encontrar a Tamara entre tanto diálogo sin forma y repetido, Fani se deslizó hacia la noche en que ella, la muchacha llorona de las fiestas, poco después de terminar el secundario, la obligaba a subir a la terraza del piso veinticinco de una torre en Avellaneda. Tamara, asomada al borde, estiró la mano y ayudó a que Fani acabara de trepar. El aire cálido, a esa hora, les generó un cierto sosiego. Fani iba a decirlo cuando Tamara hizo un gesto y le pidió que se callara. Le pidió que mirara hacia adelante, también.
—Qué bárbaro —dijo Fani.
Buenos Aires, hasta el límite de su inmensidad, se desplegaba ante ellas como un mapa de luces. Verlo era como estar donde empezaba el viento. Tenían las espaldas recostadas contra la pared que formaba un tanque de agua, y a sus pies, una mancha de aceite sobre la superficie plateada del techo. Tamara apoyó el mentón sobre las rodillas y cerró los brazos sobre las piernas. Casi sin mirarla, Fani se acostó a su lado. Estuvieron mucho rato así, en silencio, concentradas en las luces infinitas. Sólo cuando el sol empezó a despuntar detrás de la fila de torres del Dock-Sud, y el color más distante de Quilmes comenzó a aclararse, y el río, ahora, fue una franja acerada allá lejos, Tamara se animó a hablar de nuevo.
—Qué vamos a hacer —murmuró.
Pero Fani no le contestó. Sólo se mantuvo de este modo, sin decir nada, esperando que llegara la mañana.
—Que se vaya al carajo —cortó Fani.
Un auto azulado, con las luces encendidas y la música a un volumen altísimo, se había detenido cerca de nosotras. Nos gritaron qué tal, chicas, si vamos a pasar la noche a otra parte.
—Ustedes se lo pierden —dijeron, y el auto arrancó.
—Al carajo —repitió Fani.
Se había quedado de pie, inmóvil, con el cuerpo aclarado a medias por la luz de un farol de la vereda.
—Si fuera el miedo —siguió—, por lo menos la entenderíamos. Pero Tamara se reía, también.
Su cara se había acercado demasiado a la mía. Percibí, con brusquedad, su aliento oscuro a cigarrillo.
—Tendría que haberla escuchado la madrugada que me llamó. Decirle algo más, no cortarle el teléfono.
Me miraba. Necesitaba que respondiera, pero qué iba a decirle si también a mí Tamara me había buscado antes de matarse, y yo había creído, estúpidamente, que alcanzaba con emborracharnos. La noche había sucedido oyendo la historia de los chicos en la calle, y sin embargo al final, cuando ya casi no podíamos hablar ni movernos ni reírnos, me sorprendió descubrir de golpe que Tamara levantaba los ojos y me observaba con fijeza, por primera vez.
—Es que a veces —me había dicho Tamara—, a veces, no sé.
Y yo, apenas, había intentado calmarla.
Y todo esto, ahora, era imposible contárselo a Fani. Imposible hacerla sentir mejor. O seguir buscando una causa.
—Mejor entremos ahí —dije, señalando el bar de la próxima esquina.
—Para eso caminamos, cariño.
Y a pesar de que se había escondido en la oscuridad, vi que Fani se pasaba la mano por la cara.
La máquina rota de las tortas, que nunca gira, las botellas de cerveza que se iban calentando sobre las mesas, y los hilos de agua de estas botellas descongeladas, la caja registradora antigua junto a una radio en la que solo se oyen tangos. Faltaba un gato, y habríamos encallado en un típico lugar, de esos que le gustaban a Tamara. Con putas desayunando en los rincones y trasnochados que leen el diario.
Nos sentamos cerca de la ventana y hojeé el precio del vino.
—No cambiaste nada —dijo Fani—, sos la misma Andrea de antes.
No se lo agradecí. Ella se había enfrascado en una larga explicación sobre por qué una clásica chica de clase media quiere saber los precios antes de consumir, y encima, la muy miserable, duda en dejar propina.
—Dos vasos de vino tinto, corazón —dijo Fani al mozo—, y después, dos cafés con leche y seis medialunas. De manteca. —Estiró el dedo índice, me amonestó—, estás borracha.
—Lo justo —contesté.
Fani levantó los hombros. Con lentitud, movió los ojos hacia la ventana.
—A Tamara le divertía verte así.
FOTO: Farzad Sedaghat/ Prexels
« Rodrigo Sepúlveda Urzúa y el amor impracticable Carlos Linneo, el clasificador de las especies »