Esnobs
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Clásicos y comerciales
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CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
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Leí El libro de los esnobs (1846-1847), de William Thackeray y compré dos novedades sobre el asunto, ambas de 2016, una inglesa y otra francesa: The New Book of Snobs, de D. J. Taylor (Constable) y Deux ou trois leçons de snobisme, de Éric Neuhoff (Écriture).
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Mi lectura, adrede comparativa, arrojó, primero, una obviedad y luego resultados sorprendentes. Tiene razón Thackeray al decir, famosamente, que “el esnob es aquél que mezquinamente admira cosas mezquinas” lo cual nos lleva a la sentencia de Russell Lynes: “No existe esnob más grande que el esnob que cree poder definir a un esnob”.
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Así que definir el esnobismo es una tarea muy ardua, más histórica que conceptual. Pero lo sorprendente es que –no digamos el de Thackeray– nunca había leído un par de libros tan idiosincráticos, localistas y hasta provincianos como los de Taylor y Neuhoff, separados sin perdón ni olvido, por el Canal de la Mancha, en nuestros tiempos, como lo estaban sus ancestros durante las guerras napoleónicas.
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Doy comienzo, así, por la conclusión: el esnobismo bien puede ser un humanismo que afina el derecho a la identidad de cada persona y beneficia no sólo su autoestima sino la movilidad social, como lo argumenta Taylor (Norwich, 1960) en su libro subtitulado A definitive guide to modern snobberry. Pero el esnobismo, descubro yo, es ajeno por completo al universalismo. Ser esnob es lo contrario de ser hombre de mundo: es una persona empeñada en diferenciarse del vecino, en ser distinto radicalmente al rico o al pobre, contrariar con su apariencia y su modo de ser, vestir o hablar, al norteño o al sureño, que en la historia británica, me entero, han sido sedes alternativas de esa actitud. En la versión francesa, tras leer a Neuhoff (París, 1956), el esnobismo permite resistir heroicamente como parisino combatiendo, con desdén y sin demasiado esfuerzo, a la posmodernidad y al multiculturalismo. A Taylor (aclamado biógrafo de Orwell, el antiesnob), sólo le interesa Inglaterra y un poquito Gales –pues esa heráldica presumía, celoso, su admirado esnob Anthony Powell– y apenas pone los ojos en Irlanda, muy importante, en el siglo pasado, para Thackeray: el esnobismo, impostado por los habitantes de la vecina y sojuzgada isla, no puede sino resultar desastroso, como lo prueba su novela Barry Lyndon (1844) sobre un arribista irlandés. A Neuhoff no le interesa Francia –sólo viaja a ver a sus amigos campiranos con ejemplares de la Pléiade en la cajuela del automóvil, para tener lectura de primera en caso de percance automovilístico– sino sólo París y de París, sólo el de los editores, o sea, Saint-Germain-des-Prés y más aún el café Flora (como le decimos los latinoamericanos) y la Brasserie Lipp, que está enfrente.
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Tras estas edificantes lecturas llegué a la conclusión de que los únicos esnobs internacionales, actualmente, son los nacionalistas y entre ellos, los independentistas catalanes llenan, de sobra, los requisitos que al esnob atribuye Taylor. El esnob puede ser de izquierda o de derecha, laborista o tory, gaullista o hijo del 68, pero nunca es un demócrata, enemigo como lo es de la igualación social (aunque predique, en un futuro indeterminado, la igualdad) o adversario de aquello que mi abuela hidalguense (a quien la Revolución Mexicana arrojó, niña, de la hacienda pulquera de su padre hacia la mortífera gripe inglesa y el infame orfanatorio), llamaba las “personas igualadas”. Ella, bastante pobre en los años treinta y obligada a sacar adelante a mi tía y a mi padre vendiendo corcho en el hoy llamado Centro Histórico, era una esnob sólo porque tenía los ojos azules (herencia de su madre quien llegó pobremente de Gales con su familia de inmigrantes mineros), lo cual concuerda con una de las características del esnobismo, la creencia de que el estereotipo (lo que uno ve de sí mismo frente al espejo) es un emblema, una idea fija. Así lo pensaba Carlyle, para quien todo lo visible era emblemático. Así lo pensaba mi abuela con sus ojos azules.
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Antes de que fuese popular, gracias a las guerras cada día más globales, el esnobismo era el nacionalismo de los pretenciosos, frecuentemente ricos, a veces ladrones, siempre oligárquicos, como lo ilustran hoy, desde Bruselas, Puigdemont & Cia. Las señas identitarias del nacionalismo catalán son un buen ejemplo, emblemático, del esnobismo del siglo XXI, desagradable pero incruento.
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Se necesita ser un británico bien versado en la vida política y cultural nativa para entender bien a bien The New Book of Snobs, libro insular. Y como me fastidié, excepción hecha del bello Brummell, de interrumpir mi lectura para enterarme en la Wikipedia de quiénes eran los esnobs aludidos, me concentraré en el caso de Maggie Thatcher, quien más allá de lo que se piense de sus políticas –aclara el autor– fue víctima, durante su década en Downing Street, del esnobismo de la izquierda, la cual no se cansó de “criminalizarla” por parecer una combinación de nana, vampiro y reina Isabel, por ser un despojo suburbano (aunque entonces el 25% de los ingleses vivían en esa zona, tan repulsiva para el esnob), por la lógica falta de gusto artístico propia de la hija de un tendero y otras aborrecibles características, como ignorar a las universidades en su medida de santuarios del saber y actuar en consecuencia.
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Esnob, en la Inglaterra del Brexit, no es ostentar un título nobiliario, sino más bien ocultarlo y no es –eso se sabe escuchando el español de cualquier mexicano de nuestra burguesía– hablar bien el idioma sino hacerlo idiosincráticamente. Ejemplos: los esnobs de allá prefieren lavatory a toilet y writing-paper a note-paper, etc. Esa clase de ejercicios, tautológicamente esnobs, llenaron la elocuencia del poeta popular John Betjeman o de mi adorado Evelyn Waugh, cuyas biografías colecciono como buen esnob indiano. Esnob, para acabar con The New Book of Snobs, lo fue la muy sureña autora de El corazón es un cazador solitario, quien durante los años duros de la lucha por los derechos civiles, se saludaba de beso, ella, miss McCullers, con su empleada doméstica afroamericana, escena que Kingsley Amis, testigo foráneo en esa ocasión, calificó de super esnob. También lo fue el matrimonio Golding, quien creyó que un Premio Nobel –que al fin y al cabo, según los esnobs británicos, lo puede ganar hasta un novelista francés e inclusive un luchador por la paz en América Latina– les permitía aspirar al esnobismo.
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Cruzando hacia el sur, en el periplo cumplido por Ian Buruma en Anglomanía (1998), al estudiar la anglofobia de los franceses, tenemos que Deux ou trois leçons de snobisme, es todavía más esnob que el tratadillo de D.J. Taylor. Recoge las columnas semanales, en Le Figaro magazine, del novelista Neuhoff, un escritor de derechas educado en la escuela antisartreana de los hussards, acaudillada por el viejo Paul Morand y por el escasamente exportable Roger Nimier. Afirma Neuhoff que sólo el esnobismo nos protege de la barbarie. El mundo, como lo suponían en la Antigüedad, es plano, dice, pues la “mundialización” ha sembrado a Mc Donald’s en todo lugar. Neuhoff pasó, padre de familia aún siendo esnob, por el rito de pasaje de llevar a sus hijos a ese establecimiento. Como su colega inglés, cree que el dandismo es el misticismo del esnob. Que sólo vale la pena beber champaña. Subraya también, nuestro esnob en el hexágono, las expresiones del esnobismo de ayer. Tu vois fue hippie, bof ya es medio cutre aunque tuvo su prosapia maoísta y c’est clair sólo es admisible en los noticieros de la televisión (decir tele o TV, ni en Inglaterra ni en Francia, se admite entre esnobs).
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Sin ceder demasiado al declinismo, la perpetua doctrina francesa cuya esencia sostiene que todo va para peor en aquel bello país desde los Plantagenet, Eric Neuhoff, hace el inventario de todo lo del XX que ha desaparecido en el XXI, desde los vochitos hasta los calvos, hoy lustrosas cabezas rapadas y antes menesterosos cráneos con algún cabellito inculpatorio y delator. Los CD no tienen lado B. Pero por fortuna, leemos en Deux ou trois leçons de snobisme, Francia sigue allí gracias a su estilo, el único refugio seguro en un mundo atrozmente simplificado. Así que volvamos a William Thackeray. Decía el victoriano que el esnob existe porque se lo permite aquel quien no lo es. Entre los esnobs, concluía, ninguno peor que aquel de origen universitario que admira a quienes lo desprecian por su pretensión de elevarse sobre ellos.
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Foto: Manifestantes con máscaras con el rostro del expresidente catalán Carles Puigdemont durante una protesta frente al Parlamento de Cataluña en enero de 2017. / AP
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