Espacio público y vivienda. Un diálogo con el paisaje
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A partir de las ideas de Italo Calvino, el arquitecto Jaume Prat lanza sus propuestas desde el plano urbanístico y habitacional. Con autorización de editorial Arquine publicamos un fragmento del capítulo “Visibilidad” de su libro Coordenadas para el nuevo milenio
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POR JAUME PRAT
Howard Phillips Lovecraft estaba obsesionado en convertir sus miedos en miedos universales a través de la conexión de su subconsciente con el sumatorio de los subconscientes de sus lectores sin poder estar seguro de si este sumatorio conforma o no un subconsciente colectivo. Tampoco importa aquí. Lo que sí importa son los mecanismos usados por su literatura para conseguir este objetivo, convocando por un lado animales que provocan inquietud por su textura, por su movimiento, por su comportamiento, por su olor, para después operarlos alterando su tamaño, su agresividad, su inteligencia, su sonido; se vuelven todavía más inquietantes, todo esto sumado al mecanismo principal para que estos factores funcionen: la imprecisión, la vaguedad, la insinuación. La descripción de Cthulhu es discontinua, fragmentaria. Sus transiciones son ambiguas. ¿Dónde termina la piel del calamar y dónde empiezan las escamas? ¿Cómo se articula la cabeza de un cefalópodo con el cuerpo de un vertebrado? ¿Va vestido? ¿Cuál es la magnitud de la capacidad de mutación del ser del que nos habla Lovecraft? La imprecisión es el mecanismo de apropiación fundamental que Lovecraft brinda al lector. Cuanto más rica, compleja y visual sea su imaginación más miedo dará la Cosa. El mecanismo último lovecraftiano es excitar nuestra mirada, estimularla a base de la descripción de fragmentos visuales conocidos por el lector para convertir lo cotidiano en una pesadilla. Leemos y la intensidad de la lectura excita nuestra mirada, la maquinaria de sensaciones que propone el autor donde el aspecto general cobra vida como suma de fragmentos particulares transicionados únicamente por nuestra imaginación.
Esta manera de operar pasará sin transiciones al cine. Pensemos, si no, en dos películas de terror estrenadas con cuatro años de diferencia, Jaws (1975), de Steven Spielberg, y Alien (1979), de Ridley Scott. Dotadas de argumentos paralelos, las dos películas se estructuran en función de la exhibición fragmentaria del ser que aterroriza a los protagonistas. El que esta lógica provenga de un recurso de montaje destinado a paliar técnicas de efectos especiales todavía en pañales y alimentadas por un presupuesto insuficiente es irrelevante, si es que no refuerza la calidad de este recurso narrativo. Douglas Hofstadter describe en Gödel, Escher, Bach, ensayo citado por Calvino en sus conferencias, el universo visual que expresa la literatura como la punta de un iceberg que queda en segundo plano y sirve de substrato al texto. El contexto visual del cine puede operar igual, como se hace más evidente todavía si miramos otro filme de terror como es The Sixth Sense (1999), de M. Night Shyamalan, con sus personajes enfocados en primeros planos sobre grandes espacios abiertos que muestran su vulnerabilidad a lo inesperado, o la inquietante La Propera Pell (2016), de Isa Campo e Isaki Lacuesta, donde las escenas de interior narran la imposibilidad de abstraerse de un pueblo convertido en un protagonista más de la película, pueblo que no concibe ni intimidad ni reposo a los protagonistas. Volveremos más tarde a su imaginario.
Esta lógica de percepción fragmentaria es la que define la noción básica de nuestro universo visual: el paisaje, tanto individual como social. El paisaje se compone de una serie de ilusiones discretas reconstruidas a posteriori por la mente para crear un continuo. Independientemente de si nuestro entorno está diseñado o no y de si la lógica con que se haya elaborado este diseño, es la mirada lo que hace aparecer el paisaje. Primero, el nombre: el paisaje es aquello a lo que llamamos paisaje. El paisaje es aquello que percibimos como paisaje. La estructura del paisaje es, pues, visual y en última instancia lingüística, y como tal es susceptible de ser intervenida y estructurada en una lógica paralela de estratos superpuestos, estratos históricos, estratos de intervención, estratos de memoria, percibidos como un collage, siendo este último mecanismo lo que permite dar continuidad a la serie de visiones heterogéneas que constituyen cualquier paisaje que pueda ser llamado como tal. Tomemos un fragmento de territorio cualquiera llamado por cualquier calificación geográfica: un país, una comarca, un valle, un condado, etcétera. Incluso en los casos en que el paisaje se pueda considerar más homogéneo presentará accidentes geográficos o singularidades antrópicas: montañas, ríos, lagos, embalses, canales, casas dispuestas con más o menos densidad, tejido industrial, agrícola, puntos singulares en forma de edificios religiosos o institucionales, vegetación diversa, etcétera. Todo esto crea diversas visiones muy diferentes entre ellas que nuestro cerebro, o la consciencia colectiva literaria, filmada, fotografiada o publicada filtrará, jerarquizará y aplanará para dar la ilusión de un continuo que en realidad no existe.
El paisaje es un diálogo. Revelarlo es poner las bases para su intervención. Pero uno de los hechos más interesante sobre él es que el paisaje puede ser intervenido antes de ser considerado como tal, o sea, antes de que aparezca, siendo esta intervención evidente, como puede ser el caso de cualquier tejido productivo agrícola, industrial o residencial más o menos denso (determinados cultivos, un suburbio, zonas industriales, etcétera) o no tan evidente o incluso olvidada, como es el caso de tantos y tantos paisajes milenarios que percibimos como naturaleza una vez la capa antrópica se olvida y se expresa exclusivamente mediante estructuras que creemos naturales, paisajes que van desde los campos de olivos plantados por los romanos en diversas zonas de España o Italia hasta la gigantesca porción de territorio que fue inundada por la creación de la Presa de las Tres Gargantas sobre el río Yang-Tse en la China, creación en su momento polémica por considerar que destruía un paisaje natural cuando en realidad se superponía a un paisaje drenado por la mano del hombre desde el neolítico por una red de miles de kilómetros de canales excavados y mantenidos a mano. La estructura del lugar puede perderse en la memoria sin que se pierda la noción de paisaje. El paisaje es, pues, la voluntad de control del territorio a través de la mirada que lo estructura y lo codifica, a posteriori de la intervención primero (no podemos olvidar el trinomio heideggeriano fundamental de construir, habitar, pensar), después con criterios de ordenación superpuestos a toda la suma de capas que conforman un lugar: desde la geológica hasta la antrópica significada por la adición o la jerarquización de algún estrato histórico producto de una intervención precedente. El valor de la visibilidad funciona en el paisaje como aquello que crea el lugar. Que lo identifica. Que lo celebra. Que da las claves para intervenciones futuras. La visibilidad da dirección. Focaliza. Expande.
Cuando el paisaje adquiere la densidad habitacional suficiente como para ser llamado urbano su percepción fragmentaria es lo que identifica una ciudad. Analizadas con un cierto detenimiento, cualquiera de las ciudades con más identidad del planeta, desde grandes conurbaciones como Nueva York hasta singularidades como Venecia pasando por capitales como París o Londres o ciudades de negocios como Barcelona o Milán se definen por una serie de paisajes muy heterogéneos, diversos, los contrastes de los cuales son aplanados por los habitantes, por los turistas, por los críticos, por los cineastas o por los poetas en busca de aquel continuo que crea una identidad sumando fragmentos discontinuos. Es conocida la voluntad del cineasta Michael Mann de rodar su película Heat (1995) en localizaciones inéditas de la ciudad de Los Ángeles, California, localizaciones que obvian cualquier punto de referencia conocido y exponen singularidades tales como una montaña de azufre que reposa cerca de algún nudo viario o espacios tan genéricos como un área de servicio de una autopista o los bajos de un rascacielos corporativo. El resultado es que la película aparece tan arraigada a la ciudad como cualquier otra que muestra todas las referencias urbanas conocidas. El imaginario de la película funciona revelando las pautas, los invariantes, el mínimo común denominador que explique la estructura de esta ciudad.
Esta manera de operar el imaginario colectivo queda ejemplificada con la serie de operaciones realizadas alrededor de la High Line de Nueva York. El este de Manhattan había sido históricamente uno de los parajes más degradados de la ciudad de Nueva York. Su rasgo identitario más relevante era la línea de metro elevada que conectaba longitudinalmente toda la zona, una especie de columna vertebral insalubre, foco de una contaminación acústica tan severa que había condicionado todos los edificios a su alrededor sea para blindarse contra esta condición, sea para convertirse en foco de marginalidad. El éxito de la rehabilitación de barrios como Chelsea forzó su obsolescencia.
En el momento en que su uso primario desapareció se convirtió en paisaje. Su estructura apareció por primera vez convertida en un valor tanto por su belleza intrínseca como por el hecho de que su demolición (aparte de ser cara) no mejoraba en absoluto las condiciones de una zona modelada en función de estas vías elevadas. El estudio Diller Scofidio+Renfro fue escogido para convertir la estructura en un jardín lineal doblado por un paseo para peatones. La estructura de conexión eficaz y ruidosa pasaba a convertirse en una infraestructura de ocio, en un hervidero de actividad ciudadana: peatones sin prisa, deportistas, etcétera. La aparición de la High Line como paisaje llevó a una voluntad de mejora urbana de manera inmediata. Los edificios que la rodeaban empezaron a dar la vuelta sobre sí mismos para acomodarse a la nueva condición confrontable del lugar. Buena parte de ellos han sido sustituidos por nuevos edificios de vivienda de lujo. El lugar se ha convertido en una especie de feria de arquitectura donde algunos de los profesionales más prestigiosos han dejado muestras de su manera de hacer. Nueva York es una ciudad marcada por el carácter vertical de sus edificaciones. Las nuevas no han sido una excepción. Su reiteración, su acumulación, su homogeneidad en volumen y en altura definen un paisaje horizontal discontinuo formado por la reiteración de elementos verticales heterogéneos. La High Line es el elemento que los liga. Algunos de los edificios son antiurbanos, autistas, proyectados como vehículos de lucimiento para promotores y propietarios orgullosos que lucen la firma del arquitecto como un trofeo, obras singulares, reclamos de venta o garantes de valor para viviendas caras, muy caras, finalmente reclamadas por la ciudad a través de esta infraestructura que discurre a pocos metros introduciendo una especie de cinética en su composición que los supedita a la ciudad. Es el caso del delicado edificio IAC, que el arquitecto Frank Gehry es capaz de expresar a través de las profundas contradicciones que presenta su composición: una masa de vidrio de volumetría difícil por sus proporciones es fragmentada en cuerpos irregulares de directriz vertical estratificadas a posteriori por unas bandas de serigrafía blanca que se funden mediante una hábil transición con las ventanas para que el objeto se convierta en un edificio expresado mediante inputs contradictorios: verticalidad versus horizontalidad, objetualidad versus definición por plantas y, en su relación con el entorno, el fuerte contraste entre su carácter mineral y la banda de plantas que corona la estructura de las vías, todo pórticos y pilares y columnas diferenciadas y colores oscuros, relación que se está perdiendo, o enriqueciendo, a medida que el entorno se va densificando. Recalcar, finalmente, que la High Line se erige como responsable directa de la aparición de la nueva sede del Museo Whitney, construida por el estudio de Renzo Piano en su mismo arranque como una infraestructura subsidiaria, un canto a la peatonalización y al uso de la línea expresado mediante una serie de terrazas exteriores y miradores destinados a fusionar el equipamiento con los jardines, a crear un continuo donde sólo las salas de exhibición están cerradas. El Whitney realizó con esta sede una apuesta urbana que huía de singularizar una pieza arquitectónica que tiene poco sentido por sí misma, sacrificándose en favor de su continuidad renunciando a construir el proyecto de ampliación de la sede original de Marcel Breuer, un proyecto mucho más interesante de Rem Koolhaas que, ocupando la parcela adyacente, disponía una especie de híbrido extraño que se desplegaba desde esta base relativamente pequeña para sobrevolar el edificio original creando una nueva composición que lo englobase y lo dejase convertido en el zócalo de esta entidad mayor, sede destinada a cambiar la manera en que los edificios entre medianeras que conforman el grueso del tejido de Manhattan se relacionan entre sí, no tan importante, finalmente, como lo que brinda esta nueva sede claramente inferior en términos arquitectónicos: la posibilidad de redefinir la relación de la ciudad con el peatón.
El paisaje puede implosionar. Si lo tomamos en los términos descritos, lo reducimos y lo privatizamos y lo podemos convertir en vivienda. La noción de la vivienda como paisaje es tan antigua como la propia humanidad. Independientemente de las intenciones de sus autores, la operación de pintar una cueva como la de Altamira con obras que aprovechan las irregularidades de la roca que les sirvió de lienzo apunta ya intenciones paisajísticas. La villa pompeyana es un paisaje. La primera fotografía de la historia, tomada alrededor de 1826 por Joseph Nicéphore Niépce, tiene como tema las vistas desde la habitación de Burgundy que servía al fotógrafo de vivienda, vista convertida en paisaje en virtud de esta imagen. Niépce escoge como tema para esta primera fotografía aquello que singulariza su vivienda, tema que ha sido uno de los invariantes de toda la historia del arte subsiguiente.
Esta vivienda paisaje que se mira a sí misma ha sido por siglos una de las maneras principales y más prestigiosas de concebir la vivienda. Las casas-patio, que incluyen las ya citadas villas pompeyanas que establecen relaciones entre sus partes a través de una enfilada de plantas centrales que establecen una secuencia de vacíos cubiertos y descubiertos, vacíos íntimos, privados, eventualmente sacralizados, erigidos en uno de los arquetipos de la vida familiar asociada al paisaje interior, tradición que continúa en la Alhambra de Granada y en todas las tipologías diversas de patios andaluces existentes. El vacío, la presencia de los elementos y la luz cambiante a lo largo del día han creado una mitología que ha convertido estas viviendas en un ideal. Las casas-patio han demostrado una enorme resiliencia motivada por su capacidad de mutación, lo que ha llevado este mito hasta la actualidad. Su mutación principal ha consistido en sacar el suelo del patio permitiendo su apilamiento, lo que ha conseguido que la tipología adquiera la densidad suficiente como para ser usada en los centros urbanos: la casa establecida desde las relaciones visuales continúa siendo plenamente vigente en el nuevo milenio.
Existen, sin embargo, otras maneras de convertir una vivienda en paisaje. La principal es la perspectiva: la casa, compacta, centrífuga, deja un vacío a su alrededor, un espacio de respiro desde el interior, un espacio desde donde pueda ser contemplada y valorada. El vacío se convierte entonces en un indicador de poder económico. Esta consideración empieza a ponerse interesante cuando los recursos son limitados y los vacíos empiezan a necesitar ser regulados por normativa en forma de distancias mínimas a lindes de parcelas mínimas. La tensión creada por estas distancias ha acabado por desarrollar tipologías híbridas entre el espacio exterior y el patio que se han revelado muy capaces de crear vivienda como paisaje. Lo que me lleva a la cultura que había obviado deliberadamente hasta esta reflexión: la japonesa, que trabaja con estas distancias mínimas retorciendo arquitectura y naturaleza para crear paisajes verdaderamente minúsculos. Es el Japón la cultura que ha sido capaz de definir con más autoridad la visibilidad como valor que estructura la vivienda del nuevo milenio con una reiteración de ejemplos de gran calidad que merece la pena analizar. El Japón y su capacidad de crear densidades elevadas concentrando cantidades ingentes de viviendas unifamiliares en muy poco espacio. El estudio japonés SANAA ha ido más allá en su capacidad de creación de tipologías híbridas entre las casas aisladas y los patios con su casa Moriyama en el barrio de Ohta-Ku de Tokio, entregada alrededor de 2010. La casa Moriyama confunde la casa con la parcela disponiendo los diez módulos construidos que conforman la parte construida dispersados por el terreno sin ninguna clase de conexión física entre ellos: baños, dormitorios, estudio, sala de tatami, estar, cocina, se construyen por separado en módulos que van desde poco más de un metro cuadrado hasta un máximo de diez o doce dispuestos entre ellos a distancias que pueden ser de menos de un metro. El centro de este complejo es un vacío escasamente formalizado de poco más de ocho o nueve metros cuadrados que en algunos puntos está conectado visualmente con la calle. La trama que organiza esta vivienda, pues, está formada por puro mâ, el espacio intersticial japonés continuo que se condensa alrededor de la vivienda y del habitante, activándose, consiguiendo que cualquier espacio que sea poco más que una grieta pueda tener domesticidad. La enorme habilidad de los arquitectos modulando los paños macizos y transparentes, la presencia de cortinas y, luego, la capa de uso en forma del abarrotamiento característico de los espacios japoneses acaban de conformar la domesticidad de este espacio urbano capturado en forma de vivienda. SANAA ha sido capaz de llevar este concepto a la vivienda colectiva con los apartamentos Nishinoyama de Kyoto, concebidos con el mismo recurso llevado un poco más allá gracias a una complejísima volumetría estructurada no en función de las habitaciones, sino de un sistema de cubiertas a una pendiente que van desaguando en direcciones diferentes los aleros de las cuales se conectan entre ellos por unos pocos centímetros de espacio vacío, verdaderas grietas que multiplican el interés tanto de los paisajes interiores como de su condición de espacios exteriores. Uno de los socios del estudio, el arquitecto Ryūe Nishizawa, es el que, de momento, ha llevado esto más al extremo con su casa urbana de Tokio, una minúscula vivienda que ni tan sólo se ubica en una parcela propiamente dicha, sino en los tres metros escasos que separan dos construcciones de siete u ocho plantas de altura que usan este espacio como depósito de aire para iluminar y ventilar parte de sus habitaciones. Nishizawa apila en este espacio cuatro pequeñas plataformas rectangulares de hormigón que se interrumpen a unos treinta centímetros de las fachadas vecinas, plataformas conectadas por un sistema de estrechas escaleras casi verticales. En este espacio el arquitecto crea un paisaje en forma de jardín convertido a posteriori en una casa cerrando y climatizando poca superficie más que la que rodea los muebles necesarios para la vida: una pequeña cocina, una mesa con sillas, una cama, los baños. El resto: plantas, cortinas que relacionan los habitantes con las medianeras con ventanas vecinas, con el pequeño patio posterior, con la calle. La intimidad es dada aquí por la asociación de las personas con las plantas, una relación física que dispone a los habitantes prácticamente sentados o tumbados en contacto directo con la vegetación. La casa de Tokio se erige en la vía más directa que conozco de dignificación de la vivienda mínima urbana al margen de cualquier consideración normativa, ligada con su entorno por la pura habilidad de un arquitecto que concibe un organismo que sería diferente sólo que se desplazase un metro en cualquier dirección. Soy consciente de la enorme distancia cultural que separa al Japón de nuestra manera de vivir. Hay algo, sin embargo, que es capaz de aplanar esta diferencia y convertir estas viviendas en modelo de algo, y es su cualidad, su capacidad de trascender las pequeñas distancias, de arquitecturizarlas convirtiendo programas menos que mínimos en ejemplos de gran dignidad.
FOTO: En junio de 2009 se inauguró en Manhattan el parque High Line, construido sobre la vía elevada de la extinta compañía de ferrocarriles New York Central Railroad./ Especial