Estaba siendo feliz

Abr 22 • destacamos, Ficciones, principales • 8837 Views • No hay comentarios en Estaba siendo feliz

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La súbita aparición de un personaje marcará el rumbo de la vida de una mujer entregada a la lectura de sus sentimientos

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POR DANIELA TARAZONA

Autora de El beso de la liebre (Alfaguara, 2012)

@dtarazonav

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La mañana era celestial. Ay, llevaba dos faroles en vez de ojos. Revelaba sonrojadas sus mejillas porque era torpemente feliz, debido al fluir del viento y al amor. El viento que la hacía verse más hermosa. Sostenía entre las manos una flor para el florero; se veía tan extrema en sus carnes, tan precisa y viva que parecía pintada por alguna especialista.

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Había viento dentro de la casa, sí. Su entorno era un reino de lo posible. No llovería aún; saldría el sol de la tina como una esfera de estambre ardiente. Si le hubieran preguntado el color de su ánimo, ella habría respondido: ana-ran-ja-do, como si mordiera un durazno. Casi cualquier gesto era ridículo entonces, es decir, se hallaba fuera de lugar. Prodigiosas caderas, prodigioso el mar que te trajo, amor —ella pensaba cosas así—. Las manos se le crispaban al recordar el cuerpo del amado, largo, de piel suave, resbaladizo como una serpiente. Ella se inclinaba ante él, hay que decirlo. Le tenía devoción. Se arreglaba el pelo en medio del vendaval frente al espejo —dicen que el viento en casa es de mal agüero— pero ella no lo sabía, o si lo sabía prefería ignorarlo; a veces era incapaz de notar los asuntos más elementales y así como andaba, perdida, su capacidad de discernimiento era nula.

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En el centro de la sala se formó una nube. En otro tiempo, estaría ella o alguien parecido a ella bajo la nube, derrumbada como un muerto; en el presente, la nube ensombrecía la mesita del centro y opacaba la esfera de cuarzo que estaba allí para contrarrestar las malas energías. Ella se detuvo ante la aparición. El cielo ha llegado a mi casa, la nube la has traído tú, amor —pensaba cosas por el estilo—. El solecito recién nacido había venido a ponerse junto a la nube acompañándola; el techo comenzó a calentarse y cayeron algunas gotas de agua desde la nube. Ella notaba el espectáculo con un gesto un poco bobo, a la manera de la rendición o la plenitud post coital, y no razonaba acerca de nada.

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Colocó las manos sobre el pecho y sintió un cosquilleo. No le dio importancia. Los días transcurrieron y la casa fue convirtiéndose en un mundo en miniatura. Creció una palmera que alcanzó el techo en la maceta del crotos y el crotos quedó tan pequeño junto a la soberbia, que ella no pudo mas que reír. Estaba siendo feliz.

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Él llegaba siempre a la hora que prometía y se iba un poco después. Dejaba el aire endulzado. Y ella iba oliendo su rastro mientras daba pequeños brincos, sí, como una niña pequeña.

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Fue la misma mañana en que el viento llegó a la casa, pero ella no se dio cuenta. No sucedió primero por sentir comezón ni tampoco por la felicidad. Los primeros signos fueron imperceptibles e invisibles. Sólo alguien con una lupa sobre la piel de su pecho podría haberse dado cuenta.

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Primero, aparecieron sobre la piel las tenazas dispuestas como dos estrellas equidistantes del pezón izquierdo. Con el paso de las horas, fueron dibujándose las patas, luego la mandíbula y, por último, el caparazón. Ella tuvo, al final de la tarde, el cuerpo de un cangrejo en el pecho y, a la mañana siguiente, el cangrejo cobró vida, era de color violeta, y estuvo sobre ella como una garrapata inmensa, encarnado, chupándole la sangre y la alegría, hasta que vio en el caparazón el nombre de su amor grabado. Entonces, lo pronunció, y el cangrejo se desprendió de su pecho dejándole cinco heridas con forma de asteriscos que fue curándose con merthiolate. Ella convalecía cuando el cangrejo salió por la puerta entreabierta del balcón y se escuchó el roce de su caparazón contra el canto de la madera.

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Sometida en la pantalla no entreve el paso del tiempo. Recorre con los ojos las líneas, y no sabe qué sucede alrededor suyo. El aire es frío en una primavera de árboles rapados en la ciudad. Está esperando ¿a qué? Los niños del edificio corren por la escalera y vienen a su puerta para dar golpes. Vieron luz, quieren entrar. Ella se sobresalta.

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Ha dejado caerse días sobre la cama; llegó al tercero con dolores en la espalda.

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Le dijo que, al dormir, su respiración era exacta. Fueron palabras de él: bajaron por la lengua hasta llegar a la punta y ensalivaron el pabellón de su oreja y entraron a su oído y zumbaron como la voz de un contralto. Ella las creyó.

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La nube permanece en la sala, ahora es irreal: un amasijo de algodón suspendido en el aire. El sol está rojo y opaco. En un acto consecuente, ella se acuesta en el suelo frío como una muerta. Transcurren unos minutos, ella tiene los ojos cerrados. Llaman a la puerta y abre. Es él. Su rostro está húmedo de sudor. Cuando ella gira hacia la sala para mostrarle la nube y el sol, ya no hay nada que ver.

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El cangrejo ha entrado por la puerta del balcón. Ella no lo encontrará hasta la mañana siguiente.

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La sed es insaciable. Ellos se lamen. La puerta del cuarto está cerrada. Ella piensa en una gallina que tiene el cráneo atravesado por una cicatriz. Él en la disolución de los objetos: la cortina no es una cortina, el armario no es un armario, no más.

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El cangrejo ha trepado por el mueble de la cocina hasta alcanzar las hornillas de la estufa. Ella despierta a las 7:40 de la mañana. Va a encender el calentador de agua y, de reojo, descubre al cangrejo con sus brillos violáceos; mueve las tenazas, está vivo y pide algo a cambio.

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Ella se enguanta las manos y coge el cuchillo. Con su mano fuerte, la derecha, pesca al cangrejo. Lo sostiene contra la mesa, mientras busca una tabla para picar. Cuando lo pone encima, escucha la voz del cangrejo (que no cualquiera sería capaz de oír), el cangrejo le dice: “no te quiere”, en un chillido. Ella ya lo sabía. Movida por un deseo ancestral, clava el cuchillo entre las antenas del animal, sigue hacia abajo y quiebra su caparazón como si estuviera cometiendo un crimen. Luego, complicada por los guantes, arranca el caparazón y descubre su interior: allí está su propio corazón latiendo, rojo y húmedo.

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Ella pone su corazón en un cuenco de cristal. Tira a la basura el cuerpo vacío del cangrejo y, con un poco de temor —sin olvidarse del amor que ha sentido por el hombre—, lleva el cuenco con su corazón a la sala; se detiene en seco al mirar la palmera que está marchitándose ante sus ojos y entonces decide, en medio de la misma desorientación que ha tenido desde el otoño, que debe sembrar su corazón en la maceta del crotos. Se quita los guantes, saca la tierra con las manos desnudas y pone al corazón allí, entre las raíces de la planta. Parece una brujería. En silencio, ella cubre el corazón de tierra.

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Antes de dormir, se lleva l a mano al pecho sólo para comprobar que está en lo cierto: no siente latidos. Su corazón es aquel. Y cuando está yéndose hacia el sueño, recuerda que hay una gallina con una cicatriz carnosa en la cabeza. Su respiración es exacta.

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Ilustración de Rosario Lucas

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