Esther Seligson: Una rítmica evasión hacia otros mundos

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POR GENEY BELTRÁN FÉLIX
Autor de la novela Cualquier cadáver (2014) @GeneyBeltran

 

 

Se ha vuelto ya un lugar común asignarle la etiqueta de “autor de culto” o “raro” o incluso de “escritor para escritores” a no pocos prosistas y poetas mexicanos del siglo XX que publicaron obras bien recibidas por algunas voces críticas pero que pasadas las décadas prácticamente no circulan en librerías, o que son rescatadas cada cuándo sin que esas reediciones terminen por colocar en un sitio más visible la defendida valía del nombre en cuestión. El panorama parece entonces el de un país literario habitado por numerosos autores marginados, o periféricos, al que amigos, alumnos y un puñado de lectores reivindican, en un festival de monólogos sin resonancia, como altísimas figuras de las letras. Y sí, en ese panorama, incurriendo en el lugar común, se encuentra la extraordinaria Esther Seligson.

 

Fallecida en su natal ciudad de México hace cinco años, el lunes 8 de febrero de 2010, a la edad de 68, Seligson publicó su segundo libro de relatos en la prestigiada Serie del Volador de la editorial Joaquín Mortiz (Luz de dos, 1978) y en 2005 y 2006 el Fondo de Cultura Económica le editó, en la colección Letras Mexicanas, dos antologías: una de ensayos (A campo traviesa) y la segunda de narrativa (Toda la luz). Fuera de estos títulos, los demás que componen su obra se dieron a conocer en sellos universitarios o independientes, algunos de vida efímera y casi todos de escasa contundencia en el rubro de la difusión y la distribución: la UNAM, la UAM, la UACM, Bogavante, Novaro, La Máquina de Escribir, Artífice, Hoja Casa Editorial, Páramo y, sobre todo, en su querida Ediciones Sin Nombre. Después de su muerte, Bruguera lanzó el libro de memorias Todo aquí es polvo (2010) que, ante la baja venta, duró poco en los estantes de las librerías, con todo y que se le asignó el Premio Colima, del Instituto Nacional de Bellas Artes.

 

Retomo estos avatares de índole editorial para enlazarlos con una arista que atañería a la naturaleza literaria de Seligson: es congruente con el temple —aunque injusto con la calidad— de su escritura que sus libros circulen tan poco. No me refiero a que la propia Seligson, dominada por una mezcla de aristocrático orgullo y extrema timidez, nunca hizo el menor esfuerzo por concurrir en los sellos trasnacionales ni por cabildearse premios aquí y allá; más aun, el carácter franco y retador de su persona poco hacía para dotarla de habilidad en el género literario que más ayuda la carrera de los escritores en México: las relaciones públicas. Me refiero, más bien, a las características intrínsecas de su narrativa. De entrada, su obra hace casi nulos intentos por dialogar con lo real inmediato, lo real político de todos los días, que le habría permitido establecer alguna afinidad con la conversación que a la mayoría de lectores en México, supondríamos, cree importarle más. Su mirada no estaba en lo social ni lo histórico. Pero también hay algo más, y no sólo un desencuentro de intereses temáticos con los lectores. Seligson asume riesgos técnicos que podrían asignarle el tenor de experimental y rupturista a su prosa narrativa: buena parte de sus textos se reniegan a la sumisión de aquello considerado usual o necesario en cierta franja más hospitalariamente recibida por el mercado, como el desarrollo de una historia, la construcción dramática y la psicología del personaje. Es decir, no hay drama en su ficción: los hechos usualmente ya han ocurrido, y lo que se registra es la forma en la que la consciencia y la sensibilidad los reviven, explican o reconstruyen.

 

Esto se advierte ya en el debut literario de Seligson en 1969, con su libro Tras la ventana un árbol; por ejemplo, en el relato “El encuentro”. Adriana, una joven, entra al departamento en que se ha estado viendo con su amante. Él no está. Poco a poco irá quedando claro que esa visita es una silenciosa despedida: a como transcurre la espera, y se despliega la prosa —por cierto, de una punzante, envolvente belleza—, Adriana vuelve a vivir en su memoria algunos de los momentos de esa relación que termina. Cuarenta años después, en uno de los últimos relatos que escribió —“La mendiga de São Domingos”, incluido en los póstumos Escritos a mano (2011)—, Seligson da la voz a una pordiosera lisboeta que, percatándose de cómo se le aproxima la muerte, va hilvanando percepciones y recuerdos en un libre y, por lo demás, riquísimo flujo verbal.

 

Seligson se resistía a concebir la escritura como una tarea disciplinada que conduciría cada tanto a redondear un proyecto y que podría ser programada a priori de acuerdo a líneas, estructuras fijas o fórmulas; no infrecuentemente se deslindaba de calificar genéricamente lo que escribía, y prefería recurrir a la simple palabra “textos”, englobando ahí, etimológicamente hablando, “tejidos” en los que hacía convivir los hilos y atributos de un cuento, un relato, un poema en prosa o un ensayo personal. Con lo anterior quiero decir que Seligson es una escritora no de proyectos sino de procesos. Tenía la costumbre de llevar consigo libretas en las que, a la manera de una bitácora, lo mismo deslizaba el recuento de algún hecho del día, o de un sueño, que aforismos, microrrelatos, citas de sus lecturas o simples metáforas. Varios de sus títulos, como Indicios y quimeras (1988) o Hebras (1996), serían vistos como “libros de varia invención”: la recopilación, hecha con ánimo recapitulatorio, de textos que, al haber sido escritos a lo largo de un determinado periodo, compartían sobre todo un estado de ánimo, las señales distintivas de una estación de su vida.

 

Pero no se trata de un fárrago diarístico vertido en un molde que oportunista o postizamente finge experimentación e hibridez. Seligson utilizaba aquello que surgía de sus cuadernos y podía elegir destinarlo hacia distintos moldes. Algunos textos, brevedades de origen, preservaban su forma y se veían agrupados en series, como ocurre con los aforismos y las minificciones incluidas en la segunda sección de Cicatrices, su último libro publicado en vida, en 2009. En otros casos, el flujo de escritura nacía mucho más generoso y, aunque en un principio no tuviese ella —según confesó más de una vez— claro el punto final, el ímpetu de la prosa la llevaba a desarrollar textos sustancialmente extensos, a los que posteriormente hacía pocos cambios. Uno de sus libros más personales, Todo aquí es polvo, tuvo un desarrollo paradigmático: sabedora de su probable muerte cercana, hacia 2009 la autora releyó y literalmente destazó páginas y páginas de sus diarios y su correspondencia a lo largo de décadas y con esos fragmentos fue armando el río verbal del que originalmente ella pensaba sería una novela pero que terminó exigiendo ser un libro de memorias.

 

En cualquier de estas circunstancias, sus textos narrativos alegan una estructura muy libre, a menudo sinuosa o irregular, que parecería el resultado de una suerte de trasmutación en palabras de lo que surge a través de asociaciones libres en la deriva del pensamiento, propio de quien ejercía la escritura con la compulsión de un proceso vivo, una deriva permanente que podría ir, partiendo de un impulso de introspección o autoexamen, hacia las escalas de la memoria, la imaginación —en el doble sentido de fantasía y producción de imágenes— y la reflexión. En muchos de sus textos —como en su primera novela, Otros son los sueños (1973, que le valió el Premio Xavier Villaurrutia)—, la autora buscaba en efecto la reactualización verbal de procesos interiores, es decir, que la estructura fuera adquiriendo la forma que toma la percepción humana en instantes determinados de la existencia, esos en los que se constata un irrefutable poder transformador actuando sobre la psique de los personajes. Y esto no era un simple enmascarar lo autobiográfico: su capacidad de desdoblamiento la llevó a recuperar figuras de la mitología griega, como en Sed de mar (1987), o de la antigua historia judía, como en La morada en el tiempo (1981), para reescribir el mito desde el ángulo de la intimidad, rastreando las parcelas de la pasión, el desamor, los celos, la soledad, es decir, haciendo ver en las figuras arquetípicas de Penélope o Jacob las emociones en su inmediato suceder, y esto a través de una prosa de elevaciones líricas, audaz en su construcción metafórica, de una deslumbrante complejidad sintáctica y, por cierto, con una filosa penetración analítica.

 

Esta búsqueda de los pliegues no inmediatamente visibles de la existencia se relaciona con la “rítmica evasión hacia otros mundos”, como se lee en un relato de su primer libro: la exploración que hace de los ámbitos de la ensoñación, la fantasía, el mito, la emoción, la posibilidad significa una ampliación de las capacidades sensibles, de modo tal que su prosa, desentendida, según decía al principio, del contexto político o social, a lo que aspira es no a concentrarse sólo en el presente, para así hacer ver la existencia humana en su multiplicidad de tiempos: el pasado, el presente y el futuro, pues por ello reúne la memoria, la experiencia y la especulación. A raíz de esto, tampoco es fácil extraer de Seligson posturas ideológicas o filosofías, ella que por lo demás conoció en profundidad el pensamiento de Levinas, Jankélévitch y Cioran: más que conclusiones o visiones de la vida, su lectura actualiza la experiencia, el suceder de la vida en su incertidumbre, su ambigüedad desconcertante.

 

No es de extrañar así que la narrativa de Seligson sea asumida como una escritura densa y sofisticada, difícil o exquisita, pues pide concentración y detenimiento a los lectores. Esos adjetivos, esas advertencias —como han señalado José María Espinasa y Alejandro Toledo— dicen menos de heterodoxia de Seligson que de la estandarizada, poco exigente medianía que hay en mucha literatura circundante. Por eso, es congruente que los libros de Esther Seligson circulen tan mal: es una experiencia de lectura llevada al límite, una creación radical inasimilable por una época apresurada y ligera. Nada menos complaciente que la narrativa de Seligson y, al mismo, nada más abierto al viaje hacia otras más amplias y poderosas realidades.

 

 

 

Fotografía: Las hermanas Silvia (izquierda) y Esther Seligson, en noviembre de 1950 / Foto: Archivo Esther Seligson

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