¿Matrimonio o crematorio?
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En dos extremos de la vida, las autoras de La matchbreaker y La bailarina de Auschwitz señalan el estigma en el que siguen viviendo las mujeres sobre el futuro de su propio cuerpo
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POR ETHEL KRAUZE
Una joven mexicana de origen judío sirio es enviada por la familia a Nueva York, con el objetivo puntual y único de conseguir marido, pues está acercándose a la peligrosa edad de los treinta años, lo que significa el inicio de un proceso de devaluación irreversible. Para eso hay una aplicación en línea impecable, liderada por las modernas casamenteras, migrantes digitales armadas hasta los dientes en tecnología para cumplir en dólares el cometido matrimonial.
La fila de las postulantes es larga y sinuosa. Los futuros maridos deben darle clic al perfil para agendar una primera interacción a distancia. Luego, el primer encuentro en persona, en un sitio neutral que no debe durar más allá de lo indispensable con un manual de reglas de vestuario y conducta apropiados para ser elegida hacia una segunda interacción. Las postulantes suelen ser desechadas por motivos desconocidos para ellas, a pesar de haber seguido al pie de la letra el manual. El proceso de selección resulta altamente angustioso pues en cualquier momento de los pasos, que pueden ser de una a seis interacciones antes de llegar a la intimidad, lapso que se considera apropiado, los futuros maridos pueden desaparecer de la red sin previo aviso. Y pueden, reaparecer semanas después, con un simple clic y reverdecerlas con la promesa del matrimonio.
Del otro lado del mundo, una joven húngara de origen judío es enviada con la familia a Auschwitz, con el objetivo puntual y único de ser eliminada, pues su condición racial ha sido considerada altamente peligrosa para el progreso de Alemania y su imperio universal. Para eso hay una aplicación concreta impecable, liderada por militares y científicos especializados, armados hasta los dientes en las tecnologías de tortura y gasificación para cumplir con crecer el cometido del exterminio total.
La fila de las postulantes es larga y sinuosa. Los inspectores deben dar la seña de la derecha o la izquierda para agendar la primera interacción. El primer encuentro en persona es al desnudo, sólo de ellas, claro. La cualidad apropiada es ser jóvenes, sanas y fuertes para pasar hacia una segunda interacción. Las que no cumplen estos requisitos suelen ser desechadas por motivos desconocidos para ellas, a pesar de haber puesto su mejor cara y erguido lo mejor posible el cuerpo. El proceso de selección resulta altamente angustioso pues en cualquier momento de los pasos, que pueden ser incontables, los inspectores pueden reconsiderar y reasignarlas hacia la limpia extinción en el crematorio.
Estas no son escenas ficticias. Sus autoras lo hacen expreso. Han salido de sus vivencias directas. No lo esconden, por el contrario, son conscientes de que están escribiendo una novela basada en hechos personales. Lo hacen porque desean mostrar al desnudo las realidades a las que se han enfrentado. Lo hacen como desahogo y liberación, como crecimiento y aceptación. Pero, sobre todo, asumen que sus historias podrán servir de lente de aumento a quienes no han mirado, o no han querido hacerlo, el estigma de doble cara en el que siguen viviendo las mujeres, especialmente las jóvenes, sin solución de continuidad, en cualquier época y en cualquier país.
Median acaso setenta años entre ambas escenas, y, aunque parecen diametralmente opuestas, tienen el mismo eje: la fila de espera donde las mujeres siguen esperan un destino. No es casual que sean dos autoras judías, y esto es lo resulta más dramático, quienes levanten la voz con su pluma. Para ambas, es su primera novela, y ambas escriben y publican ahora, sus obras acaban de ser publicadas y se dan la mano en las novedades editoriales. Y son, en verdad, excelentes ejemplos de prosa literaria.
La matchbreaker, de Teresa Zaga-Cohen, sale en Literatura Penguin Random House y La bailarina de Auschwitz, de Edith Eger, en Planeta. Sus autoras están en los extremos de la vida, la primera de treinta y cuatro años; la segunda, de noventa y tres. La primera es una obra escrita en breves capítulos cuyos títulos son el guiño siempre irónico, ácido, sardónico, fársico, de las escenas donde todo sale al revés y la búsqueda del marido se va convirtiendo en una espiral hacia el fondo de la desesperación y la tristeza. Se acompañan de las descripciones de la vida neoyorkina y de la vida interior y su deconstrucción. La segunda, también en capítulos, se asienta en escenas imborrables y persecutorias de la muerte en vida en el campo de concentración, y, lo que hace de esta obra punto y aparte frente a otras sobre el mismo tema, se interna en la forma en que la autora y protagonista emergió de la espiral de muerte y se reconstruyó.
Ambas, una frente a otra, son obras de enseñanza, con la humanidad en la mano, que muestran no precisamente la locura, la maldad o la estupidez del mundo, sino la manera en la que nos convencemos de ellas, nos sumergimos y nos perdemos ahí.
Y, sobre todo, cómo se pueden recoger los pedazos, meterlos en el bolso del corazón y compartirlos en forma de novelas, intensamente escritas, con los demás, acaso, para poner un poco de sensatez en este mundo.
FOTO: La matchbreaker, Teresa Zaga-Cohen, México, Grijalbo, 2018, 495 pp. / La bailarina de Auschwitz, Edith Eger, México, Planeta, 2018, 416 pp.
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