Everardo González: El testigo silencioso

May 24 • destacamos, principales, Reflexiones • 4866 Views • No hay comentarios en Everardo González: El testigo silencioso

 

REBECA JIMÉNEZ CALERO

 

En la última década, mientras el cine mexicano de ficción sufría altibajos en su calidad, reflejada muchas veces en las opiniones de los críticos que presenciaban las proyecciones en festivales, el cine documental parecía conservar casi siempre un mismo estándar: historias interesantes, realización impecable, nuevas propuestas narrativas; a pesar de esto, el documental parecía quedar siempre lejos de encontrar una salida a los grandes públicos. En realidad no fue hasta hace muy poco tiempo que el cine de no ficción pudo hacerse de un lugar en las grandes cadenas exhibidoras, quienes finalmente se dieron cuenta de que este cine también podría interesar a los espectadores; tal fue el caso de Presunto culpable (Roberto Hernández, Geoffrey Smith, 2008), que se convirtió en un fenómeno de taquilla. Este ejemplo mostró a todos lo que ya era evidente para algunos: que el cine documental mexicano se encontraba en un momento sumamente interesante desde hacía ya varios años, sólo había que voltear a verlo. Y así como había directores reconocidos por sus trabajos de ficción, también los había en el documental, cineastas que desde que comenzaron sus carreras decidieron enfocarse en personajes y situaciones reales. Uno de estos directores es Everardo González.

 

Nacido en 1971, González estudió comunicación social en la Universidad Autónoma Metropolitana antes de ingresar al Centro de Capacitación Cinematográfica; es probable que este antecedente sea una de las grandes influencias en su cine, ya que se percibe en él un acercamiento de tipo etnográfico, como quien realiza una investigación previa antes de abordar el objeto de estudio. Sin embargo, sus películas distan demasiado del documental televisivo de divulgación o didáctico; tampoco es un cine de denuncia o de propaganda. Se trata más bien de aproximaciones a ciertos temas —una pulquería, unos ladrones de antaño, un sacerdote salvadoreño, un ejido en Coahuila— en los que el director se adentra, literalmente, para compartir desde muy cerca su particular punto de vista.

 

En sus cuatro largometrajes hasta la fecha, Everardo González muestra un especial interés por el testimonio directo, por colocar la cámara frente a las personas y entrevistarlos, dejar que hablen, que se muevan e interactúen en sus propios espacios. Al director no le interesa intervenir, ni formar parte de la historia que está contando; no obstante, gracias a ciertos indicios, uno se da cuenta de que, si bien no tiene una injerencia directa, González está ahí, los protagonistas notan su presencia, pero lo importante es que ésta no altera la cotidianidad de lo presentado, sino que pareciera ser parte de los que vemos en pantalla. Quizá una de las cualidades del cine de Everardo González es que la cámara misma no se percibe como el extraño que invade, sino como el testigo silencioso que no enturbia el entorno.

 

Esto se nota desde su primer largometraje, La canción del pulque (2003), relato ubicado en dos espacios: una plantación de magueyes en el estado de Tlaxcala y una pulquería en la colonia Escandón en la ciudad de México. La narración paralela permite ver, por un lado, a un grupo de hombres que se dedica al cultivo del maguey, la extracción de aguamiel y la fabricación del pulque y, por el otro, a los asiduos de la pulquería La Pirata, quienes consumen alegremente el producto terminado, acompañados por las canciones que interpreta Héctor Zamora, conocido como El Cantarecio.

 

La canción del pulque es una exploración en torno de esta bebida pero sobre todo de las personas que viven de y para ella. Por un lado, los tlachiqueros, quienes cultivan el maguey y producen el pulque a través de un proceso artesanal, el cual incluye rezos colectivos para que todo salga bien. Por otro, los consumidores, hombres que se reúnen para beber, unos en vasos, otros en jarras, el viscoso líquido, ya sea natural o curado con infinidad de sabores.

 

Los hombres en la pulquería se muestran despreocupados, divertidos, relajientos; en un ambiente predominantemente masculino las bromas y los albures están a la orden del día y los efectos del pulque finalmente derivan en reclamos hacia el sexo opuesto: “Son bien traicioneras las mujeres”. Las mujeres, que beben pulque en un cuarto aparte, suelen esconderse de la cámara, no así los hombres, que hablan ante ella como quien está frente a un amigo. “¿Qué pasa si se acaba el pulque?”, les pregunta el director, “Nos lleva la chingada”, responde seguro uno de ellos.

 

En Los ladrones viejos. Las leyendas del artegio (2007), su segunda película, Everardo González hace algo que no hizo en la primera: recurrir a imágenes de archivo, una de las prácticas más recurrentes del cine documental. De hecho, la cinta abre con imágenes en blanco y negro de la prisión de Lecumberri, sus pasillos y celdas son recorridos al tiempo que se escuchan las voces de algunos hombres que cuentan, uno a uno, sus andanzas. Finalmente, vemos en plano medio y close ups los rostros de cuatro personajes apodados El Carrizos, Fantomas, Chacón y El Burrero, quienes hace ya varios años “trabajaron” como ladrones, oficio que, según ellos, tenía sus propias reglas y códigos, además de su artegio, es decir, el sistema que tenía cada delincuente para robar.

 

Aunque se trata de una narración a varias voces, es El Carrizos quien acapara los reflectores; como él mismo afirma, él era una especie de cheque al portador para la policía: quien lo capturara recibiría un ascenso. La fama de El Carrizos era legendaria: sus propios colegas afirmaban que se trataba de alguien que trabajaba limpiamente, sin violencia, cualidad que no observan en los ladrones de hoy en día, los cuales matan a sus víctimas. A El Carrizos le gustaba vestir bien, sus trajes evitaban que la gente lo viera sospechosamente y de esa forma lograba meterse a las casas de las personas para robarlas, aunque eso sí, siempre elegía hogares acaudalados, porque él siempre le quitaba al que le sobraba, nunca a quien no lo merecía.

 

Esta especie de Robin Hood citadino se volvió célebre al robar la casa del entonces presidente Luis Echeverría y fue precisamente uno de sus artegios —el usar una funda de almohada para llevarse el botín— lo que lo delató. Sin embargo, el relato de El Carrizos también abarca el otro lado de la moneda, el de la corrupción policiaca que le permitía entrar y salir de la cárcel; podía cometer ciertos robos siempre y cuando pagara su cuota y así ayudaba además a que algunos agentes fueran ascendidos.

 

La cinta alterna entre las imágenes de archivo de los años setenta que giraban en torno al incremento de robos en la ciudad y los testimonios que tienen lugar en la prisión, lugar en el que estos ladrones viejos siguen purgando sus condenas. “¿Se siente usted satisfecho de su camino como ratero?”, pregunta un reportero a El Carrizos tras su detención. “Como ladrón, señor”, aclara el recién aprehendido, mostrando orgullo por su profesión. Años después, en una especie de confesión, afirma: “Tengo que pagar mis errores […] Así son las cosas, señor Everardo”.

 

El siguiente proyecto fue otra historia que precisaba asomarse a varios archivos, pues se trataba de un caso ampliamente documentado. Al inicio de El cielo abierto (2011), vemos en pantalla algunas fotos de monseñor Arnulfo Romero y escuchamos en la banda sonora su voz cuando oficiaba una misa; sus palabras son interrumpidas por unos disparos y la pantalla se va a negros. Esta es la crónica de un asesinato anunciado, la del sacerdote que se erigió como la voz de los sin voz, la del hombre que les dijo a los pobres que debían luchar por mejores condiciones de trabajo y que, por ello, fue acusado de comunista y finalmente exterminado, al representar una amenaza para los intereses capitalistas.

 

El cielo abierto no es una elegía a Romero, ni una denuncia contra quienes le quitaron la vida; más bien es un acercamiento a quienes se vieron afectados por sus palabras, y que gracias a ellas tomaron conciencia de su propia realidad y trataron de cambiarla. Por ello, el director no sólo hace uso de las palabras del sacerdote, sino también de las personas que lucharon, de los sobrevivientes de la guerra civil que tuvo lugar en El Salvador. Son los testimonios de mujeres y hombres en sus propias casas los que dan vida a esta reconstrucción de los hechos; al igual que en Los ladrones viejos, la cámara se ubica frente a los rostros de las personas que recuerdan desde las lecciones de los sacerdotes que precedieron a Romero y las homilías de este, así como las palabras exactas que utilizaron sus torturadores. La represión hacia quienes se habían organizado en guerrillas se acrecentó: “Poco a poco nos dimos cuenta de que aquí matar era muy fácil”, cuenta uno de los entrevistados.

 

La gente abre sus casas y deja entrar la cámara en sus vidas, marcadas por recuerdos dolorosos, pero también por huellas de valentía. Y muestran con orgullo los vestigios que conservan de monseñor Romero: fotos, ropa, aquella vieja máquina en la que le escribió a Jimmy Carter pidiéndole que ya no enviara armas a Centroamérica. El cielo abierto es una reconstrucción de la memoria colectiva a partir del testimonio de las personas que tienen algo que contar, que confían en que quien está detrás de la lente los ayudará a preservar lo que sucedió.

 

Al tiempo que Everardo González trabajó en esta película en El Salvador, también lo hizo en otra que tenía que ver con una región muy específica de México, un ejido en el estado de Coahuila con un nombre peculiar: Cuates de Australia (2011). Los habitantes de este rancho se ven obligados a realizar año con año un éxodo debido a la sequía; sin embargo, las familias regresan siempre a su lugar de origen. “¿Cómo puede estar la gente aquí?”, pregunta el cineasta a uno de los habitantes, “Porque aní nació, creció, se casó y no hay más”.

 

El acercamiento de González a la gente y al fenómeno que ocurre en Cuates de Australia es similar al de La canción del pulque: el director convivió durante varios años con los habitantes del ejido para poder ganarse su confianza y permitir que le dejaran filmar. De esa forma pudo entrar a algunas casas, a la escuela, a los ranchos, y pudo atestiguar su vida cotidiana; la cámara es testigo del trabajo de los ganaderos, de las carrera de caballos que se organizan, de los ensayos de los niños en las escuelas y, desde luego, de la falta de agua que en algún momento orilla a las personas a abandonar el lugar. Un estanque enorme del que beben por igual animales y seres humanos es una especie de medidor que indica el momento de partir: en cuanto se seca, se termina la vida.

 

Sin embargo, es justamente la analogía con la vida la que se utiliza como eje central de la narración: una mujer embarazada acude con el doctor, vemos su ultrasonido y un diagnóstico que indica desnutrición en el bebé; sin embargo, este nuevo habitante de Cuates de Australia nace al tiempo que la lluvia finalmente hace acto de presencia. El líquido vital regresa al ejido y, con él, la gente, fuertemente apegada a sus raíces: “Para tener un pedazo de tierra hay que sufrir”, afirma uno de ellos.

 

El cine de Everardo González logra no poca cosa: hacer que el espectador se sienta cercano al espacio que la cámara “invade”. A diferencia del cine de ficción en que la diégesis se crea justamente para el registro cinematográfico, la del cine documental existe independientemente de éste; si uno quiere ver esa realidad en la pantalla, hay que meterse, adentrarse, acercarse, y González posee esa cualidad para estar ahí —e invitarnos con él— de manera casi orgánica. Sus entrevistados se ven a gusto frente a la lente, como quien habla con alguien muy cercano; no por nada en ocasiones son ellos mismos, los protagonistas, los que evidencian la presencia del director. En Cuates de Australia un niño se baña a jicarazos mientras su cuerpo tiembla: “Es que está helada, Everardo”, le dice. Everardo está ahí aunque no lo veamos; esa cercanía natural, aunque no lo parezca, no es fácil de conseguir, y nos permite a nosotros como espectadores adentrarnos fácilmente en esa realidad que el cine documental se propone retratar.

 

*Fotografía: Still de “Cuates de Australia” (2011)./ ESPECIAL

 

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