Fábula de Polifemo y Galatea

Sep 7 • destacamos, principales, Reflexiones • 8408 Views • No hay comentarios en Fábula de Polifemo y Galatea

POR GABRIEL BERNAL GRANADOS

 

Dormir es una de las actividades más comunes y enigmáticas del hombre. En promedio, una persona debería pasar dos tercios de su vida despierta y el tercio restante durmiendo. Lucian Freud no entiende el sueño en el sentido romántico del término. Tampoco da pie, en su obra, a conjeturas de orden psicológico. En sus cuadros, el sueño es un estado de la materia donde el individuo se muestra tal como es.

 

Los interiores de Freud no son escenarios, ni sus modelos personajes. En su obra, Freud no representa un teatro sino una serie de fabulaciones sobre la relación que se produce al interior de un estudio entre el artista y su modelo.

 

Cuando se lo han preguntado, Freud ha reconocido no saber demasiado de la obra de su abuelo, Sigmund Freud. No obstante, en sus cuadros hay reminescencias objetivas de los componentes de la teoría psicoanalítica, no tanto para glosarla como para negarla. La imagen del individuo no puede desprenderse de la relación de sus sueños o de la narración azarosa de los acontecimientos de su infancia. En los cuadros de Freud, las personas simplemente reposan, liberando su cuerpo a los flujos de la inconsciencia.

 

Los interiores de Freud, con sus sillones de cuero y sus muros desleídos, nos remiten por un lado a los consultorios médicos de la Viena finisecular y por el otro, al taller desordenado de un artista que tuvo una influencia preponderante en las primeras décadas de la pintura de Freud, Francis Bacon.

 

En 1952, Lucian Freud pinta un retrato notable de su colega y mentor Francis Bacon. La cara ovalada de Bacon ocupa todo el panel (óleo sobre cobre), dándole al retrato un acabado engañosamente gráfico. Como en la mayoría de los retratos en los que Freud tiene una familiaridad considerable con la persona retratada, en éste Bacon aparece de frente, pero con los ojos ligeramente entornados. No mira hacia ningún lado y parece concentrado en sus pensamientos. Pese a ser plano, el rostro está ligeramente alargado hacia ambos lados, como si se tratara de un reflejo sobre la superficie lustrosa de un picaporte. Un gajo de su abundante cabellera le cae sobre la frente; esto y la luz que ilumina la mitad de su rostro nos haría suponer que Francis Bacon está triste o melancólico. Pero el rostro se aleja de nuestra percepción en el tiempo y el espacio del retrato, y comprendemos entonces que la percepción de Freud es mucho más íntima y profunda que la nuestra: hay un lazo oculto entre el retratista y su modelo, y una relación que contradice el vasallaje de uno respecto del otro.

 

En Desnudo durmiendo (1951) Freud ha levantado un túmulo. ¿La muchacha duerme o está muerta? El tema del cuerpo, pintado con esa perfección, hace pensar de nuevo en la ecuación romántica que iguala el sueño con la muerte. Pero este cuadro es más un ensayo sobre la piel y la forma suave en que las manos se posan sobre el estómago. De hecho, esas manos son tan suaves como guantes, desprendidos de los brazos y colocados sobre el cuerpo. ¿No es el cuerpo una expresión de ese morbo metafísico, en el que las manos, el torso y la cabeza conforman una serie de símbolos si se les mira en su conjunto, pero que cobran la independencia de los hechos si se les disecciona y se les aprehende por separado?

 

En el retrato de la Gorda Sue no hay esta disparidad de elementos. Se trata de un todo cohesionado gracias a las pinceladas longitudinales que crean la ilusión de estar pisando una duela y las pinceladas minuciosas y rítmicas que le dan su consistencia a la piel del rostro, los senos y la barriga. Rubens visto con el humor de un Hogarth, en un escenario propio del ojo clínico de un Velázquez.

 

Benefits Supervisor Sleeping (1995) no sólo establece una relación interesante y plausible con el Desnudo durmiendo, sino que reitera un tema adherido a las subtramas conceptuales y librescas de las pinturas de Freud. La serie de retratos al óleo de la trabajadora social Sue Tilley retoman el motivo de la ninfa que duerme en el interior de un cuarto, en la gran ciudad.

 

Sue Tilley reaparece en el cuadro Durmiendo con el tapiz de león (1996). Esta enorme tela vertical puede leerse como un monumento al tedio contemporáneo. Sin embargo, la atmósfera del retrato, en el que predominan las tierras oscuras, hace parecer a Sue Tilley una encarnación de la ninfa Galatea, que reposa desnuda en el estudio londinense de Lucian Freud.

 

Freud deja todo el tiempo una serie de pistas sobre la “realidad” de sus cuadros. En Dos hombres en el estudio (1987-90) un hombre desnudo está de pie, con los brazos cruzados por encima de su cabeza, sobre una cama improvisada en el piso. De sus sábanas blancas y mullidas, apoyada sobre un cojín, sobresale la cara de otro hombre, que tiene la mirada puesta en el techo hipotético de la habitación. Al fondo, amontonado contra uno de los bordes del cuadro, se halla uno de los motivos recurrentes de la pintura de madurez de Freud: un montón de trapos blancos y arrugados en forma de montaña. Recargada en un cabellete de grandes dimensiones, en el último plano de la pintura, se aprecia una representación a escala del cuadro De pie contra las sábanas.

 

Estas sábanas blancas y arrugadas, que conforman telones o mesetas donde pueden acostarse o recargarse los modelos de los cuadros de Freud, constituyen un símbolo de la condición transitoria del hombre. Están ahí para señalar el paso del tiempo y significar las historias que se van adhiriendo a la tela. Esto quiere decir que no sólo son textura y por lo tanto volumen, sino los portadores de una nostalgia: olores y sensaciones táctiles, como el sudor y la memoria.

 

A principios de los noventa Freud comenzó a trabajar con el modelo Leigh Bowery, proponiendo un contrapunto masculino para los desnudos de Sue. El catálogo de la Rizzoli que reúne la obra de Freud hasta 2007 registra ocho óleos con Leigh Bowery como agonista —esto es, como el reverso activo del pintor que lo retrata—. En Desnudo con la pierna levantada (1992) se establece un diálogo —erótico y violento— entre el modelo y el pintor, que va más allá de los límites precisos de la tela pero sin trascenderla: la relación entre uno y otro queda sugerida en ese espacio concreto, desplegando el abanico de un sinfín de conjeturas.

 

En Hombre desnudo, visto de espaldas (1991-92) la masa rotunda de Leigh ocupa la parte central de la tela y sólo compite en voluptuosidad con el silloncito estilo Luis XV en el que Leigh está sentado. (Se trata, desde luego, de “voluptuosidad” en el sentido grotesco y absoluto del término.) Los pies de Leigh están apoyados sobre un tapete de color cereza y más allá, a la derecha, se encuentra uno de esos típicos tableros de la última pintura de Freud, donde la pared aparece manchada con plastas de óleo, como si se tratara de una paleta informal y gigantesca. Una celosía nubosa completa el retrato y nos lleva a repensar la soledad de un cíclope.

 

La fábula de Polifemo y Galatea cuenta la historia de una desgracia: el gigante Polifemo es un ser consciente de lo que significa vivir con una mente privilegiada en un cuerpo deforme. Esto le impide no sólo poseer a Galatea sino competir en igualdad de circunstancias con el apuesto Acis. Una tela de Freud de 1993, Y el novio, sugiere un epílogo para esta misma historia. Polifemo y Galatea yacen desnudos sobre una cama improvisada en el estudio. La sábana gris hace pensar en un lecho nupcial, donde se han llevado a cabo las querellas de un sexo disparejo. Polifemo excede en tamaño y fuerza a Galatea y, sin embargo, la ninfa reposa satisfecha a su lado. En su rostro se nota su alegría: tiene las mejillas inflamadas de un rubor natural y con el pie acaricia el muslo del gigante, que tiene la cara girada hacia un costado. Las paredes y la duela son las mismas del estudio donde Freud gusta de colocar a sus modelos, en relación directa con su propia psique. La luz de una lámpara ilumina el hueso de la tibia de Polifemo, imponiéndole al color carne de su piel una pincelada blanca.

 

En este cuadro, sin embargo, los modelos se encuentran distanciados el uno del otro, pese a la desnudez y la proximidad de sus cuerpos. Como si cada uno, el hombre y la mujer, se hallaran prisioneros en la cárcel de su propia soledad y ensimismamiento. En la cárcel de su propio sueño. La pintura de Freud viene a ser en este sentido la representación de una lejanía dolorosa e irreversible, que impide la comunicación y el contacto en el mundo contemporáneo.

 

En El pintor sorprendido por una admiradora desnuda (2004-05), Freud caricaturiza su propia coronación como artista. La escena ocurre, una vez más, en su estudio londinense. Una mujer desnuda, acuclillada en el piso, frota una de las mangas de los pantalones de Freud. Los jirones de tela blanca están dispuestos alrededor del piso formando una especie de anfiteatro. El efecto es formidable, si se considera las dimensiones cuadrangulares de la tela —el círculo en el interior del cuadro, un efecto con el que Freud rinde homenaje a Francis Bacon—. Detrás de Freud hay una mesa cubierta por una sábana blanca, y en una de sus esquinas hay un tarro con pinceles. La mesa simboliza un altar pagano, y por lo tanto el artista viene a ser el hierofante de un culto nuevo, en el que la publicidad y el mercado han venido a ocupar el lugar que antes correspondió a los fundamentalismos religiosos. La pared frontal, que funge como una paleta de gran tamaño donde se mezclan los colores y, al mismo tiempo, como un fresco a lo Jackson Pollock, está bañada en una luz que viene de arriba, generando un engañoso juego de sombras. Una silla alta ocupa el primer plano. Sobre su asiento reposa una serie amorfa de pinceles. En el lado derecho se encuentra un caballete, y la tela que Freud está pintando es un reflejo de esta misma escena. Las manos de Freud hacen un gesto extraño: la derecha está flexionada a la altura del codo y la izquierda está abajo, formando un ángulo recto. La mano derecha está casi fusionada con los impastos de la pared pero, por su ritmo, pareciera que también forma parte de un baile perverso o de un juego de espejos: el pintor se está mirando mientras posa. La pintura entra en una suerte de letargo, deja de hacerse en el momento en que la estamos contemplando.

 

En su parodia de la fama, Freud imagina a la humanidad desnuda y al mundo bajo la forma de un estudio. El pintor se autorretrata en medio de ese intervalo, que cancela el vaivén de la pincelada y genera una tensión cómica y dramática.

 

En un autorretrato de 1985, Freud aparece como un hombre mucho más enérgico y fuerte de lo que es en realidad. Su pincelada se ha vuelto más honda y despiadada. El juego de la luz y la sombra, sobre el rostro, apuntala esta primera sensación de violencia. Como suele suceder en una mayoría de casos, el artista parece distanciado del sujeto retratado. Sus ojos miran hacia dos posiciones diferentes, siempre mezclados con las sensaciones subjetivas del tiempo y la memoria. Freud se mira en el espejo de la pintura, y la resultante es una figura de carne y hueso, que nos recuerda lo grandioso y miserable que puede ser un hombre.

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