Facultad de Filosofía y Letras
La familia de los amigos y maestros
POR HUBERTO BATIS
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Recuerdo mi primer año en la Facultad de Filosofía y Letras con una enorme alegría, porque fue la época donde hice grandes amistades que todavía conservo, esas amistades que te quieren porque sí, sin interés. Le digo a mis alumnos que gocen de su juventud porque además es la única época en la que todavía no tienen obligaciones: te mantiene tu familia. Evidentemente, algunos tienen que trabajar por razones personales.
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Al entrar a la Universidad llegué a asistir al edificio de Mascarones, donde estaba la Facultad de Filosofía y Letras. Pero la carrera la hice en la Ciudad Universitaria. Era preciosa, limpia. La inauguración de cursos la hacía el presidente de la República. Me tocó ver a Adolfo López Mateos en el auditorio Justo Sierra, que después llamaron “Che Guevara”, donde llegué a dar clases de Teoría Literaria a alumnos de Letras inglesas, francesas, alemanas y españolas, con micrófono.
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En la Universidad me inscribí en el año de 1957. Me tocó el martirio de las colas para inscribirme. Si hoy todavía siguen, en aquel tiempo, hace 60 años, era espantoso. Casi me tenía que ir a dormir para que me tocara estar entre los primeros. Las oficinas administrativas estaban en la Planta Baja de la Rectoría. Era muy bonita. Pero había sólo dos ventanillas para toda la multitud. Tenías que hacer un montón de trámites.
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Pero lo que me daba miedo, más que las colas, eran las novatadas. Decían que eran tremendas: te rapaban, te llenaban de chapopote y de plumas; te hacían irte por toda la ciudad hasta el centro. Te ponían un taparrabos, te llevaban como si fueras parte de una manada de indios o de caballos y te hacían ladrar. A los de nuevo ingreso les hacían mil atrocidades. Entonces yo llevé un pantalón, camisa y zapatos viejos. No llevé reloj ni plumas fuentes porque todo te lo quitaban o te lo ensuciaban de pintura los llamados porros, que entonces eran los miembros de la porra del equipo de futbol americano. Recuerdo que en esas fechas hubo reinas de las porras que después fueron actrices famosas, entre ellas Fanny Cano y Rosita Quintana. Gritaban todos el famoso “Goya” y armaban el relajo… “¡Cachú-Cachún, Ra-Ra!”
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Ese era el tiempo de los amores. El primer año me enamoré como de cuatro muchachas y de la última fue tanto que me terminé casando con ella. Algunas de mis amigas después se casaron y tuvieron hijos, o no lo hicieron; o se casaron y se divorciaron, como yo; o se casaron con otra mujer. Los homosexuales aprovechaban para decirme: “Tú eres homosexual porque te enamoras de lesbianas”. Preguntaban: “¿Cuál te gusta?” “Esa”, respondía yo. “Es lesbiana”, me decían. De tanto que me lo decían hasta me hicieron dudar. Todas las que me más gustaban eran lesbianas. Caí en un medio en el que era muy libre la sexualidad.
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Tuve amigas que me ayudaron en la soledad. Como estaba recién llegado de Guadalajara no conocía a nadie. Siempre me había tocado estudiar con hombres, y aquí por primera vez estuve en un grupo mixto. Mis amigas solían recogerme en coche de donde yo vivía hasta C.U. y me regresaban. Con algunas de ellas hasta la fecha platico por teléfono. O me invitaban a Cuernavaca, a sus albercas, o de fin de semana a su casa aquí mismo en la Ciudad de México, me invitaban a comer, a cenar.
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Luego empecé a ir a fiestas de compañeros de la Facultad. La primera vez que bailé fue con un hombre. Yo estaba sentado en una fiesta cuando llego el pintor Antonio Peláez: altote y guapo. Y me dio la mano, invitándome a bailar. Me puse todo rojo. “¿Y ahora qué hago?” Después bailé muchas veces de relajo con amigos. Pero esa fue una invitación formal: “¿Quiere usted bailar conmigo?” No recuerdo qué canción bailábamos. Sólo recuerdo que le daba pisotones. Yo no sabía bailar, nunca aprendí.
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Una de esas chicas que me llevaban a Cuernavaca se llamaba Teresa Bisbal, cuya mamá, María Siller fue como mi segunda madre aquí en México. Ella siempre estuvo atenta a mi salud y me ponía unas inyecciones dolorosas de vitamina B12. Era muy atenta. La primera vez que salí en traje de baño me llamaron “momia blanca”. Ellas iban cada ocho días a nadar, a jugar tenis. Eran muy saludables. Cuando puse mi primer departamento tenía un petate en vez de alfombra, cantaros en lugar de lámparas, sillas, mesitas de palo. María Siller me regalaba utensilios de cocina, toallas, frazadas, una mesita de las que utilizaba para jugar baraja para que yo la pusiera como mesa de comedor. Me cuidaba mucho.
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Encontré familia en las familias de mis compañeras: Guadalupe Carrión, Rosalba Fernández, Pepita Ramos, Teresa Grobois, Paloma de Lille, María del Carmen Millán, mentora y protectora exigente; Margo Glantz, escritora y hermana cercanísima; Ana María Maqueo, Esther Araúz.
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Conocí la camaradería de Antonio España, Luis Mario Schneider, Jacobo Chencinsky, Federico Álvarez, Miguel Sabido, Juan García Ponce, Juan Coronado, Héctor Valdés, y no se diga la amistad de mis maestros ilustres: Agustín Yáñez, protector y guía –que además fue mi jefe en muchas ocasiones. Fue secretario de Educación y era más que jefe: jefazo; Rubén Bonifaz Nuño, colega y modelo inalcanzable; Ernesto Mejía Sánchez, poeta nicaragüense; Sergio Fernández, novelista y ensayista de primer orden; Luis Cernuda, elgran poeta español; Juan Miguel Lope Blanch, lingüista y constructor de barcos –y sí los hacía, y luego los echábamos al mar. Hizo como tres.
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Qué sola habría sido mi vida sin la compañía de tantos afectos. Época de paseos memorables. De empinar el codo en tertulias infinitas.
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Hoy muchos han muerto y ya no tengo con quién hablar en confianza. “Qué solos se quedan los vivos cuando se mueren tus amigos”.
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*FOTO: El escritor Agustín Yáñez, secretario de Educación Pública (1964-1970), fue una de las figuras de la cultura mexicana que respaldaron al joven editor Huberto Batis. En la imagen, Yáñez en un encuentro con alumnos de educación básica en el Castillo de Chapultepec (1969)/ Archivo El Universal.
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