Fatal o afortunadamente, soy mexicano: Juan Villoro
POR YANET AGUILAR SOSA
Juan Villoro sonríe, en su memoria se reconstruye la anécdota; cita el momento preciso en que su padre, el filósofo de origen español Luis Villoro, reafirmó que su identidad es cien por ciento mexicana.
La encomienda parecía sencilla pero se volvió caótica: sus hermanos menores le pidieron que convenciera a su padre de que les prestara su acta de nacimiento para adherirse a la propuesta lanzada por el gobierno español que llamaba a los hijos y nietos de españoles a obtener la nacionalidad que había perdido con el exilio.
Él conocía el compromiso de su padre con las causas sociales y con las luchas de los pueblos indígenas, pero no se esperaba su respuesta ante la posibilidad de que sus hijos y los hijos de sus hijos fueran también españoles.
“Mi papá se puso furioso, me dijo ‘¿tú quieres echar por la borda todo el esfuerzo que yo he hecho para ser mexicano? Tú no sabes el trabajo que cuesta ser mexicano’. A mí me dio mucha risa porque yo sólo puedo ser mexicano, a mí no me ha costado ningún trabajo, yo nací mexicano, crecí como mexicano, soy fatal o afortunadamente mexicano, pero para él ha sido una construcción, él podría haber sido otra cosa, nació en España, creció en Bélgica, perdió su país con la Guerra Civil Española, perdió Bélgica con la Segunda Guerra Mundial, esas dos guerras lo hicieron recalarse en México”, rememora Villoro (México, 1956).
Allí entendió aún más al gran filósofo y estudioso de los sacerdotes ilustrados: “Entendí que a mi padre le costó trabajo asumirse como mexicano, y hay cosas que quizá todavía se cuestiona. Pero para mí es una condición inmanente a mi existencia ser mexicano. Esto es algo muy singular, alguien que pertenece por vocación a un país, como mi papá; y alguien que pertenece por condición, como yo”.
Esa es una de las tesis centrales de Mi padre, el cartaginés, uno de los 19 textos incluidos en Espejo retrovisor (Seix Barral), antología de 30 años de trabajo que tiene que ver con el paso del tiempo. “No había hecho una antología así, que reuniera crónicas y cuentos, me pareció que era un tiempo para hacer un alto en el camino y mirar atrás”.
Villoro reflexiona sobre la identidad mexicana en sus crónicas sobre la Convención de Aguascalientes en 1994 y la Caravana Zapatista; también habla de la identidad de su padre y de su propia identidad. Dice que su padre se convirtió en “una especie de Bartolomé de las Casas posmoderno porque ha escrito sobre el zapatismo, es asesor de los zapatistas y ha tenido correspondencia con el Subcomandante”.
Habla de la realidad actual, de la inseguridad y la violencia, también de Chiapas como una asignatura pendiente: “Se firmaron los Acuerdos de San Andrés pero no se han convertido en ley, el próximo año se cumple un katún, que son 20 años en la cuenta de los mayas y es muy posible que resurja el movimiento zapatista, en agosto pienso ir a la escuelita zapatista donde se va a informar de las actividades de los caracoles”.
Habla de cosas más creativas, de su ejercicio de memoria sobre el pasado, de su postura actual ante la crónica y el cuento. “Con la edad en vez de tranquilizarme me he vuelto más descarado o he encontrado las maneras de concluir ciertos textos; cuando empecé a escribir me interesaba mucho la mezcla de lo real y lo fantástico, ahora me interesan muchísimo más los misterios de la vida cotidiana que es de donde salen mis historias de ficción y de no ficción”.
Juan Villoro tiene máximas como oficiante del cuento y de la crónica, una de ellas es que “la claridad es una obligación del cronista y una opción del cuentista”. En eso cree.