Federico Ibarra: entre el juego y la tragedia
POR HUGO ROCA JOGLAR
Con ocho, Federico Ibarra es el compositor mexicano vivo que más óperas ha escrito. El teatro es inherente a su pensamiento musical y nada le gusta más que escribir para voces. Cuando lee literatura imagina cómo trasladar las palabras a sonidos, los sentimientos a instrumentos o la acción dramática a una estructura de canto y orquesta.
En su arte lírico, actuación y música tienen la misma importancia; incluso, en los casos específicos de Leoncio y Lena (1983) y El pequeño príncipe (1988), que están escritas para actores y no para cantantes, la voz resulta secundaria ante la pantomima.
“Soy un hombre de teatro; no concibo la ópera como un arte estático y justamente porque no me gustaba lo que veía en Bellas Artes (cuya programación está anclada desde hace décadas en el repertorio belcantista del siglo 19) comencé a escribir mis propias obras, de acuerdo a mis particulares necesidades e inquietudes”, explica Federico.
Sus lenguajes musicales se distinguen por explorar las distintas maneras de articulación sonora que ofrece la música contemporánea; en algunos casos, como en El juego de los insectos (2009), llegan a coquetear con el serialismo para producir atonalidad (cuando la partitura no tiene un eje tonal predominante) y en otros, como Despertar al sueño (1994), parten de idiomas desarrollados durante el romanticismo tardío, el de Wagner y Mahler, donde aún hay un claro predominio de la melodía.
“Escribir ópera es cosa de locos, te tardas dos o tres años en escribirla para que, si bien te va, se estrene, tenga dos funciones y luego se olvide; por eso me da mucho gusto que en abril se grabaron en estudio dos de mis óperas con apoyo del Conaculta y van a comercializarse a partir de octubre”.
Las dos obras son Antonieta, un ángel caído (su ópera más reciente, estrenada en octubre de 2010 en el Cenart) y Alicia, la más famosa de todas (estrenada en julio de 1995 en Bellas Artes y remontada en diciembre de 2001 en el mismo Palacio).
En la primera, Federico aborda la tragedia de una mujer a partir de una narración psicológica e íntima y en la segunda juega guiado por la imaginación traviesa e inquieta de una niña a través del país de las maravillas. Son los extremos de su ingenio teatral y ofrecen un interesante acercamiento a la obra de un compositor esencial en la historia de la ópera hispanoamericana.
La tragedia
Antonieta Rivas Mercado entró con la pistola de José Vasconcelos a la Catedral de Notre-Dame a principios de 1931 y se disparó en el corazón frente al altar de Cristo crucificado.
Hablaba cinco idiomas, financió la creación de la Orquesta Sinfónica Nacional, le gustaba pintar, fundó el Teatro Ulises, apoyó al grupo de dramaturgos “Los Contemporáneos”, quería ser poeta e impulsó el feminismo en México.
Era delgada y tierna, de reacciones viscerales y mirada coqueta; estaba convencida de que para amar estaba viva y un día le propuso a Vasconcelos, su amante más querido: deja a tu esposa y fúgate conmigo, pero él dijo no y ella se aniquiló como los antiguos dioses griegos de la edad lírica: aún joven, hermosa todavía.
La ópera en acto único Antonieta, un ángel caído de Federico Ibarra explora la trágica historia de esta mujer fascinante. Al principio de la obra, Antonieta (mezzo-soprano) delira y en un monólogo (musicalmente resuelto bajo la forma de recitativo-cavatina) evoca frenéticamente todas las causas por las que no puede seguir viviendo y luego se dispara.
Después, ante su cadáver, el tiempo regresa al instante anterior a la detonación y las escenas del delirio se reproducen ralentizadas dentro de la cabeza de Antonieta, en un viaje que la lleva desde la infancia por todas sus alegrías y fantasmas hasta, otra vez, el suicidio.
El libreto, escrito por la dramaturgo Verónica Musalem, está basado en las cartas y diarios de Antonieta; su principal característica es que para explicar el suicidio divide a la protagonista en tres alegorías: la Antonieta política (barítono), la Antonieta artista (tenor) y la Antonieta amante (soprano).
“A lo largo de la ópera los diálogos que Antonieta establece con sus alegorías resultan vitales; en esas conversaciones salen a la luz las causas que la van orillando al suicidio, como la muerte de su padre (el arquitecto Antonio Rivas Mercado), su matrimonio fallido (con un inglés, Albert Edward Blair, que peleó para Madero) y que la separaran de su hijo (Donald Antonio)”, indica Federico.
Cada personaje tiene una clave musical que lo identifica dentro de la orquesta, temas que los siguen en todas sus participaciones; la Política es marcial y burda, el Arte tortuosa y exagerada, y el Amor débil y plañidero; el coro representa la voz del pueblo y excepto en la primera y última escena, donde cantan liturgias latinas, sus participaciones son alegres y festivas.
A mitad de la ópera el coro entona un himno que celebra la inauguración del Ángel de la Independencia. Esta escena da pie a uno de los momentos cumbres de la obra: un vals evocativo a Le Valse (1920) de Maurice Ravel (donde denuncia a una sociedad vienesa que se divertía bailando con disfraces en lujosos salones cuando la ciudad era destrozada por las bombas de la Primera Guerra Mundial) que se va desfigurando primero invadido desde las percusiones, que parecen predecir horrores, luego por los alientos, que abiertamente llaman a la guerra.
“Antonieta significó una apuesta total de mi persona creativa y una reinterpretación exhaustiva de mis lenguajes musicales; es una obra muy querida dentro de mi repertorio lírico y probablemente es la última ópera que jamás escriba”.
El juego
Alicia de Federico Ibarra está basada en los cuentos Alicia en el país de las maravillas y A través de espejo de Lewis Carroll (1832-1898). A diferencia de los textos originales, el libreto (escrito por José Ramón Enríquez) de esta ópera dividida en dos actos propone que Alicia no entra al sueño ni sale de él; todo el tiempo está adentro del sueño y al final de la ópera no sale hacia la realidad, sino a un sueño nuevo.
Alicia es el único personaje real en un mundo de fantasía; musicalmente es posible identificar en la voz esta procedencia distinta, pues ella se expresa hablando (por lo que el papel lo debe interpretar una actriz no una cantante) mientras todos los demás seres mágicos (15 solistas) cantan.
“Se trata de una historia que sucede en una atmósfera onírica; tanto los sueños mismos como los textos de Carrol no tienen una secuencia, son más bien episodios aislados, por ello la narración de mi ópera es fragmentada, aunque la aparición reiterada de algunos personajes inyecta cierta coherencia dramática”.
Una vez definida la estructura, Federico se dedicó a musicalizar la obra en un lenguaje que destaca por la claridad de sus ideas melódicas y el poder hipnótico de los ambientes de tintes impresionistas; la música está planteada para una orquesta sinfónica normal, aunque incluye dos instrumentos atípicos en las agrupaciones de hoy en día: el clavecín, cuya labor es seguir a Alicia por todas sus intervenciones (en las óperas italianas de los siglos 17 y 18 los recitativos solían ir acompañados por clavecín) y el acordeón, que por razones evidentes acompaña a la Oruga (barítono) y enriquece el sonido orquestal con colores exóticos con aires de tango y mariachi.
“Escribir esta partitura es el trabajo más divertido de mi carrera; mientras lo hacía, todo el tiempo me sentí como un niño chiquito que está feliz de poderle inventar sonidos a las ideas más fantasiosas y extraordinarias”.
Y no es para menos, la labor de Federico consistió en musicalizar adivinanzas, acertijos insensatos, comentarios descabellados, juegos de palabras, términos inventados, retruécanos (inversión de términos) y diálogos deliciosamente absurdos, como “dice la reina ¡que le corten la cabeza! y luego el rey ¡y el meñique de cada pie! o “He visto muchas veces un gato sin sonrisa —dice Alicia—; ¡pero una sonrisa sin gato! Es la cosa más curiosa que he visto en mi vida”.
También en hacer cantar a los seres entrañables y disparatados, como a una falsa tortuga (soprano) que está condenada a hervir eternamente en una sopera; a los siameses Tweedledee y Tweedledum (ambos tenores), quienes viven persiguiendo a un niño que se convirtió en cerdo, o a un pájaro Dodó (bajo) y a un ratón (tenor) discutiendo apasionadamente en la playa sobre amores abstractos que mutan en colores y escapan como globos por las ventanas.
Teatralmente el momento climático acontece en la última parte del segundo acto, cuando Alicia enfrenta y vence al monstruo Jabberwock (escena resuelta musicalmente con un lenguaje modal que recrea los madrigales de Monteverdi que a principios del siglo 17 dieron origen a la ópera) y luego, a manera de premio, es condenada por la Reina de Corazones (soprano) a que le corten la cabeza.
“Alicia se pone furiosa y la derroca violentamente; luego es conducida por el Gato de Chesire (tenor) a un sueño más profundo, y así termina mi ópera, con el misterio de a dónde va Alicia, a qué tipo de sueño”.
*Fotografía: Federico Ibarra es el compositor mexicano vivo que más óperas ha escrito/Esperanza Orea/EL UNIVERSAL.
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