Felisberto Hernández: el hombre sombra
El escritor uruguayo fue de los primeros en asimilar la presencia del cine en su narrativa. Como indica el autor de este ensayo, en sus cuentos y novelas abundan los lugares oscuros, desde teatros hasta túneles y salas de proyección, que junto con su experiencia cinéfila crearon metáforas narrativas para referirse al flujo del pensamiento
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POR GUSTAVO ARANGO
A finales de 1996, la editorial Du Seuil de París editó un volumen de 640 páginas con las obras completas de Felisberto Hernández, un extraño escritor uruguayo nacido en 1902 y muerto en 1964, en medio de un reconocimiento tan exiguo que bien podemos llamarlo anonimato. El 2 de febrero de 1997, la revista L’Express dedicó una página de su prestigiosa sección de libros a la vida y la obra de este hombre al que definió como “una sombra” que “pasó por la literatura latinoamericana en la punta de los pies”, a pesar de ser “uno de los más grandes de este siglo”. Todo esto sería una anécdota más, si no tuviera una connotación especial. Con esa edición en francés de sus obras completas empezaron a cumplirse las palabras proféticas del mismo Felisberto Hernández, quien, a mediados de los años cuarenta, había dicho: “Seré reconocido dentro de cincuenta años”. El reconocimiento sigue tardando en llegar. A pesar de que autores como Juan Carlos Onetti, Ítalo Calvino, Julio Cortázar y Gabriel García Márquez admitieron haber sido influidos por Hernández, pocos se acercan todavía a este autor singular.
En La casa inundada, Felisberto se describió como “un sonámbulo de confianza”. A la luz de su extraña mirada, la realidad es un flujo desconcertante donde los objetos suelen tener más vida que los seres humanos. Amparado en una inocencia aterradora, Felisberto nos cuenta su vida a través de relatos despojados de ficción que, sin embargo, parecen relatos fantásticos. Su territorio es el recuerdo. La oscuridad es su ambiente. Y la tristeza, una tristeza lenta y desapegada como la de alguien que ha llorado demasiado, es el tono constante en sus escritos.
Felisberto Hernández fue el hijo mayor de una familia de obreros montevideanos. Su infancia estuvo marcada por la violencia de una tía con la que vivió varios años y por las clases de piano que fueron su tabla de salvación. A los quince años tuvo un insólito contacto con el cine: trabajó como pianista, acompañando películas de cine mudo. Pasó su vida entre conciertos de piano y ediciones de libros que nunca alcanzaron un éxito notable. Tuvo infinidad de amoríos y matrimonios. Quizá el hecho más importante de su vida fue su permanencia de dos años en París –entre 1946 y 1948– gracias a una beca del gobierno francés que le consiguió el poeta Jules Supervielle. Después regresó a Montevideo y se ocupó hasta su muerte en oficios intrascendentes que sólo abandonaba esporádicamente para ofrecer sus conciertos. Al morir era más conocido como pianista que como escritor.
Sus fracasos matrimoniales fueron el reflejo de la imposibilidad que tenía para relacionarse. Se movía con dificultad entre multitudes. El más leve ruido, la interrupción más insignificante, conseguía distraerlo de su tarea creativa. En “Para que nadie olvide a Felisberto Hernández”, Tomás Eloy Martínez nos dio una idea de lo extrañas y difíciles que fueron sus relaciones con el mundo. Después de una separación de más de veinte años, Felisberto entabló una estrecha relación con Mabel, su hija del primer matrimonio. Las relaciones entre padre e hija fueron muy afectuosas, pero la tragedia se hizo presente de manera reiterada.
“Hacia 1955”, cuenta Tomás Eloy, “la hija mayor de Mabel murió quemada al derramarse una olla de leche hirviendo; meses después, una segunda niña que vestía un trajecito de nylon fue alcanzada por una explosión y agonizó durante una semana sin que Felisberto se moviera del hospital. Cuando esta niña también murió, quiso acompañar a Mabel hasta la morgue. Juntos descendieron por la escalerita estrecha que llevaba al sótano de los menores, y fue él quien descubrió sobre una mesa de mármol el cuerpo vendado de la nieta. Mabel no quería separarse del cadáver y permaneció abrazada al mármol durante más de una hora, hasta que los médicos la apartaron. Felisberto no se movía de su lado, con los ojos fijos en el blanco de la pared. Cuando salió, Reyna Reyes –que era entonces su mujer–lo sacó del trance para preguntarle: ‘¿En qué pensaste todo ese tiempo? Y no pudo creer que fuera verdad la respuesta que recibió: ‘Estuve imaginando un cuento que se titulara Los dolores ajenos’”.
La vida de Felisberto Hernández permitiría escribir un guion de cine extraordinario. En primer lugar tenemos su éxito equívoco como pianista y su obra singular como escritor. A esto se le suma su declarado anticomunismo. Llegó a participar en la elaboración de listas de posibles comunistas. Lo paradójico del asunto es que estuvo casado –sin saberlo– con una espía de la KGB. Hasta el final de su vida, lo persiguieron las situaciones extremas. Cuando murió, su cuerpo estaba tan hinchado que fue necesario sacarlo de la casa por la ventana y, como si fuera apoco, el cadáver permaneció dos horas a la sombra de un árbol en el cementerio del Norte, en Montevideo, mientras los operarios ampliaban la fosa para que pudiera albergarlo.
Una cierta manera de mirar
El cine tuvo una presencia especial en la vida y la obra de Felisberto Hernández. Un recuerdo temprano nos lo muestra en 1918, vestido de frac en la oscuridad de un teatro, animando con un piano las películas mudas de Mack Sennett, Charles Chaplin, Teda Bara o Mary Pickford. El cine apenas nacía. El arte del siglo veinte empezaba a masificarse y, lo más importante, transformaba de manera radical los hábitos de percepción. La obra de Felisberto es de las primeras en la literatura universal que asimilan, en su “poética de la luz”, la riqueza de imágenes del cine.
Los ejemplos abundan. En Diario de pocos días (1929), el narrador compara sus ojos con una cámara cinematográfica: “Ahora quiero agarrarlos a todos (…) y pasarlos por mi máquina cinematográfica a todo lo que da”. Más adelante, en el mismo relato, agrega: “me detendré a pensar cuando me levante con la maquinita cinematográfica y vea la cinta con “ralentisseur”; entonces los pensamientos me marcharán tan lentos como las patas de los caballos cuando van a dar un salto”.
El cine es una de sus metáforas preferidas para referirse al flujo del pensamiento. En El caballo perdido dice: “De todos los lugares y de todos los tiempos llegaban personas, muebles y sentimientos (…). Pero aunque en el momento de llegar se mezclaran o se confundieran –como si se entreveraran pedazos de viejas películas– enseguida quedaban aislados y se reconocían y se juntaban los que habían pertenecido a una misma sala”.
El cine también le sirve para hablar de sus recuerdos. En El caballo perdido, cuando intenta recordar a su primera profesora de piano, dice: “En aquel tiempo su voz también debía tener gusto a ella; pero ahora yo no recuerdo nada directamente que sea de oír; ni su voz, ni el piano, ni el ruido de la calle: recuerdo otras cosas que ocurrían cuando en el aire había sonido. El cine de mis recuerdos es mudo”.
En la obra de Hernández abundan los lugares oscuros, los teatros, los túneles, los cuartos cerrados; encontramos referencias permanentes a lentes o espejos. Los ojos suelen ser el rasgo más notorio de sus personajes y, como si fuera poco, muchos de ellos son ciegos. En Por los tiempos de Clemente Colling, el narrador recuerda la época de su vida en que fue alumno de un pianista ciego. Uno de los momentos más estremecedores del relato ocurre cuando el narrador entra al cuarto en sombras donde duerme su maestro. Justo en el momento en que descubre un espejo y piensa que el hombre no podrá verse jamás en ese espejo, el ciego se despierta.
De ese mismo relato es este pasaje: “Pensaba en toda una orgía y una lujuria de ver; la reacción me llevaba primero a la grosería de la cantidad y después al refinamiento perverso de la calidad; desde las visiones próximas o lejanas cegadoras de luz, en paisajes con arenas, con mares, con luchas fieras, de hombres, hasta el artificio del cine; y el cine, desde un choque de aviones, hasta una de esas fugaces visiones que aparecen fugaces al espectador pero que a las compañías cinematográficas les cuentan lentitud y sumas fabulosas”.
En “Lucrecia” hay una mujer a quien se le rompe un ojo de vidrio, y llora desconsolada con su ojo sano. En ese mismo relato, Hernández nos habla de la impresión que tuvo cuando era niño y una maestra le hizo notar que “los ojos eran las únicas partes dobles del cuerpo que giran al mismo tiempo”. En “El acomodador”, el protagonista es un hombre que ayuda a buscar sitio a los espectadores de un teatro y dice tener una luz en los ojos que le permite moverse en la oscuridad. En ese mismo relato, la “lujuria de ver” lleva al protagonista hasta el límite del horror.
En El caballo perdido, Hernández describe uno de los rasgos distintivos de su estilo: “las imágenes se alimentan de movimiento”. En pocos autores hay tal abundancia de metáforas móviles, comparaciones ya no con objetos o apariencias, sino con procesos complejos que son, en sí mismos, pequeños relatos dentro del relato. En “El cocodrilo” (la historia de un hombre al que la cara le llora), “el día entraba por la ventana con la confianza ingenua de un animal”. En Las dos historias: “Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los pensamientos hacían gimnasia y, cuando ella vino, todos los pensamientos saltaron por la venta”. En “La mujer parecida a mí”, el caballo que cuenta la historia nos dice: “Por caminos muy distintos he tenido siempre los mismos recuerdos. De día y de noche ellos corren por mi memoria como los ríos de un país. Algunas veces yo los contemplo; y otras veces ellos se desbordan”.
En ese mosaico de metáforas móviles no pueden faltar los ojos del narrador. En “Lucrecia”, una historia donde el protagonista viaja varios siglos atrás para encontrarse con Lucrecia Borgia, el narrador nos cuenta que “esperaba que mis ojos eligieran un objeto cualquiera y se lo fueran tragando despacio”. En “Un comedor oscuro”, que forma parte del volumen Nadie encendía las lámparas: “uno de los mozos era miope y andaba detrás de unos cristales muy gruesos (…) en una mano llevaba una bandeja y con la otra iba tanteando a la gente. Nosotros lo contemplábamos como a un vaporcito que navegaba entre islas, encallando a cada rato o descargando los pedidos en puertos equivocados”.
Cuando están tristes, muchos de sus personajes de Hernández se refugian en el cine. En uno de sus últimos textos dice: “Me acostumbré a ver el cine al pie de la pantalla”. Su trabajo lo obligó a ver muchas veces cada película; pero, por su propia cuenta, llegó a ver doce veces con su hermana la cinta Pobre niña rica, con Mary Pickford. Escribió cartas de amor en el respaldo de los boletos de cine. Sus películas preferidas fueron Ben Hur y Los diez mandamientos y, pocas semanas antes de morir, vio Lawrence de Arabia tres veces en un día.
En un texto muy corto, que jamás terminó, este personaje de película que aún sigue en la sombra nos dejó el testimonio de los efectos que el cine producía en él y, en cierta forma, produce en muchos de nosotros: “A mí me había quedado en la sangre todo el lujo y los pasos lentos de aquella película; y al salir del cine, no sólo caminaba lentamente y se me erizaba la piel al imaginarme que cruzaba mundos de grandeza, sino que evitaba tropezar con la gente y trataba de que mis pasos no tuvieran ninguna detención brusca y no me despertaran de aquel sentimiento de las cosas. Si algún pequeño accidente me obligaba a poner atención en él, yo tenía la actitud de una condescendencia disimulada y enseguida volvía a tomar el ritmo de mi vida, que era desconocida para toda la gente que salía conmigo, pero que tenía que ver con lo que acababa de ocurrir en la pantalla”.
FOTO: En su juventud, Felisberto Hernández trabajó como músico, animando la proyección de películas mudas de Mack Sennett y Charles Chaplin./ Especial
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