Mujeres basura

Feb 29 • destacamos, principales, Reflexiones • 3539 Views • No hay comentarios en Mujeres basura

/

/

POR MÓNICA LAVÍN

 

El trayecto que recorro a la Universidad Autónoma de la Ciudad de México es largo. Trabajo en el plantel San Lorenzo Tezonco. Es buen momento de escuchar noticias. No hay como las noticias por radio, es la pura voz: palabras y tono. Conforme me adentro en la calle del Árbol, ese atajo para evitar los camiones de avenida Tláhuac escucho los detalles. Acaban de encontrar el cuerpo de una niña desnuda dentro de una bolsa en Los Reyes, Tláhuac. Aún no dicen si es Fátima, la niña desaparecida hace unos días después de que una mujer la recogió en su primaria. La periodista Carmen Aristegui pregunta a la fiscal si los restos pertenecen a la desaparecida, ella no puede afirmar que es la pequeña. Entre líneas todo lo indica. Entre calles yo miro a derecha e izquierda hacia las bifurcaciones que se adentran donde asentamientos humanos han poblado los bajos del cerro de tepalcate en donde las alcaldías de Iztapalapa y Tláhuac hacen esquina. Quiero buscar Los Reyes en el mapa del celular. Quiero saber qué tan cerca está el lugar del hallazgo. Una extraña sensación de peligro me invade. Conforme escucho los detalles de la pequeña, conforme sospecho lo que las averiguaciones confirmarán (aunque éstas van mucho más allá de lo más obvio y despreciable que a uno se le ocurre), me acuerdo de aquel personaje del cuento de la escritora nigeriana Chimamanda Gnozi Adichie “Tú en Estados Unidos”. Siento algo alrededor del cuello. Algo alrededor del cuello es angustia, nos atenaza el miedo. En este caso es la impotencia lo que está fuera de lugar. Pero los feminicidios ya no están fuera de lugar, ocurren todo el tiempo. Y están cerca.

 

 

El miedo se va trepando mientras miro a las mujeres en la calle, algunas en afanes domésticos: van a comprar algo, otras salen a vender algo, las jóvenes esperan el pesero arregladas para el trabajo en otra zona. Hay mamás que llevan a sus pequeños al colegio. La vida no para. El taxi se atraviesa, el materialista se detiene para empezar el bacheo en una de las callejuelas. El camón pita. La vida sigue. Miro en las esquinas algunas bolsas de basura que esperan el paso del servicio. No sé qué contengan. Todo es posible. ¿Quién encontró a la niña muerta?

 

 

Conforme se distienden los días todos hablamos de Fátima. Nos duele Fátima, nos ofende. No sé si la preocupación se agita en el aire como un pañuelo que pide auxilio. Quiero cambiar el paisaje de las voces, quiero apagar el radio para siempre, darle de martillazos. Hacer cachitos el periódico, no encender la televisión. Los pormenores del asesinato de la pequeña Fátima son estremecedores. Después de que la mujer de su tío se la consiguió como virgen sacrificada para saciar sus deseos de carne fresca, su perversión pederasta, fue violada repetidamente por él y mientras los medios lanzaban la incógnita de la ausencia de la niña después de un día escolar, se preocuparon. Tomaron la decisión de lo que ya era irreversible, estaba muerta si la dejaban viva. Entonces escogieron su silencio, para negar lo innegable. Para cubrir su vileza y su monstruosidad. Fueron entonces más crueles y más monstruosos. Juntos. Pederastia, asesinato, feminicidio.

 

 

Cuando los osos están con sus crías no hay que interponerse. En Canadá hay letreros para que hagas ruido en la temporada de verano si caminas por el bosque; no debes ir solo, venden cascabeles para ahuyentar a los animales que se aprovisionan de moras en esa época del año. También atienden a sus crías. No hay que interponerse entre la madre y los hijos. Pero la bicicleta es silenciosa, apenas y las llantas raspan el aire con una cadencia repetitiva. Así le pasó a la turista cerca de Banff donde yo escribía. No se dio cuenta que cruzaba el camino la madre de un lado, los oseznos del otro. De un zarpazo, el animal la tiró de la bici y la mató. Las madres pueden matar a quien hiere a sus hijos, las madres somos animales salvajes cuando alguien amenaza a nuestros pequeños. Si alguien mira con lascivia a nuestras adolescentes bellas, ingenuas, abriéndose a la vida como flores inexpertas, somos capaces de golpear. He matado miradas que descubrí inspeccionando a mis hijas. Los he hecho huir de mis ojos asesinos, he reconocido mi corazón desbocado a punto de estrangular al otro: al animal sexual, al irrespetuoso, al que huele la carne fresca y fantasea con cuerpos núbiles. Si alguien se pasara de la raya no dudaría en dar el zarpazo. Las madres somos cosa seria cuando algo compromete la inocente felicidad de nuestros hijos. Si anduviéramos haciendo justicia por la calle habría muchos muertos. No serían feminicidios, y tal vez habría menos.

 

 

En la dolorosa y memorable novela de Toni Morrison, Beloved, la madre sacrifica a su hija porque sabe qué mundo le espera. Hija de esclava negra, condenada a serlo también. A ser abusada desde todos los ángulos posibles: en el trabajo, en su cuerpo, en sus emociones. Sin la posibilidad de disentir, de elegir. Beloved nace con una doble condena, es negra y es mujer. La madre la libera del futuro sin salida. La revelación es brutal y es el material profundo de una novela sobre ser mujer en una sociedad y en una época en donde los negros no tenían derecho alguno en Estados Unidos. La esclavitud se ha abolido, pero ser mujer condena al peligro. El peligro se llama abuso, maltrato, feminicidio. Todas, de una u otra manera, hemos estado allí. Y empieza en casa, o con el padre, o con el novio que exige, o el jefe que intercambia, o el hombre en el metro, en la calle, o el mundo que es un campo minado porque una mujer es un cuerpo con orificios utilizables; desechable, o para poseerlo eternamente, o eres mía o de nadie más, o haces lo que yo quiero o hasta aquí llegaste, pinche vieja. Sigo siendo el rey.

 

 

Es muy fácil matar. La geografía de los feminicidios no tiene palabra. Las primeras evidencias desmesuradas fueron las muertas de Juárez. La indignación social, la flagrante corrupción del dinero, del narco y sus redes, de la riqueza dispersada para que cada quien, como dueños del negocio y de las vidas, disponga de su banquete de hembra, hervidero de maquiladores, provisiones abundantes sin arraigo en la frontera entre el sueño y el horror. Tenis salpicados en el desierto como flores artificiales. Abuso de los anhelos que se topan con el mal sin fronteras. Ahí se miró con claridad lo sencillo que es matar. Te sirves de la morra y la despachas, así al otro mundo, y tú limpias tus colmillos y aún hay más. Total, el desierto es grande y los cadáveres se desbaratan lentamente, se vuelven arena y la arena sólo hace daño si se mete a los ojos.

 

 

Y qué importa ya si se deshacen o no. En el asfalto de la mancha urbana cualquier bolsa es basura, cualquier mujer es nada, estorbo, úsese y tírese. Aparecen en lotes, en basureros, en túneles de metro, en banquetas, bajo la banca donde se espera el transporte. Si apesta, el olor se confunde, porque todo huele mal o a todo se acostumbra uno. Al miedo de la muerte de ellas, a la indignación que produce cada uno de los asesinatos sean las esposas, o las hijas, o las sobrinas, o las novias, o las exnovias, o las exesposas, o las que recogieron en la calle, ligaron por redes, conocieron en el antro, ni siquiera supieron su nombre no nos debemos acostumbrar. A que en el aire corra la palabra feminicidio como un eco cotidiano, como un velo pesado y amenazador, desafiante y doloroso no nos podemos habituar. Cuando yo era niña y los mayores hablaban de algo que no debíamos oír, bajaban la voz. Cuidaban las palabras. Ahora no es posible cuidar nada, la realidad brutal tiñe de miedo el aire que respiramos todos. Y el miedo si no produce adrenalina para sobrevivir, anestesia. La inacción es una forma de la resignación y de la vergüenza. Se sobrevive avalando a los asesinos. Deshumanizándonos.

 

 

Scherezade logró salvar a las mujeres del reino del sultán, que castigaba la infidelidad de su mujer matando a cada nueva esposa, gracias a su habilidad narrativa. Sabía contar una historia tras otra y el sultán, deseoso de saber el final, le perdonaba la vida. La narrativa evitó que acabaran con las mujeres del reino. Construyamos una narrativa consecuente con las acciones donde nos podamos mirar con dignidad, una narrativa que nos conserve vivas en el país nuestro de cada día.

 

 

Reaprender —o hacerlo por primera vez desde todos los ámbitos sociales— el respeto a la vida, al espacio de las mujeres, la convivencia igualitaria, la equidad en todos los sentidos, nuestro derecho y responsabilidad de ser y decidir. Hacer valer la vida. Larga y fundamental tarea para las esferas de gobierno que han desmantelado programas y apoyos existentes y que confunden el paisaje de la realidad con el que les acomoda leer. La realidad es de todos. Y la exigencia es de cada mexicano. ¿O harán algo hasta que la realidad se haya vuelto material literario? Eso ya está pasando. Se requiere velocidad y constancia. Matar es muy sencillo.

 

ILUSTRACIÓN: Eréndira Derbez

« »