Carta a mi hija
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POR MARÍA RIVERA
Te voy a decir, hija, por qué voy a marchar este ocho de marzo, por qué voy a salir a la calle junto con otras mujeres, y por qué voy a unirme al paro convocado para el nueve de marzo a pesar de que el Estado, en su conjunto, ha tratado de apropiarse de él. Por qué lo apoyo, a pesar de que partidos políticos, gobiernos, iglesias, empresas, escuelas y hombres, principales responsables de la violencia contra las mujeres, lo promuevan como suyo, y aunque a estas alturas, cuando te escribo esta carta, ya más bien parece un día de asueto, más que una huelga.
Esto es así, porque así funciona el poder cuando se sabe amenazado: pretende quitarnos la decisión misma de rebelarnos, retirarnos la libertad a toda costa o que nuestra libertad parezca una concesión de su benevolencia. Es una estrategia para despojarnos de nuestra rabia, mientras ocultan las relaciones de poder con las que cotidianamente perpetúan un sistema injusto: justo el mismo contra el que protestamos y que ellos representan.
Aún así, voy a unirme al paro: precisamente porque no es suyo, sino nuestro, por más que quieran desvirtuarlo y porque hay que apoyar todas las acciones que visibilicen las injusticias que sufrimos y que sistemáticamente menosprecian, ocultan, disimulan como si no fueran los problemas de todos, hija, para que entiendan que si agreden a una mujer, la violan, la matan, la sociedad en su conjunto, toda, tiene un serio problema: tiene consecuencias, porque no podemos permitir que las mujeres asesinadas se conviertan en lo que las redujeron sus asesinos, por más que lo hayan intentado con saña, es decir, silencio e indignidad; hay que demostrarles que fracasaron en su intento, no permitiéndoles que asienten su mensaje de odio enfermo entre nosotros, como si no estuviese ocurriendo.
Hay que gritarles muy fuerte, escribírselos, mandarles otro mensaje contundente a todos, especialmente a las autoridades: ni una más, no aceptamos ni una mujer más violada y asesinada y lo decimos todas juntas, con nuestra fuerza política, con nuestra renuncia a seguir cooperando con el sistema, porque podemos negarnos, podemos de decir “no”.
Porque ante el odio grotesco, hay que oponer la indignación más profunda que procede del amor; y ante la muerte envilecida, el gozo y el placer de la vida. No callarse, nunca, no permitir que asienten sus palabras sobre nuestras palabras, ni su odio sobre nuestros cuerpos, y tampoco, permitirles que acaben con nuestra alegría, aun en medio del llanto de este triste país, nuestra casa.
Por eso, tú y yo, vamos a parar el lunes nueve, hija, porque alguien tiene que decirles a los agresores y a sus cómplices, que están en los gobiernos, las instituciones, y en la sociedad, que no podemos seguir tolerando que asesinen mujeres, porque son mujeres, porque nacieron como tú y como yo y como tu tía y como tu abuela.
Se me llena de rabia y de tristeza el corazón de tener que explicarte esto, escribir esto para ti, pero ya tienes edad para enterarte de las noticias, las escuchas, no hay forma ya de que pueda protegerte de ellas. Aunque traté de que no te enteraras del horror de la muerte de Fátima, a la que asesinaron hace unos días, al enterarte me dijiste con la voz ahogada y con vergüenza “era una niña”. La conciencia de la palabra niña cayó en tu corazón y cayó en el mío como plomo, como un estruendo silencioso. Pronunciada por tus labios, me hirió como una daga, por eso, más tarde cuando me encontraste llorando en la habitación, no supe qué decirte –lo que tienes que hacer, mamá–, me dijiste con sorpresiva naturalidad –es salir a gritar a la calle–.
Eso haremos hija, saldremos a gritar, a decir basta, te contesto ahora, que duermes apaciblemente mientras yo te escribo esta carta.
No es fácil de explicar lo que sucede, hija, pero te voy a resumir muy brevemente la historia que seguro te he contado a cachos, poco a poco, durante tu vida; a lo largo de la historia las mujeres hemos sido discriminadas debido a nuestro género, es decir, a nuestras diferencias sexuales y nuestra capacidad reproductiva. Durante siglos, no nos trataron como iguales, no teníamos los mismos derechos y libertades que los hombres en todos los niveles; intelectuales, sexuales, económicos. Aunque las ideas que sustentaban esta inequidad estaban profundamente equivocadas, sirvieron para configurar instituciones; la familia, la iglesia y luego el Estado, también formaron parte intrínseca de las religiones, el arte, la filosofía y hasta el lenguaje; en suma, la cultura. Es por eso que resulta tan difícil luchar contra el machismo, porque es una forma de tradición ubicua.
Poco a poco, sin embargo, hemos podido liberarnos del yugo del machismo, gracias a la rebeldía, inteligencia y valentía de generaciones de mujeres que a lo largo del tiempo fueron conquistando derechos y libertades para nosotras: el derecho a la posesión de bienes, el derecho al voto, el derecho al aborto, el derecho a la libertad sexual, entre otros. No en todos los países, ni de igual manera, pero hemos avanzado lo suficiente como para poder decidir quiénes nos gobiernan y si queremos o no ser madres. Ninguna mujer debe ser madre si no lo desea, así esté embarazada, porque aunque el Estado y la iglesia solían creer que nuestro cuerpo era suyo, nuestro cuerpo es nuestro y nadie, absolutamente nadie, puede decidir sobre él, como nadie lo hace sobre el cuerpo de los varones.
Por eso también hay que marchar, hija, para seguir exigiendo nuestros derechos, hay que ser leal a lo que somos, cumplirnos como seres humanos en todas nuestras hermosas potencialidades, para continuar la tarea de aquellas mujeres que través del tiempo fueron conquistando ciudadanía para nosotras, seguir poniendo el cuerpo y la voz como lo están haciendo colectivos de jovencitas valientes frente a la injusticia y el asesinato de mujeres que nuestro país padece desde hace décadas; para evidenciar lo inaceptable, acuerparnos entre todas, defender a quienes hoy encabezan la lucha de todas las que nos precedieron.
Voy a marchar a su lado, hija, porque son la esperanza de este país, como lo eres tú, que vas hacia el futuro. Porque cuando yo era joven, soñaba con que el movimiento feminista tomaba las calles.
Voy a marchar, porque tenemos que hacerlo por la vida y seguridad de todas las mujeres, porque sí, nos están matando, por todas ellas. Pero esencial y profundamente voy a marchar por ti: porque quiero que vivas libre y segura tu vida y que nadie, ningún hombre, ni el Estado en su conjunto te vulnere, porque cuando crezcas quiero que sepas que luchamos hoy por todas ustedes, y las que vienen, con todas nuestras fuerzas, sepan que no fuimos indolentes. Voy a marchar para defender el legado de nuestras madres y abuelas, dar un paso más adelante.
Voy a marchar para que nuestras heridas no sean sus heridas, nuestras lágrimas no sean sus lágrimas, nuestra rabia no sea su rabia; para que sean más felices que nosotras, estén más enteras, porque eres mi corazón, mi tiburina, mi hueso, mi semilla, y quiero que crezcas libre y plena, florezcas como debieran hacerlo todas las niñas. Voy a marchar porque el amor y la solidaridad, siempre serán una fuerza extraordinaria, más poderosa que la muerte y la injusticia.
Ciudad de México, 24 de febrero, 2020
FOTO: Marcha para exigir justicia a Ingrid Escamilla el 15 de febrero 2020. / Ginnette Riquelme/AP
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