La feria de arriba y la feria de abajo

Nov 9 • Conexiones, destacamos, principales • 4536 Views • No hay comentarios en La feria de arriba y la feria de abajo

POR SARA POOT HERRERA

 

La feria de Juan José Arreola llega a sus 50 años y cada vez tiene más lectores y también más estudios que se ocupan de ella. Si leerla es descubrirla (sí, pero ¿es novela?), releerla es redescubrirla una y otra vez (¡qué novela!). En los dos casos, nos regocija lo festivo de su prosa chispeante y pulida; nos asombra el digamos mexicanismo de su autor, un mexicanismo a favor de los naturales del lugar que luchan eternamente por recuperar la tierra que era suya; nos alegra su tono y su gracia —su fiesta—; nos preocupa su denuncia y nos sorprende su modernidad: La feria es historia, es crónica, es poesía, es una ristra, un cordelito de relatos desplegados alrededor de la feria religiosa anual de Zapotlán. Lo que se diga de La feria, pero es una novela y ahora cumple medio siglo de vida: martes 5 de noviembre de 1963-martes 5 de noviembre de 2013.

 

De todos modos, pareciera que La feria se ha prestado a una incierta clasificación en cuanto a su género literario, sobre todo en el momento de su publicación, cuando no era tan usual en México que una novela estuviera hecha a base de fragmentos, que combinara documentos fidedignos con situaciones ficticias y reales también, que fuera narrada por un sinnúmero de voces y que se contaran de modo discontinuo varias historias. Se ha dicho también que es una novela hecha a base de cuentos. Si así fuera, como novela ganaría por puntos y como cuento(s) por knock out; esto es, ganaría por partida doble, y posiblemente es lo que Cortázar escribiría a Arreola en una segunda carta, después de la entrañable de 1954 en la que el cronopio mayor de la literatura celebraba desde París a nuestro último juglar mexicano por su Varia invención (1949) y su Confabulario (1952).

 

Y aunque escribió mucho más de lo que se ha dicho, Arreola no tiene otra novela en su inventario. A la que sí hizo —La feria, pues— la distingue una mezcla particular de lengua oral y de lengua escrita, la transcripción de documentos antiguos (unas veces tomados de los originales, otras no) y el habla de ese día, de ese momento, el coro de voces que se escucha (él, tú, yo, nosotros, ustedes, ellos, todos hablan y de todos se habla) y la voz íntima de sus personajes, la cultura oficial y la popular que allí se desparrama, la voz propia y la voz ajena, la prosa y los versos que se cuelan, la gravedad y la liviandad, el invento y la réplica, todo ello, todos ellos —los personajes y sus voces— metidos en los 288 fragmentos de esta novela que no es lineal pero sí armónica y cíclica, que no es monológica pero sí plural y dialógica, tanto que la concebimos como una polifonía, una composición perfecta, una cajita musical: eso es La feria, reconocida el mismo año de su publicación con el premio literario Xavier Villaurrutia, lo mismo que Los recuerdos del porvenir también de 1963, novela con la que comparte este premio y con la que coincide en su invención de personajes ya sean éstos locos o prostitutas. La feria tiene de todo y todo puesto en su lugar, y ese lugar puede ser un fragmento de más de una página o de menos de una línea.

 

Todos juntos y en diálogos en contrapunto, organizados los fragmentos por la mano de su escritor, editor también, aquel martes 5 de noviembre de 1963 la imprenta selló en el colofón del libro la fecha de su terminación y, ya encuadernado y con pastas suaves, podía hojearse y ver rondar con sus fragmentos las viñetas que Vicente Rojo había hecho para esta única novela del cuentista de Zapotlán. Arreola había escrito sus primeros apuntes a fines de enero de 1954 y no los perdió de vista, sino que a partir de ellos fue redondeando su texto para ofrecer a su pueblo de nacimiento una promesa de amor fiel firmada con su nombre de escritor.

 

Frecuentemente, y sobre todo en los primeros tiempos de su publicación, muchos de sus lectores concibieron La feria también como un conjunto de viñetas (¿viñetas las de Arreola y viñetas las de Rojo?), pero la novela es más que eso: sus pequeñas y grandes historias, todas ellas desarrolladas en Zapotlán —antes Tlayolan, hoy Ciudad Guzmán, para siempre Zapotlán—, configuran en su movimiento el pasado del pueblo real y del imaginario de Juan José Arreola, el pueblo literario que piensa y habla por boca de sus ancestros, de sus creencias, de sus autoridades religiosas y civiles, de su gente menor, mayor y mediana también.

 

Es la novela una plana móvil de escritura —la de Arreola y las que él recoge y calca de escritos de varios tiempos— y una plaza abierta de palabras, dichas allí mismo o recogidas de las intimidades de las casas y de los personajes. Entre esas palabras orales y escritas, entrelazadas y sueltas, amenizadas con diarios de amor fracasado y adivinanzas traviesas, rimas sexuales y décimas religiosas, corridos revolucionarios y versos “obscenos”, aparecen retazos de episodios de Zapotlán, microescenario y espejo rural de México. Con su novela, Arreola narra la historia y describe la geografía zapotlanense; escribe sobre la población y poetiza sobre el campo; marca el ritmo de Zapotlán y deja caer las piedras, los adobes y terrones de cada temblor allí ocurrido. Son esas piedras caídas y levantadas uno de los engarces históricos de la vida de Zapotlán; son esos temblores causa para hacer el Juramento a San José; es a él a quien se le ofrece la ahora afamada fiesta de Zapotlán: “mi fiesta fue elevada a la condición de rito de primera clase, con octava, por Pío X en 1913”, dice San José. Entonces, tenemos también otra celebración: la del santo es una fiesta que, en el plano de la realidad, este año de 2013 cumple 100 años.

 

La feria de Arreola son dos ferias: la novela que se titula como tal y que cubre varios meses del calendario (digamos que de mayo a octubre), y la feria tradicional celebrada al final de la novela: un novenario que culmina el día de la Función. Una y otra feria tiene ecos del pasado, y ambas son contadas por voces que dialogan y por voces que atraviesan solitariamente el tiempo y cortando el aire de las páginas.  Esas dos ferias de La feria van apareciendo también por pares: el autor de La feria es Juan José Arreola y el narrador inicial de la novela es Juan Tepano, quien a su vez habla de dos Juanes: de Juan Padilla —fraile franciscano del siglo XVI— y de Juan Montes —quien en ese siglo enseñó a la comunidad tlayaquense a tocar, cantar y bailar (aunque ya sabían, ya eran sonajeros).

Los puntos de vista de quienes hablan oscilan de un extremo al otro: “Somos más o menos treinta mil. Unos dicen que más, otros que menos…  Dicen que aquí, dicen que allá”. Esta oscilación marca también una especie de pares, de posiciones contrarias: “Antes la tierra era de nosotros los naturales. Ahora es de las gentes de razón” y registra, así, el origen de la historia de la comunidad que se narra. Con vestigios anteriores a la conquista, la novela fija la historia de la población y lo hace sobre todo a partir del siglo XVI y de allí trae al presente el mal que aqueja a los naturales del lugar: el despojo de sus tierras y el abuso del que son víctimas, representadas éstas por los tlayacanques. Juan Tepano es el más viejo de ellos, Juan Tepano con su Vara de Justicia.

 

Las muchas historias y voces de La feria pueden ser vistas y oídas desde el arriba y el abajo, y de esa posición de desigualdad social se encarga La feria, una de las ¿pocas? novelas que rompe el silencio con que se mantiene a las comunidades indígenas, antes, durante y después de la Revolución mexicana, y antes y después de la ebullición de la narrativa de mitad de siglo.

 

La feria sólo es una pero Arreola se encarga de exponer las dos estructuras que la sustentan: la carente que se hace cargo de su infraestructura y la rica que aprovecha la situación para figurar por encima de quienes la asumen: “Ahora asómense para abajo. ¿Qué es lo que ven? Sí, son ellos, los miembros de la Comunidad Indígena que han alcanzado el honor de cargar con el santo y con su gloria. Son cien o doscientos aplastados bajo el peso de tantas galas, cien o doscientos agachados que pujan por debajo”.

 

Esta voz, que podría corresponder al alter ego del creador de La feria, esto es, a Juan José Arreola (que está por todas partes), también es contestada: “—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y que los indios cargaran con las andas…” El abajo y el arriba se recalcitran manifiestamente durante los días de la fiesta. Ninguna otra situación podría sacar a flote la estructura de Zapotlán más que su feria, que es historia y ficción hechas novela en La feria de 1963. Llama la atención que Juan José Arreola, que se declaró abogado de los tlayacanques, inició su escrito con la voz de Juan Tepano, Primera Vara de esta comunidad, y justificó su postura con base no sólo en su experiencia sino en una investigación de documentos, no haya sido (tan) leído a la luz de los derechos que propuso desde 1963. Su estrategia de hace cincuenta años fue esta novela, no sólo invención sino composición perfecta de una sociedad de imperfecciones, de un arriba y muchos “abajos”.

 

La novela puede ser leída como crónica de un testigo de cargo, y de hecho y de derecho lo es. Su final trae a colación el castillo de los juegos pirotécnicos del día último de la fiesta y el castillo de la creación de un contador “impuntual”, que es salvado por el ojo y el oído de quien ha asistido a la plegaria de quien con las voces de su memoria hizo un libro de creación dedicado a Zapotlán. Alguien pregunta:

 

—“Y las tierras, ¿se las van a devolver a los indios?”

—El año de la hebra y el mes del cordón…

—Primero me cuelgan del palo más alto.

—Para eso hay arriba y abajo.

—Dios Nuestro Señor dispuso que nosotros fuéramos arriba y los indios cargaran con las andas…

—Al fin y al cabo ellos se divierten mucho por debajo…

 

La feria de Juan José Arreola también es sólo una y en plena feria de Zapotlán echa tierra a los ojos para así estar alertas de que hay una deuda con aquellos a quienes les quitaron todo. Ante el cinismo y la prepotencia, autor, narradores, personajes, no pierden el sentido del humor, de la resignación, pero no renuncia, que va y que viene por la novela:

 

—¿Qué tal estuvo la feria?

—Como las naguas de tía Valentina: angostas de abajo y anchas de la pretina.

 

Esa angostura ha de ser paso para que el arriba afloje, caiga y, como el castillo del último día de la feria en La feria, se desprenda de su base de ceniza.

 

*Fotografía: Foto incluida en el libro El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, de Orso Arreola/Autorretrato de Juan José Arreola, 1971.

 

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