Fernández Almendras y la justicia propia
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La vida de un guardabosques en el norte de Chile toma un giro inesperado cuando un vecino pendenciero lo despoja de sus medicamentos y agrede a su familia, sin que las autoridades locales hagan un esfuerzo por ayudarlo
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POR JORGE AYALA BLANCO
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En Matar a un hombre (Chile-Francia, 2014), tremendo filme 3 del autor total chileno Alejandro Fernández Almendras (Huacho 09, Sentados frente al fuego 11), el tranquilo guardia forestal buen padre de familia Jorge (Daniel Candia inofensivamente barbudo) regresa al hogar en un inclemente pueblito del páramo norte chileno para celebrar el cumpleaños de su hija puberta Nicole (Jennifer Salas), padece estoicamente cual percance accidental (pues “ya estaban jugando en la calle”) el artero despojo de su hipodérmica para la diabetes durante un asalto nocturno por parte del torvo vecino pandillero Kalula (Daniel Antivilo), sufre enseguida los humillantes reproches a su pasividad que le hace su alebrestada esposa obesa Marta (Alejandra Yáñez descompuesta) y debe recoger gravemente herido de un balazo en un puente peatonal a su hijo adolescente Jorgito (Ariel Metaluna) que había encarado al agresor paterno para exigirle, él sí, la devolución de su hurto, aunque sólo sea para ir a dar al hospital, perder la posibilidad de proseguir sus estudios y motivar que el desalmado purgue apenas dos años en prisión, pero que, al salir de ella, tienda un feroz acoso vengativo a toda la familia, la cual recurre en vano a las autoridades establecidas para alejar al delincuente barrial, ya que éstas se enredan en trámites y legalismos burocráticos, tanto la fiscal (Paula Lancini) y el juez (Daniel Urrutia) como de la gendarmería de a pie, revelándose incapaces para impedir una paralizante pedriza abierta a la casa de Jorge, o un salvaje intento de violación a la hijita en despoblado, por lo que el buen hombre pacífico medita muy bien en su retiro boscoso su acto de justicia contraofensiva, practica rifle en mano contra un tipo que ha encendido una peligrosa fogata, y por fin arremete directo contra el Kalula, lo secuestra en su camión-frigorífico (“Ahora sí, súbete culiado”), lo transporta a su antes idílico territorio, lo liquida, arroja el cadáver al mar desde un acantilado y enfrenta sin mayor contratiempo a los guardias investigadores de la desaparición forzada, pero el cuerpo regresa a la superficie como si quisiera inculpar al homicida en silencio.
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La justicia propia se manifiesta como un deseo hecho indeseable realidad reflexiva porque nadie debe dejar de pensar en eso, a partir de una reacción casi sagrada contra la boca de lobo de las calles infestadas y hacia una acritud familiar llena de remanentes valores machistas y reacciones de odio ante la inutilidad legal, la agresión imbatible que se ha instalado en la vida cotidiana, una especie de dictadura de la inseguridad dominante en lo inmediato, un irónico trato jurídico al Hampón como Señor Luis Alberto Alva Alva, una urgente necesidad evasionista y enajenada-adictiva-solitaria a TVprogramas idiotas como cierto absorbente “Coliseo del Humor”, y la actitud anímica producto de todo ello, capaz de vencer cualquier escrúpulo.
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La justicia propia se vuelca por completo y se sostiene de brillante manera en función de la extraordinaria secuencia del secuestro del enemigo alevoso, con una ejecución y un timing perfectos, al apostarse por la noche detrás de un auto haciendo sonar varias veces su alarma para hacer que el energúmeno odiado encienda la luz de arriba, salga desprevenido, sea amenazado y reducido a sabandija suplicante, dándole la espantable razón a un reflexivo rapto límite de justicia por mano propia, que representa con ferocidad elocuente toda la sorda e indistinta violencia impune de cualquier miserable pueblaco o barrio marginal conocido o por conocer, con toda su inmisericorde e ineluctable eficacia para imponer su bullying adulto y criminal contra inermes familias enteras por venganza o contraataque o por el mero gusto.
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La justicia propia define así y cruelmente incrusta en el ámbito del cine latinoamericano un minimalismo naturalista alrededor de la violencia imperante que avanza y progresa creando un intolerable ámbito-relato tan corporal como el del héroe, un brutal agobio en suspenso y una terrorífica tensión extrema, pero con antecedentes tonales en la impavidez de Haneke y ópticos en El aura de Bielinsky (05), la severidad de un pie ligero y denso a la vez, que camina, cual si se abriera paso con infructuoso esfuerzo, entre sórdidas imágenes en penumbras, escurriéndose por los rincones del fotograma y anidando en espacios fractales casi maniáticos, hasta desembocar en un desesperado irse de putas y en esa reaparición del cuerpo sin vida cual objetivación expresionista de un paisaje mental que siempre había estado ahí, reinando tan remordido cuan subrepticio.
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Y la justicia propia desemboca en el recurso imaginario a la casi irrealidad, contrastante con el minucioso realismo de la descripción, pero semejante al de la parábola centrada en aquel cuerpo de un jefe político stalinista ejecutado por Fuenteovejuna que regresaba una y otra vez a la puerta de las casas en el soberbio Arrepentimiento del georgiano Tenghiz Abuladze (87), si bien ahora se trata de la parábola del diabético aullido de dolor que se emite a solas en el baño de un hotel aburdelado, rumbo a esa bota del muerto hallada sobre la arena y rumbo a ese agrietado cuerpo gélidamente pálido al que se le restituye la bota infamante previo a la reapropiación real y simbólica del difunto al interior del vehículo infernal, para enfilar ahora rumbo hacia la inane autoentrega callada, incluyendo el cuerpo del delito, a la justicia inútil ni siquiera odiada en la forma de la revisión permitida en un retén carretero, tendiente a silenciar, esta vez sí utópicamente, el sufrimiento del héroe torturado y desecho por su culpa espantosamente incallable, la culpa de un dostoievskiano crimen que es su propio castigo, aunque sea impulsado por una nebulosa noción de la justicia absoluta al interior de una fábula éticamente agnóstica e ilusamente vivencial cotidiana, con todas las implicaciones moral-sociales de su inasible caso común y vulgar.
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FOTO: Matar a un hombre, protagonizada por Daniel Candia, se proyectará en la Cineteca Nacional hasta el 13 de julio.