Fiódor Dostoievski o sobre la politización de la mística
Después de haber sido rescatado de su condena a muerte por conspirar en contra del zar, Dostoievski abraza el cristianismo y ve en su otrora enemigo no sólo a su salvador, sino al salvador de todo el mundo. Es así como comienza a desvelarse una misión profética en la obra de Dostoievski, quien además guarda una profunda visión mística de la vida que será transmitida a sus lectores
POR SOFÍA MARAVILLA
Un espasmo violento sacude el cuerpo de Fiódor Dostoievski, pues padece una enfermedad que le desindividualiza y que le arroja al vacío de la armonía universal, de la comunicación con el Dios del cual se considera un portavoz: aquello que le hace romper de la realidad, en el momento del espasmo se convierte en la apertura por la cual asoma el ojo al misterio último. Cae al suelo aullando y babeando. El filósofo y periodista Nikolái Strájov, íntimo amigo de Fiódor y quien será su biógrafo a petición de la viuda Anna Grigorievna, comenta a propósitos de estos espasmos: “Se detuvo un momento, como si buscara una palabra para expresar un pensamiento. Tenía la boca abierta. Le miré con gran atención: estaba seguro que pronunciaría palabras extraordinarias. De repente, salió de sus labios entreabiertos un sonido extraño, prolongado, absurdo, y cayó sin conocimiento en medio de la habitación”*.
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No sería de sorprender que estos espasmos fueran asumidos como un sesgo de su espíritu venido “más allá de los muros”. De ser un hombre del subsuelo, un asesino, o un idiota. Lo mismo da en el éxtasis. Lo que Dostoyevski vive como una experiencia mística que le consume la salud y la vida, es incomunicable, lo deja sin habla, sin el vínculo primero para crear-mundo, porque precisamente su experiencia está más allá del artificio en el cual está encerrado el promedio de los hombres. Hablar es, por sí mismo, ya una acción, una intervención del pensamiento puro que se traduce al lenguaje hablado, y en ese momento, en el espasmo, Dostoievski es pura idea. No era extraño que después de esos lapsos perdiera la memoria, pero también es posible que en esos ataques, Dostoievski pudiera ver más allá de los límites materiales del hombre, como un sumergimiento en las aguas estancadas de lo infinito, de lo indecible, aquello tan tenebroso que le hace callar porque incluso la palabra, que fuera creacional, al tocar el misterio con la lengua lo tornaría cenizas, y por ello, tal vez, es que Dostoievski sabe que debe cebarse en las profundas aguas turbias del inconsciente, en lo subterráneo, allí donde se cultive a costa del sufrimiento que consume la carne, como en una suerte de combustión interna, que más inflama la llama divina que vincula al hombre con lo divino hasta pulverizar la inmediatez de la vida y hacerse espiritualidad expansiva hacia el mundo.
Quien acciona desde lo subterráneo, se encuentra en el extremo espiritual opuesto del hombre inmediato, quien carece de reflexión; la abyección es un trabajo del espíritu desarrollado. Por ello es que el hombre subterráneo padece un orgullo de su propia abyección, una suerte de voluptuosidad que, como habría dicho Baudelaire, consistía en la conciencia de estar haciendo el mal: “Estoy enfermo, soy malo y no tengo nada de atractivo”. El hombre subterráneo se complace en la idea de ser idea, en la autorreflexión de la conciencia de contemplarse a sí misma y de manejarse desde los abismos, ajena al orden propio de la muchedumbre, desprovista de reflexión, que no piensa sino en lo inmediato: su seguridad, su bienestar, la satisfacción de necesidades que son mínimas en comparación de las verdaderas aspiraciones que debería tener el espíritu: la libertad absoluta, la ruptura y la transgresión de todos los preceptos menguantes, anacrónica-psicoanalíticamente castrantes.
Exclama el hombre del subsuelo: “Pero, ¡Dios mío! ¿Qué tengo que hacer con las leyes de la naturaleza y de la aritmética, si estas leyes por una razón u otra, no me gustan?”. Podríamos decir que esta frase engloba la aberración que siente Dostoievski hacia el progreso occidental, hacia la Europa hiperracionalizada que se ha olvidado del dogma religioso, del amor a Cristo, que todo lo salva… pero también del crimen, del sufrimiento, de la lucha perpetua contra la tentación para ser merecedor no sólo de la redención, sino de la resurrección misma, pues el mundo mantiene preso en los preceptos morales al hombre, en una dicotomía del bien y el mal que en realidad no le permiten ejercer su libertad absoluta, que necesariamente le guiará al mar para regocijarse en su miseria y, desde allí, catapultarse hacia lo divino, hacia el impulso único del bien por el bien mismo: “La libertad del hombre es quizás un sufrimiento, pero al cabo de la prueba, por más abyecto que sea, por más herido que esté, cae bajo la luz inefable de Cristo” (Troyat).
El hombre subterráneo opera desde una profunda crisis mística (en donde la abyección es también uno de sus advenimientos, una noche oscura del alma), niega las construcciones del mundo, las artificios en los cuales ha caído embrujada Europa, y contrapone “la chispa divina del pensamiento” al perfeccionamiento maquínico de la muchedumbre, la fuerza de trabajo. Exclama Dostoievski: “Toda la preocupación del hombre parece consistir en demostrarse a sí mismo que es un hombre y no un engranaje”.
Pero no sólo el hombre del subsuelo pertenece a esa estirpe dostoievskiana de hombres-ideas que se revelan contra el progreso y el decadentismo de la desacralización que amenaza desde Europa: todos sus protagonistas actúan más allá del como si kantiano, hacen de su propia voluntad la manera de interpretación del mundo, transgrediendo los criterios sociales, especulando desde un epicentro de movimiento carcomido por la idea, con la carne devenida puro pensamiento, a tal grado de cometer crímenes por ideales, como es el caso de Raskolnikov, quizás el personaje más famoso de Fiódor. Sin embargo, también es cierto que las historias de Dostoievski son una ardua producción estética en la cual la vida aprehendida —las experiencias, los dolores, los espasmos epilépticos— se desgarra para manar nuevos mundos: “A sus ojos, todo mal, todo crimen y todo vicio del mundo no era más que sufrimiento. Pero también el camino del hombre a través del pecado hacia la redención era un camino de sufrimiento(…) este dolor, además de salvífico, era una manera de comprender la vida y también un garante para poder ‘escribir bien’” (Walter Muschg, Historia trágica de la literatura). Así que se abren también posibilidades estéticas ante este panorama: es el sufrimiento una mística, pero también un proceso poiético mediante el cual lo vivido se convierte en materia escritural y, por tanto, en posibilidad lingüística de comunicar el tortuoso camino que Dios le ha impuesto para lograr su salvación.
La vida íntima se trasmina en esta exposición espiritual de Dostoievski. La fugacidad de la felicidad y el quebranto perpetuo en el que parece sumergido es lo que alimenta sus manuscritos: la quiebra en que lo dejan las deudas de su hermano dan las semillas para Crimen y Castigo; su ludopatía, la trama para El Jugador; sus años en la prisión le han permitido el dolor suficiente para crear las Memorias del subsuelo y su posterior delirio profético; la muerte de su hijo menor por epilepsia, la mesiánica misión del joven monje Aliocha en Los hermanos Karamazov, y esta misma enfermedad heredada por el escritor será exacerbada hasta crear un ser fuera de este mundo, el príncipe Mishkin, protagonista de El idiota. Sus personajes, al mismo tiempo que lejanos por manejarse en una suerte de realidad que nos parece ajena (la locura, el asesinato, la prostitución y el misticismo), son también siniestramente cercanos, precisamente por su carácter ominoso: opera desde ellos el reconocimiento de la sombra, el terrible corazón humano que hace latir la emanación de lo cruento, pero más aún reconocemos otra voz lejana y a la vez residente en el corazón de todo cristiano: es la inscripción paulina de la carne que se alimenta al mismo tiempo que el espíritu, esa carne que se es y que se sufre, que se desgarra, también, con el enfrentamiento de lo divino. Esos entes se encuentran en estadios liminares, en una desgarradura a punto de tornarse la tiniebla de Gregorio de Niza en la que se entra con el temor mistérico y el anonadamiento criatural.
La literatura de Dostoievski es, sobre todo, una mística del sufrimiento, una afirmación del existente desde el dolor asumido como medio para llegar a la libertad absoluta, como una tentativa que puede hacer caer a cualquiera en el abismo pecaminoso: obra desde el principio evangélico del hijo pródigo o de la oveja perdida, pues Dostoievski sabe, como iluminado tenebroso, lo terriblemente defectibles que somos como eslabón terreno, y es por ello que Dios es también compasivo sin pensar en lo hórrido de nuestras acciones.
Esta es la fatalidad que pesa sobre Raskolnikov, quien, en un inicio, parece asesinar por una vulgar necesidad: la falta de dinero que lo atormenta a él y a su familia, pero que después se enmascara bajo el supuesto principio de quebrantar los principios morales, o, digamos, los artificios de la sociedad y del mundo, queriendo demostrarse como lo que Nietzsche llamará después un superhombre, y ni la culpa ni el remordimiento pesan sobre él… en apariencia, porque sigue actuando, sin él saberlo, desde la inmediatez, como un hombre más, como cualquier ser vulgar que con el crimen envilece la más noble, o la más transgresora de las ideas. Sin embargo, pronto el cristianismo reverberará desde su más hondo espíritu cuando se dé cuenta de que ese quebranto supuestamente voluntarioso y nihilista, es, al contrario, una transgresión de orden divino: el asesinato será la única manera en que su cristianismo triunfe, paradójicamente, por vía pecaminosa, pues el pecado, no será sino un abismo sobre el cual flaquearán las voluntades, pero que es absolutamente necesario para que el hombre tienda a su propio bien, por el bien mismo, fin último del cristianismo. “Creyó que, después de traspasar el muro, lo primero que perecería en su corazón sería este instinto del bien. Pero ese el instinto del bien el que resiste la mejor prueba, y le tortura y le inclina hacia la tierra para su salvación”. Así, la historia de Crimen y Castigo ese desenmascara como el viacrucis de Cristo, pero en sentido abyecto: mientras que Cristo con su “crimen” frente al estado romano alcanza es llevado a un punto de crisis tal en que incluso se siente abandonado por su Padre, Rodia fracasa en su empresa de demostrarse como superhombre. No obstante, en el suplicio es donde alcanzarán, ambos, la gloria allende este mundo.
Somos, pues, nuestro propio Iscariote, condenado a asesinar a su Dios para consagrar su gloria, como Raskolnikov lo fue de sí, pero también somos nuestro propio Cristo, como lo descubre Aliocha, el héroe de Los hermanos Karamazov al descubrir el cuerpo putrescente del staretz Sozim, aquel cuerpo que esperaban deviniera sacro e incorrupto: Aliocha sonríe, al aceptar su sentido terreno, su misión para habitar en el pueblo y ser cabeza de su iglesia sociedad: la configuración en Cristo se encuentra más allá de los milagros que se requieren ver en el orden de la materia, pues los milagros obran en el espacio del espíritu, allí donde Cristo florece con el abono del mal concebido, pero finalmente superado. Lo que el crimen hizo a Raskolnikov llegar a fantasear con estar al mismo nivel que Dios, será redimido por la culpa, que le hará regresar al pueblo de la misma manera en que ha retornado Aliocha, quien, como un Pedro, había dudado de su fe, pero ahora, más que nunca, y sabiendo que la Civitas Dei agustiniana sólo puede ser posible en la tierra, ha recuperado la fe y ha comenzado con la labor profética de la cual también Dostoievski, a su manera, participa.
Indica Walter Muschg en su Historia trágica de la literatura, que “el profeta es prisionero de Dios y tiene que soportar durante toda su vida su tarea, como una carga sobrehumana (…) Su visión es una misión que lo lanza fuera de su existencia natural (…) El profeta está por encima de los hombres porque siempre y en todas partes dice la verdad (…) su tragedia exterior consiste en que el pueblo se niegue a creer en él, se burle de él y lo persiga. Pues no hay otra prueba de la existencia de Dios que el valor y la voluntad del sacrificio de su siervo”. Así, el profeta es además portador y obrador de la palabra divina, o sea que es quien al verbalizar en lengua humana los designios divinos, construye en el acto un mundo, o al menos, disemina la semilla de ese mundo por venir; tal como fue Moisés “sustituto” de Dios en la tierra, ahora es el turno de Dostoievski: su voluntad de poder proviene de la conciencia que tiene de ser el representante de la Verdad Absoluta.
En 1860, cuando Fiódor llega a San Petersburgo luego de una década de ausencia (durante la cual habrá pagado su condena tras haber sido condenado en 1849 por pertenecer al Círculo Petrashevski acusado de conspirar en contra del zar Nicolás I, para después permanecer exiliado en Tver), posee un amor por su tierra y por el zar que le hace diferir de los ánimos políticos del momento: está exorcizado del socialismo, ha abrazado el cristianismo en el momento en que ha estado a punto de ser fusilado y en cambio, un intempestivo edicto del zar camba su pena de muerte por una pura de trabajos forzados en Siberia: “en el lugar de la ejecución pasó como un relámpago por su mente la idea que debía de llenar toda su vida: que como hombre libre y sin dios había sido prisionero, que la mazmorra era para él la puerta a la verdadera libertad (…) En sus años de prisionero, vegetando como un “enterrado vivo”, su rostro adquirió la impresión medio de criminal, medio de Jesucristo, que lo convirtió en símbolo del poeta moderno. La prisión le enseñó que el hombre sólo puede sentirse verdaderamente libre si levanta su mirada hacia Jesucristo. El pensamiento socialista se combinó con esta conmoción religiosa para formar una nueva idea de redención. Ahora Dostoievski ya no tenía en mente la liberación de proletarios, sino la resurrección de Jesucristo en el hombre que sufre” (Walter Muschg).
Aunque Dostoievski es celebrado como un partidario de la liberación que pugnan los universitarios y aclaman al autor de Recuerdo de la casa de los muertos, sabe que no son capaces de comprender sus verdades políticas: las manos de Dostoievski escriben desde una realidad que está más allá de los muros políticos, de la aparentemente infranqueable contradicción de la humanidad, pues Dostoievski habla como un profeta, siempre se ha sabio de esa manera, pero porque es un alma hermanada a su tierra lo mismo que a su cielo: el del misticismo cristiano ortodoxo. ¿Entonces cómo puede ser comprendido por un montón de juventudes nihilistas? Más adelante, Dostoievski dirá en su autopublicado Diario de un escritor que se siente decepcionado e incluso avergonzado de las decisiones políticas de la juventud rusa, que lo único que demuestran es el descenso de la educación y de la inteligencia rusa.
Dostoievski sabe que el socialismo no puede saciar al hombre porque carece de aquello que, años después, Unamuno describiría como “el hambre de inmortalidad”: su carácter excesiva y míseramente inmanente sacrifica la trascendencia, la esperanza del más allá y de la resurrección, ¿Por qué? Precisamente por el lazo que, Dostoievski “sabe”, une al hombre con lo divino: ese sentimiento de criatura que, sin embargo, se revela, pues los revolucionarios enaltecerán como rey salvífico a un máximo líder. La historia y sus revoluciones se le han de mostrar a Dostoievski a partir de entonces como “lo demoníaco”, de tal manera que su más evidente trabajo al respecto quedará registrado en Los poseídos, una suerte de texto que resultará más un tratado profético que una simple parodia grotesca de los ideales socialistas: curiosamente un adversario de su pensamiento, Marx, habrá de decir que la historia se repite como farsa, y el siglo XX se desvelará como una farsa siniestra de esas intuiciones plasmadas por Dostoievki. Siempre la materia quebranta la prístina concepción de todo ideal…
Si Crimen y Castigo fue la historia del hombre que intentó transgredir todo orden moral, Los poseídos será la historia de un pueblo que desconoce los principios de la fe, y por tanto, que se pierde. Para Dostoievski, no hay libertad sin Dios. Por ello es que el camino de la revolución, el que coloca a la humanidad y a sus esfuerzos en el lugar de lo divino, en realidad es el camino que los llevará, como se verá más adelante, a su propia destrucción (por una parte individual, porque el temor y el odio de un crimen compartido generan la unidad) Pero, ¿podría ser este el único camino también de la salvación colectiva? ¿El del crimen de Estado que pueda devenir, en su momento el crimen del pueblo divino, salvífico, una vez que la culpa haya horadado la conciencia?
Hace hablar Dostoievski en Vierjovvenski, personaje de Los poseídos, a los ideales más abyectos de la revolución: son hombres que matan, que calumnian a Dios desde las escuelas, que asesinan a los mujik sólo por el mero placer y la afirmación de su superioridad; los revolucionarios además rebajan el nivel de la educación, de las ciencias y de las artes, es decir: desensibilizan el espíritu y nutren únicamente sus ideales, al punto que hacen tabula rasa del espíritu ruso previo al socialismo: “ La fuerza más importante, el cemento que lo une todo, es la vergüenza por tener una opinión propia”. Esto será, pues, la contradicción de la espada que opone al hijo con el Padre, según los evangelios: “traeré espada y no paz”, dice Cristo al momento de revelarse contra el estado romano y contra la corrupción del pueblo de Judea dirigido por los abyectos sacerdotes; pero estos poseídos buscan la nulificación del espíritu, la colectividad terrena en la que ha muerto la fe y, por tanto, la configuración en Cristo. Se oponen al otro, más no para convertirlo a la libertad, sino para restársela.
No es menos grave su aversión hacia Europa, pues Fiódor la cree carcomida por el catolicismo: “El Occidente ha perdido a Cristo (por culpa del catolicismo), y por eso se está muriendo, únicamente por eso”. Pero también arremete contra el socialismo francés: “Los hombres de este movimiento no hacen más que pregonar el paraíso terrenal y, apenas están en el poder, demuestran ser completamente incapaces de decir algo positivo… Cortan cabezas”. Europa se le representa entonces como el Templo de Baal, una tierra sin Dios condenada por la corrupción del Papado y por le progreso como efervescencia siniestra, consecuencia del protestantismo. En cambio, su amor hacia Rusia resulta incluso ominoso, delirante: será el pueblo ruso el que, según el escritor, lleve la salvación al mundo entero, más no la Rusia de los poseídos por los ideales socialistas, sino la verdadera Rusia, la del trabajo y la fe, la de los Mujik hechos a semejanza del dolor de Cristo.
Ya lo había anunciado desde Los poseídos en las palabras de Shátov, defensor empedernido del cristianismo ruso: “La meta de todo movimiento popular es únicamente la búsqueda de su propio Dios. Cada pueblo ha tenido su propio Dios, es una señala de decadencia cuando los pueblos empiezan a tener dioses comunes… Cuanto más fuerte es un pueblo, más exclusivamente personal es su Dios.” De allí que el cristianismo salvífico del que habla Dostoievski sea una cuestión ya no universal, sino nacional: “Creo en Rusia, y creo en su ortodoxia”, agrega este iluminado dentro de Los poseídos.
Es Dostoievski un resucitado como lo es Raskolnikov en Siberia, y es el zar Alejandro II su redentor, pues él le ha salvado de la muerte con su edicto. Desde este momento, Fiódor comienza la politización de la mística, la necesidad encarnada de ser un profeta, y hacer saber al pueblo ruso la misión mesiánica de la cual deben responsabilizarse; será una tarea ardua, pero que no podrá lograrse hasta que no se comprenda, pues, que se debe actuar con un Corpus Christi, y el zar será la cabeza de esa iglesia salvadora del mundo, la ortodoxa. “Es el Cristo el que resucitará a las legiones de Lázaros”, dice Troyat, pues la iglesia católica no logró el metido de unificación en el cuerpo del divino hijo. Diario de un escritor será, pues, el espacio de transmisión de estas ideas.
El pueblo ruso para Dostoievski es “el bárbaro que espera la luz”, desfigurado por sus vicios, doliente, pero aún “puro en su interior”. A causa de su miseria, pero también de su entrega, Rusia será elegida como pesebre de Cristo, y será precisamente este pueblo iluminado el que abra la venia para la resurrección no sólo de la tierra eslava, sino de la Europa donde reinan toda suerte de demonios: “ser un ruso verdadero y completo significa quizá volverse hermano de todos los hombres, un hombre universal”. La gran fortaleza de Rusia, para Dostoievski, radica en la ignorancia y la fe del mujik. Claro, no hay que pensarlo peyorativamente: esta ignorancia hace referencia al estadio de la infancia en que la entrega al mundo era absoluta, una suerte de confianza en el porvenir y en la palabra divina que todo lo crea; la ignorancia también es un valor contrapuesto al afán de progreso que “azota” al resto de Europa, y a la falta de fe como consecuencia de avance científico e industrial: “Se pretende que el pueblo ruso no conoce el Evangelio y que incluso ignora los mandamientos de nuestra fe. Sí, verdaderamente es así, pero conoce a Cristo y lo llevará en su corazón eternamente”.
Así, será el poder transformador de la iglesia cristiana ortodoxa la que convierta al mundo al camino del Bien y logre vencer las fatalidades del socialismo europeo, que sólo instiga a las masas al egoísmo y la catástrofe de la humanidad. Será entonces el “Advenimiento de la tercera idea universal: el triunfo del Imperio Romano de Oriente y su Iglesia por encima de la corrupción del papado y del protestantismo.
Esta suerte de promesa será visible en Los hermanos Karamazov, con Dimitri e Iván (el uno representación del hombre romántico-católico, el segundo, de las consecuencias secularizadas del protestantismo) en “proceso” de redención por el crimen del asesinato al padre por el bastardo cuarto hijo Smedianov (producto de una violación a una mujer loca, una paria fuera-del-mundo), quien ha adoptado los ideales ateos de Iván pero en una grotesca farsa (cual endemoniado), mientras que el último hijo, el joven monje Aliocha, será la promesa redentora del mundo, y un proceso escritural que en ello se quedó, pues la muerte alcanzó primero al profeta-salvador-zarista Fiodor, pero el sermón final de Aliocha se queda para siempre recordarnos que hemos sido buenos, que debemos elegir ser buenos, no importa cuando dolor e injusticias hemos de pasar, pues el amor al prójimo nos hará recordar que también somos amados, infinitamente y a pesar de nuestra abyección, por Dios.
Puede que caigamos en la tentación de señalar que la figura del profeta es característica de las sociedades bíblicas, pero nadie nos asegura que a estos puntos de avance técnico y secularización, nosotros hayamos logrado salir de ellas. Los ateos se esmeran en decir que sí, pero el desarrollo y resistencia del sentimiento religioso ofrecería una lectura contraria: las sociedades bíblicas existen, evolucionan, se mueven y se escriben a sí mismas como un contrapeso del orden racional, y de su depravado y tedioso vástago, el absurdo. Quienes creemos, nos mantenemos en la creencia de que nadie puede quitar la lengua de la llaga de Cristo una vez que estamos infectados de su fe enterrada. Hasta el sentido de tierra está regado con su sangre divina. Pero, ¿quién soy yo para declarar una verdad última? También los ateos libran sus propias batallas con lo divino. Suficiente Dios tienen por mancillar, como para insistir que esa no es sino una consecuencia de su inconfesa fe, pues no hay posibilidad de ateísmo, si antes no partimos de un Dios al cual negar.
Sostengo firmemente que Fiódor Dostoievski no pensaba muy diferente de mí, o al menos eso me gusta creer desde mi devoción lectora a él y mi alma piadosa. Perdóname, Fiódor: te hablo desde mi catolicismo, desde ese templo de Baal que tú condenas, pero en el fondo sabemos que lo que nos da subsistencia a ambos, es la configuración abyecta en Cristo. Y a ti, específicamente el delirio de profeta que caracterizó tu vida después de haberte salvado, como a un Lázaro, de la muerte.
*Cita rescatada de la biografía que hace Henri Troyat.
FOTO: El autor ruso a menudo utilizaba a sus personajes para comunicar a través de ellos la representación de sus ideas/ Crédito: https://fedordostoevsky.ru/
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