Florencio en su laberinto

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POR GUSTAVO ARANGO 

@gustavoarango

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Julio Cortázar era un lector entusiasta: subrayaba, comentaba, dibujaba, guardaba objetos y mensajes entre las páginas de sus libros. Su biblioteca es el retrato minucioso de su derrotero intelectual, de sus admiraciones y rechazos; también, de sus reacciones más íntimas, de lo mórbido y lo trivial. En la primavera de 1993, Aurora Bernárdez, su primera esposa y albacea literaria, puso la biblioteca personal de Cortázar al cuidado de la Fundación Juan March, de Madrid. Desde entonces está allí a disposición de estudiosos y público general.

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Al principio era difícil conocer la magnitud del tesoro. En el 2006, cuando visité por primera vez la biblioteca, la búsqueda era como un juego de adivinanzas. Entonces, como ahora, no había acceso a los estantes y los funcionarios entregaban, cada vez, un máximo de tres libros. Era posible pasar horas hojeando, entregando y recibiendo tomos en los que no quedó ninguna huella. La intuición o el conocimiento de los gustos de Cortázar eran el único recurso para atinarle a algo valioso.

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Cortázar ponía su nombre en la primera página de los libros que hacía suyos; en los más antiguos firmaba con el seudónimo que usó en su primer poemario, Julio Denis, o con su nombre completo: Julio Florencio Cortázar. Subrayaba todo lo que le interesaba. Trazaba líneas verticales al lado de los textos que quería destacar; el número de líneas determinaba la importancia que les daba. Corregía erratas. Escribía notas a pie de página. Leía y comentaba en español, inglés o francés. Creaba índices temáticos en las páginas finales de los libros. Cuando estaba juguetón, dibujaba. En ocasiones, escritura y dibujo eran una sola cosa: en la primera página de una guía nocturna de Londres aparece una mujer desnuda y la jota de su nombre nace en el sexo de la muchacha.

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Algunos libros son minas de información. En su ejemplar de Otras Inquisiciones podría decirse que escribió otro libro en los espacios en blanco. El libro tiene una pasta dura con el nombre de su dueño en el lomo. Los subrayados en lápiz (en otros libros usa tinta negra, azul o roja) están por todos lados. Buena parte de las notas las hace el intelectual, el estudioso de la literatura; pero de vez en cuando quien lee es el niño que subraya la palabra calidoscopio”, el enamorado al que le han roto el corazón: Lo quiso con el triste amor que inspiran las personas que no nos quieren, o el lingüista atento a los matices de lo erótico: Argentina: concha=vulva.

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Cortázar se permite señalar las limitaciones de su maestro. Cuando Borges dice que el realismo argentino del siglo XIX habría producido algunas admirables crueldades… que los norteamericanos no han superado, Cortázar le replica: Tú no has leído a Dashiell Hammett. Cuando Borges afirma que El infierno, de Barbuse, es un libro olvidado, Cortázar lo contradice. En el último ensayo de Otras Inquisiciones, Nueva refutación del tiempo, Borges habla del barrio de su infancia como un “confín que he poseído entero en palabras y poco en realidad”, y Cortázar replica, no sin cierta crueldad: Eso para tu epitafio”.

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Algunos de los libros de Cortázar tienen tantas anotaciones y subrayados que darían para cursos completos de literatura. En el Tristam Shandy, de Sterne, aparece la idea del “lector macho” que tantas críticas le reportó a Cortázar. Entre los místicos españoles es posible encontrar pasajes donde Rayuela encontró inspiración. En el Ulysses de Joyce, o en las obras de Lewis Carroll, Sade, Kafka y Oscar Wilde, los subrayados son reveladores.

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Cortázar parecía sentir poco entusiasmo por sus contemporáneos de Hispanoamérica: los libros que le dedicó García Márquez no tienen un solo subrayado; apenas dos o tres frases de Onetti y de Carlos Fuentes llegaron a interesarle (cuando Fuentes compara a Rayuela con el Ulysses, Cortázar exclama: “Oh oh, rubor”); a Octavio Paz lo denuncia por robarle la idea de que Poe y Baudelaire eran la misma persona. Sólo Neruda y Lezama Lima lo hacen exclamar de admiración.

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Los libros más viejos, los de su juventud, tienen un encanto especial. Hay en la biblioteca un libro, Píndaro en la literatura castellana, dedicado en 1930 por Arturo Marasso a su querido discípulo Florencio Cortázar. Hay una edición de Los trabajos y los días, de Hesíodo, que Cortázar leyó y llenó de anotaciones cuando tenía 19 años. Ahí está también un libro que Cortázar le regaló en 1935, with the deepest affection, a Francisco Paco” Reta, el amigo de juventud cuya muerte nunca dejó de lamentar.

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Entre los libros más anotados de aquella época está The Letters of John Keats (1947), que Cortázar hizo suyo el mismo año de su publicación. Cuando Keats se pregunta quién preferiría vivir en Londres, “cuando existe un lugar como Italia”, Cortázar le responde: Sí, mi pobre John, un lugar donde morir”. Al lado de una hermosa carta que Keats le dirige a Frances Brawne, Cortázar dice: Imaginen a la pobre y simple muchacha recibiendo cartas como ésta”. Cuando Keats dice “Soy un cobarde, no puedo soportar el dolor de ser feliz” y Caminaba por las calles como por una tierra extraña”, el lector entusiasta se pregunta y nos pregunta: “¿Estará loco o no?”

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A pesar de lo difícil de la búsqueda, la primera visita a la biblioteca arrojó hallazgos abundantes. Hay un poema de Borges, dedicado a Alfonso Reyes, escrito a máquina y con algunas revisiones; el enigma que representa ese poema nadie ha podido descifrarlo. Su libro Las tribulaciones del estudiante Törless, de Robert Musil –que Cortázar leyó en Viena– está lleno de dibujos. Perdidos entre las páginas de los libros era posible encontrar la hoja de un viejo otoño, boletos de tren, listas de tareas y mercado: “banco, ropa, aceite, café, dentífrico, depilador, papel higiénico, jabón. También había manchas de café o de sopa, pelos lacios y negros, y hasta ocasionales huellas dactilares de sangre o sustancias cuya naturaleza mejor es no indagar.

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La carta y el polizón

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Entre los objetos más curiosos está una carta a Roger Callois, en respuesta a su libro L’incertitude qui vient des rêves. Allí Cortázar deja entrever lo mal que le cae el autor del libro (Callois fue un obstáculo para que Rayuela llegara a Gallimard), y hace una apasionada exposición de su propia teoría de los sueños. Aunque no tiene fecha, la carta debió ser escrita en 1956 o poco después. Es un texto largo, de furia contenida, cuidadosamente mecanografiado, con subrayados enfáticos y hasta con notas de pie de página. No es posible saber si Caillois alguna vez la recibió y, si fue así, es poco probable que tuviera interés en divulgarla. Lo cierto es que, como ensayo sobre los sueños, merece mejor suerte que aburrirse entre las páginas de un libro.

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Pero el gran hallazgo no fue el poema de Borges, ni la carta a Caillois, sino un texto muy inédito que parecía puesto allí para que alguien lo encontrara. Un tema central para Cortázar era lo que llamaba las “figuras”: las casualidades que no son tales, las redes de acontecimientos, las constelaciones de las que somos parte. La presencia de Mimesis, de Eric Auerbach, entre sus libros era promisoria y no decepcionó. Cortázar leyó y anotó profusamente la edición del Fondo de Cultura Económica publicada en 1950. Como si eso fuera poco, en la última página escribió un texto a lápiz, completo, breve y marcado con la fecha de escritura. Tiene el nombre bien puesto: Polizón, y pudo haber seguido escondido por mucho tiempo:

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Polizón

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La canción la silbaba el marinero de proa

y del viento pasó a los labios del grumete en el pañol

repitiéndose, más aguda, hacia el puente donde una pasajera

la tuvo entre los dedos como un vilano,

dejándola flotar hacia atrás, titubeante,

en busca de alguien que supiera alzarla del silencio que acechaba.

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Fui yo quien vino a salvarla de la charca en que se hundía,

y la dejé seguir hasta el tripulante de boina azul

que abrazado a un ventilador jugaba al oso;

por él nació otra vez, grave y segura,

y ya nada detuvo su ronda hasta la popa

donde un marino de dormido rostro la sostuvo un segundo.

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 (Ay, ay,

 ay, ay,

 canta y no llores ____)

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 Y la dejó ir, burbuja última mezclándose al pavo real furioso de la estela.

 Provence, 18/10/57

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Regreso a la biblioteca

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Después de aquella visita en el 2006, quedé con la sensación de que la biblioteca de Cortázar tenía todavía muchos secretos por revelar. En un mes de trabajo sólo había conseguido revisar un diez por ciento de la colección. A principios de este año encontré una oportunidad para volver. Ahora la información del catálogo es más detallada. Sabemos que la biblioteca está compuesta por 3 mil 786 libros en 26 lenguas diferentes (predominan el inglés, el francés y el español), que 855 tienen la firma de Cortázar, que 515 tienen dedicatoria de sus autores, que 397 tienen subrayados y anotaciones, y que 48 tienen lo que la Fundación Juan March llama “traspapeles”. Así identifiqué algunos libros que no había mirado la primera vez y que podían ser de interés y, en marzo pasado, volví a recorrer los pasillos de ese sitio donde la voz de Cortázar no deja de resonar.

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Los cazadores de reliquias obligaron a que los papeles y objetos fueran remplazados por reproducciones a color, pero aún es posible encontrar entre las páginas algún tiquete de tranvía o la carta de un amigo. En cuanto a las anotaciones, no dejan de sorprender.

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Al comentar a los autores argentinos, Cortázar se vuelve personal. Al pie de un relato de Raúl González Tuñón escribe: “Me hubiera gustado escribir esto”, y agrega: “Un gran poeta, un hermano”. Al final de un poema de su cuñado Francisco Luis Bernárdez (“Cántame tus cantos hasta dejarme poco a poco adormecido”), Cortázar agrega socarrón: “Como el lector”. Marcos Fingerit le parece “un pajarón” y de un tal Mario Binetti afirma que es un “pelotudo confirmado”. A Silvina Ocampo le dice: “Eres una infame y una imbécil. Ni siquiera has sabido aprovechar todo lo que le debes a Borges”.

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En la biblioteca abundan los libros de arte y las colecciones de relatos fantásticos, de ciencia ficción, de horror (Ambrose Bierce y Stephen King tienen muchos subrayados) y una admirable selección de relatos sobre vampiros. Pero los libros que más sorpresas ofrecen son los de poesía. Unos versos de Lope de Vega hacen que Cortázar recuerde a García Lorca (“El puro reconocimiento. Una maravilla pagana”). Un pasaje de Chaucer le parece “Wonderful”. En Ferlinghetti encuentra una tendencia a citar versos ajenos. “Edgar Allan Poe está bueno y sano en casa de Helen Adams”. Pocos autores inspiran tanto a Cortázar como Anne Sexton; en sus Cuadernos de la muerte reacciona a los poemas con dibujos y exclamaciones. Al final del poema de T. S Eliot, “Eyes that last I saw in tears”, Cortázar escribe en inglés: “Recuerdo los ojos de mi amigo muerto”.

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Hay una antología de poesía inglesa que tomaría meses leer y degustar. Cierto poema de Ben Jonson le parece perfecto. El poema “Hombre”, de George Herbert, es “toda una síntesis poética del pensar contemporáneo y medieval”. Subraya y llena de exclamaciones un poema de Coleridge: “Alone, alone, all, all alone, Alone on a wide, wide sea! And never a saint took pity on my soul in agony”. Sobre Christina Rossetti (“Ven a mí en el silencio de la noche; Ven con el elocuente silencio de los sueños”), dice: “Vale más esta desgarrada sencillez que todas las retóricas de los grandes”. También expresa rechazos: “Pérdoneme, Mr Frost, pero aquí dónde está la poesía?” A Edward Thomas le dice: “Estás loco”, y al pie de unos poemas de Emily Dickinson exclama: “No me gusta esta señora”.

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Esta nueva visita a la biblioteca no deja de deparar grandes hallazgos. En la última página de un folleto de Claude-Edmonde Magny, Lettre sur le pouvoir d’écrire, aparece un poema del que los conocedores de la obra de Cortázar no tenían noticias. Ahora, que por primera vez sale a la luz, está también abierto a interpretaciones:

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Mensaje a una reina

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Majestad: manos numerosas se pasean

A orillas de tu espléndido palacio

Alimentándose de palabras

Y cornucopias de donde salen leyes masticables

Y cintas amarillas

¡Todo está tan viejo cuando nace!

Por qué eres reina, por qué juegas

A desatar el macramé de un tiempo pegajoso

Mientras te pintan una a una las cutículas

Y los mendigos, en acción de gracias,

Van llenando un sombrero de retazos manchados

Que el chambelán te traerá entre reverencias

Bajo la forma de un Te amamos, Reina,

Que vivas muchos Años, hurra hurra

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Es de esperar que, con el tiempo, todas las notas y subrayados de la biblioteca lleguen a estar disponibles en línea. Entonces, cualquiera podrá recorrer ese espacio semejante al infinito donde Julio Florencio Cortázar sigue leyendo y opinando, corrigiendo, exclamando y dibujando, y en ocasiones haciendo afirmaciones que causan estupor. Tal es el caso de un libro sobre criminales, donde resulta intrigante su interés como lector. Allí, después de la frase: “La cabeza fue cortada sobre un balde, para recoger la sangre, y la señora Hayes quiso hervirla para destruir los rasgos…”, Cortázar reacciona con la palabra: “Nice!”.

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Pero quizá sea mejor terminar con otro tono. No es de extrañar que en la biblioteca de Cortázar aparezcan varios libros sobre los laberintos. Cómo buen discípulo de Borges, a Cortázar le encantaba ese símbolo intrincado. Los reyes, una de sus primeras obras, explora y subvierte el mito de Teseo y el Minotauro. En su biblioteca hay un libro en francés que le gusta, aunque las referencias a los mandalas le parecen pobres. Hay otro, El libro de los laberintos, de Paolo Santarcangeli, que lo exaspera; entre otras cosas porque olvida tener en cuenta las rayuelas. En la última página de ese libro, Cortázar describe lo que llama el sentido profundo del laberinto:

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“Un corte transversal de un cuerpo de mujer a la altura del sexo da: a) entrada vaginal; b) vísceras (intestinos, útero)”.

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Y concluye:

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“El laberinto per se es 1) soledad/aislamiento incluso al lado de otros, en el centro de una ciudad o una multitud; 2) peligro de extravío definitivo, muerte por hambre; 3) angustias colaterales: circulo vicioso, volver al punto de partida, encontrar…? Pero todo eso puede verse recompensado por el hallazgo de un “centro” y de ahí una salida. La utilización iniciática es casi fatal. Ninguna otra máquina puede remplazar el laberinto como terror lustral”.

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FOTO: Ilustración de  Rosario Lucas

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