La demolición del Estado cultural
/
Frente al ataque en contra de los becarios del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, esta es una defensa de las instituciones garantes del libre diálogo entre creadores y la sociedad
/
POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Observo con avidez la reciente Poesía reunida, de Coral Bracho, y me pregunto si más valdría reencontrarme con su obra, enseñada en las universidades de los Estados Unidos, antes de repudiar, como ya lo han hecho varios colegas, la insidiosa publicación de Notimex, difundida hace unas semanas. Esa infografía pretendía denunciar a los creadores artísticos que disfrutan actualmente o disfrutamos en el pasado, de las becas del Fonca. Pienso qué estará escribiendo Elsa Cross, otra de las aludidas y si ella, nuestra poeta mayor, se habrá distraído ante ese acto de mala fe donde se nos “exhibe” a quienes nos reelegimos –tras un año forzoso de veda– porque el reglamento así lo permitía, como lo permite, debido a su escalafón, el Sistema Nacional de Investigadores.
Me pregunto si los gacetilleros que hicieron circular esa “denuncia” habrán leído a David Huerta, una de las voces poéticas más finas y complejas de la lengua, mientras que advierto que los 32 mil 173 pesos mensuales será la cantidad que actualmente devengan merecidamente los creadores porque ese monto era distinto en el pasado. ¿Sabrán en Notimex que los libros de Alberto Ruy Sánchez se leen ávidamente en París? Asumo que no les importan los miles y miles de niños que disfrutan de la lectura de Francisco Hinojosa. Mucho pedir sería que leyesen a Maurice de Guérin o a Emily Dickinson filtrados por la voz de Jorge Esquinca.
Seguramente ignoran lo mucho que de arte clásico y moderno sabe Jaime Moreno Villarreal, no se han encontrado con el Chiapas profundo emanado de la poesía de Efraín Bartolomé y les tiene sin cuidado que sea Antonio Deltoro el autor del poema más bello escrito sobre un padre en México, ni que antes de Javier Sicilia la poesía mística de matriz católica era una reliquia entre nosotros o que Myriam Moscona destaca, a su vez, por darle dignidad literaria al venerable ladino de los judíos sefaradíes. ¿Cuántos jóvenes oyeron hablar por primera vez de Schumann o de Hölderlin gracias a Francisco Hernández? No han leído tampoco, los insidiosos, las novelas de David Martín del Campo ni las de Pablo Soler Frost, estos dos últimos asombrosamente precoces como narradores. Ignoran en Notimex que Fabio Morábito es el escritor más notable de su generación, traducido a varias lenguas, para hablar solamente de los becarios en letras sometidos a la intentona de escarnio.
A la insidia facciosa le salió el tiro por la culata: queriendo denunciar privilegiados, publicaron una lista de grandes escritores mexicanos. Faltan en ese repertorio de infame intención varios autores esenciales que también han sido becarios y alguno que otro sale sobrando. Pero estoy seguro de que los lectores de los autores incriminados sin duda estarán orgullosos de que el Estado mexicano los haya munido, con un estipendio digno, durante esos prolongados períodos necesarios por los verdaderos artistas para culminar una obra.
No son tan pocos ni tan despreciables, como “lo razona” el populismo, quienes leen a Bracho, a Huerta o a Soler Frost y quienes mejor lo sabemos somos los propios becarios que durante años viajamos gustosos por la República descentralizando nuestra literatura. En Mazatlán, en Campeche, en Hermosillo, en San Luis Potosí, no se diga en Monterrey (es probable que exista una correlación entre las malvadas becas y el auge de la literatura norteña), encontré lectores ejemplares, universitarios los menos porque la mayoría encarnaban al lector común al cual le dedicó sus empeños Virginia Woolf como crítica literaria: amas de casa, camioneros, personas adineradas ávidas de cultura y estudiantes que llegaban a mis cursos o talleres tras haber dormido en el parque.
Esas actividades las realicé no porque fuese obligatorio –no lo eran hasta que se instituyó propiamente la retribución social– sino porque soy vasconcelista y me emociona el encuentro de una persona con un libro. Las Geórgicas de Virgilio o Los de abajo de Mariano Azuela están más cerca de muchos de aquellos lectores “silvestres” que de mí, como pude comprobarlo en aquellos viajes. Conjeturar que la cultura se democratiza pulverizando su nivel es desdeñar al público lector y todos los intentos populistas de rebajarlo han fracasado tristemente. Muchos escritores eminentes nacieron lejos de los libros. Su viaje hacia una biblioteca es la hazaña ante el Altísimo.
Hay que decirlo: los autores denunciados se caracterizan –en sus poemas, cuentos, ensayos y novelas– por hacer lo que, a falta de una mejor caracterización, se llama alta cultura. Si los populistas rusófilos, con el apoyo gritón de un jenízaro ofendido porque el filósofo le es ilegible, impidieron que el aeropuerto de Kaliningrado llevase el preclaro nombre del “extranjero” Kant y hasta una estatua suya fue vandalizada, es natural –guardadas las proporciones– que en México, a los becarios del Fonca se les saque a paseo con un sambenito. Así actúa donde quiera el populismo.
De lo que estamos hablando es de mecenazgo público y si se puede discutir todavía, de cómo puede y debe funcionar en México.
El mecenazgo –así llamado por Mecenas, amigo de Horacio y Virgilio– es antiquísimo y no fue nunca del todo desinteresado. Contra lo que suele pensarse, una vez pasado el episodio vasconcelista, el Estado mexicano dejó de ser un gran patrón de las artes. Había, desde luego, plazas en el servicio público y diplomático sobre todo para los escritores, pero iniciativas como el Centro Mexicano de Escritores, tuvieron un origen privado y apoyo de las fundaciones estadounidenses. Se entendía que con la UNAM bastaba para darle cobijo a los aspirantes a escritores, entreteniéndolos estudiando derecho.
Durante los años ochenta, el INBA y otras instituciones, empezaron a becar escritores, hasta que el gobierno de Salinas de Gortari retomó una iniciativa de Gabriel Zaid, promovida desde Plural, en 1975, para crear un Fondo de las Artes. Desde 1989 y desde 1993 con una organización más precisa, la inmensa mayoría de los escritores serios del país ha gozado de ese apoyo gubernamental, presupuestalmente insignificante para nuestro erario, pero envidiado por los creadores no sólo del resto de América Latina sino de los Estados Unidos, donde un escritor, si no se refugia en el taller de escritura creativa de alguna universidad o triunfa con holgura en el mercado, está perdido. Sólo un puñado de escritores han rehusado, en México, las becas, sea por razones políticas o personales. Y no debe olvidarse que los Estados replicaron el sistema, habiendo acceso, así, a la beca federal o a la estatal. Desde luego que no faltaron, en los jurados y entre quienes ganaron la beca, algunos pícaros y memorables pillos. Fueron denunciados por la propia comunidad y logramos, gracias a la eficacia de una burocracia cultural de altísima probidad, un código de honor ejemplar.
La inmensa mayoría de los becarios –hablo sólo de letras– honraron el dinero público que devengaron y libros esenciales como La maldita pintura, Dylan y las ballenas, Erdera, Cabaret Provenza, Leonora, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Rosas negras, Sobre la naturaleza de los sueños, Huesos en el desierto, Ante un cálido norte, La noche en blanco de Mallarmé, Edén. Vida imaginada, El testamento del dragón, entre tantas otras obras en prosa, en verso o ensayísticas, fueron escritas, en cierta medida, gracias al mecenazgo público. Y soy cauto porque estoy convencido de que, no existiendo el Fonca, de todas maneras se hubieran escrito esos libros (aunque publicarlos hubiese sido acaso más difícil dada la coedición, esa otra vertiente del mecenazgo), porque en los campos infernales donde padecían los escritores rusos, como en los castillos neblinosos donde se alojaba el afortunado Rilke –en el sufrimiento o en la abundancia–, el verdadero escritor, escribe. Aquella o aquel que se hizo pasar por escritor para ganarse la módica beca, si existe, lo que ganó fue instantáneamente el olvido.
Por supuesto que el Estado deseaba legitimarse con esas becas como debe hacerlo ante otros agentes sociales, pero no puede demostrarse que la conciencia de los escritores haya sido “comprada” por el malicioso gobierno. Numerosos becarios, jóvenes o no tanto, acudieron a las convocatorias de Marcos en Chiapas y ninguno de ellos vio cancelado o mermado su estipendio por apoyar a quien se proponía, nada menos, que tomar por las armas la Ciudad de México. Varios de los becarios eméritos apoyaron con entusiasmo y hasta la estridencia al actual Presidente de la República cuando echó las sandalias al polvo en sus campañas electorales. Recientemente, escritores de silueta muy radical no han tenido empacho en pedir la beca y por fortuna la ganaron. No faltó tampoco una escritora que tras recoger su Premio Nacional aprovechó la oportunidad para regañar al jefe de Estado en turno. Se llevó su galardón y sigue cobrando su beca porque era muy alta la sofisticación de ese Antiguo Régimen hoy en proceso de demolición, ejecutor en su día de crímenes y aceitado por la cleptocracia, pero que también fue la casa de los Torres Bodet, los Cosío Villegas, los Orfila Reynal, los Martínez, los García Terrés y los Tovar y de Teresa, quienes serán recordados, al menos, como gestores de una Edad de plata de la literatura mexicana.
Entiendo la posición ultraliberal de que un Estado mínimo no debe subvencionar a las artes, pero esa discusión es propia de países de otro ámbito donde la lectura es una tradición consuetudinaria y la excelencia caracteriza a la educación desde el jardín de niños. Semejante discusión es absurda hoy en el contexto mexicano: la demolición populista de nuestras instituciones democráticas, entre las que se cuentan las alojadas en el Estado, lo mismo aquellas que orbitan autónomas en torno a éste, como las universidades públicas y las instituciones académicas. Todo régimen populista es incompatible con la alta cultura, se exprese en el arte o se exprese en la ciencia. La avaricia dizque franciscana está actuando en consecuencia para sustituir a la ciudadanía libre por una clientela electoral a la cual instruirán con propaganda nacionalista retrógrada y con los restos impresos del naufragio bolivariano.
Sin hablar de quienes reconocen haberse equivocado en las urnas en 2018, hay un 47% de los electores que votamos por otras opciones y para quienes es urgente impedir la extinción de una democracia cuidadosa de las élites dedicadas a la alta cultura y de la investigación científica de nivel internacional. Sí, dije élites: tan especializada es la biotecnología como el heptasílabo. Desde la laicidad no sólo religiosa sino intelectual, el Estado está dejando de ser garante, aceleradamente, de las libertades artísticas y científicas, necesitadas de condiciones dignas para reproducirse.
FOTO: Nueva sede de la Secretaría de Cultura en Tlaxcala. / Omar Contreras/ EL UNIVERSAL
« Chernóbil: lecciones universales La élite y el bonche: cultura y resentimiento »