El editor marginal de las letras mexicanas

Sep 7 • Conexiones, destacamos, principales • 5495 Views • No hay comentarios en El editor marginal de las letras mexicanas

/

Francisco Toledo siempre estuvo rodeado de libros. La Divina Comedia y Las fábulas de Esopo fueron el motor de algunos de sus proyectos artísticos, mientras que otros impresos lo llevaron a ser editor e ilustrador, por pasión, de poesía, obras clásicas y textos históricos

/

POR SONIA SIERRA

Casi todas las series o proyectos de Francisco Toledo tuvieron su raíz en un libro. De su infancia, uno de los primeros que recordaba era una edición de la Divina Comedia, que su padre compró a un agente viajero en Minatitlán (Veracruz, a donde la familia se había ido cuando Toledo era niño). La única librería del pueblo –contaba–, la del profesor Beltrán, era muy pequeña. De aquella obra de Dante Alighieri se le quedaron grabados los dibujos de Doré.

 

Otro libro que asociaba a su infancia era el de las Fábulas de Esopo. Toledo sufrió una enfermedad que obligó a la familia a traerlo a México; entonces conoció las librerías mientras se preparaba para la operación; uno de los libros que descubrió fue el de Esopo. Siete décadas más tarde ilustró al fabulista y así nació el último de sus proyectos editoriales: traducir para primeros lectores hablantes de lenguas oaxaqueñas.

 

A Toledo siempre lo rodeaban los libros; tenerlos al alcance, ponerlos al alcance del público, fue en últimas el propósito de la mayor biblioteca que creó, la del Instituto de Artes Gráficas (IAGO), que donó en 2017 al Instituto Nacional de Bellas Artes. Es una de las más grandes en América Latina, especializada en artes, poesía y gráfica; conserva grabados de Picasso, Goya, Durero, Dalí, Mondrian, Miró, Posada, Tamayo, Ensor y del mismo Toledo, entre otros. A esa biblioteca, ubicada en la calle Macedonio Alcalá, con el número 507, en la ciudad de Oaxaca, cuyo patio envuelve un techo de bugambilias, a cualquier hora del día llegaba Francisco Toledo. En ella conservó también las bibliotecas de Rufino Tamayo, Sergio Hernández, Víctor García y Miguel Cervantes, entre otras donaciones.

 

La relación del artista con los libros fue más allá: era también editor, creador de editoriales y revistas, autor de libros de artista, lector voraz, coleccionista y comprador de libros; de Oaxaca venía a la Ciudad de México, con una lista en mano: “Compro lo que crea que puede interesarle a los jóvenes: sociología, filosofía, en fin, todo, y lo que va a pareciendo de jóvenes escritores”, contó en una entrevista para EL UNIVERSAL en 2015.

 

Toledo relataba que empezó a leer más cuando de joven llegó a la Ciudad de México. Obras de Franz Kafka, Jorge Luis Borges, Esopo, Wallace Stevens fueron para él motivos que no ilustraba sino que reinventaba; a menudo llevaba a los personajes –humanos o animales– por caminos distintos a los del autor. Eso pasó con Pinocho, que introdujo a un mundo erótico desconocido en las páginas usualmente publicadas para niños.

 

En la edición Francisco Toledo. Obra, (Fomento Cultural Banamex) Jaime Moreno Villarreal escribió: “Cuando ilustra, Toledo incide, reelabora y de algún modo reescribe. En todo caso, no es exégeta de lo que el texto dice ni de lo que querría decir: lo que él entrega es una obra otra nacida de constantes desplazamientos y apropiaciones”.

 

Toledo, con grandes amigos y cómplices, construyó libros y carpetas, a partir de textos poéticos, obras clásicas o documentos históricos. Con Carlos Monsiváis, por ejemplo -bajo la complicidad de los creadores de la galería Arvil, Armando Colina y Víctor Acuña-, hizo más de 10 libros, en los que uno pintaba y el otro escribía, y donde finalmente ambos fabulaban; ese fue el caso de Nuevo catecismo para indios remisos.

Ilustración de Francisco Toledo que acompañan el libro Cuento del conejo y el coyote, adaptado por Gloria y Víctor de la Cruz, primera edición de 1979.

 

Hacer y editar libros
“Siempre me gustaron los libros como objeto, diseño y por supuesto el contenido”, decía.
Toledo divulgó textos antiguos de México, Oaxaca y Juchitán, por ejemplo Toledo/Sahagún, y Cartas y telegramas; ilustró relatos y mitos zapotecos como Cuento del conejo y el coyote, o Guendaguti ñee sisi/ La Muerte de pies ligeros, con su hija, la poeta Natalia Toledo; creó dibujos y grabados para obras literarias clásicas, Pinocho, y Esopo; investigó historias, mitos: Una vieja historia de la mierda, con Alfredo López Austin; se adentró en el universo literario de distintos autores para reinterpretarlos con imágenes, como fue Informe para una academia, de Kafka, o Manual de zoología fantástica, de Jorge Luis Borges. En la larga lista surgen otras categorías, por ejemplo, publicó con poetas como José Emilio Pacheco: Álbum de zoología; Alberto Blanco: Luna de hueso; Homero Aridjis: Los poemas solares; o con varios autores en el libro ¿Hacia dónde van los animales? 21 poetas dialogan con el arte de Francisco Toledo.

 

“Hacer libros y entrar en lo que es editar un libro fue a partir de mi experiencia en Juchitán –decía–. Cuando estuve en la Casa de la Cultura hace cuarenta y tantos años empezamos publicar una revista con Macario Matus y Víctor de la Cruz, eso me llevó luego a publicar folletos, documentos históricos, catálogos, todo alrededor de la cultura juchiteca: los momentos históricos más importantes, las revueltas, las relaciones con gobiernos del estado”.

 

Fue a su regreso de Europa, en los años 60, cuando el pintor creó la primera editorial de las que fundó: Ediciones Toledo, que publicaba poesía sobre todo, así apareció un libro de edición limitada, Palabra, con poemas de Elisa Ramírez. La última editorial que tuvo fue Calamus.

 

Hubo varios libros y carpetas con grabados del artista, con la galería Arvil. Fueron ediciones limitadas de Chilam Balam, con el texto del Popol Vuh; Trece maneras de mirar un mirlo, con poemas de Wallace Stevens; Guchachi, con textos prehispánicos. Después fue El inicio, con poemas de Verónica Volkow, con la galería López Quiroga.

 

El libro Nuevo Catecismo para Indios Remisos, con Monsiváis, nació después de que le llegaron unas placas antiguas coloniales, de imágenes religiosas, entonces empezó a intervenirlas, a agregarles elementos y, sobre todo, a desacralizarlas. Luego Monsiváis las vio y empezó a hacer el texto.

Ilustración de Francisco Toledo que acompañan el libro Cuento del conejo y el coyote, adaptado por Gloria y Víctor de la Cruz, primera edición de 1979.

 

Con Alfredo López Austin ocurrió algo similar para hacer Una vieja historia de la mierda: “Yo empecé a buscar textos que tuvieran que ver con la mierda –contó el artista–, porque la mierda es como parte de una mitología; había una historia de un mercado, Tlatelolco, donde se vendían grandes cantidades de mierda que usaban los que trabajaban la piel para curarla y hacer guaraches. López Austin, como antropólogo, conocía mucho más”.

 

 

A la sombra de Kafka
En 2005 se publicó Informe para una academia, carpeta de grabados con el texto del escritor checo. Toledo narró que leyó Kafka muy joven, en los 50: “Eran las primeras traducciones, creo que venían de Argentina y me impresionó. Empecé a leerlo y a releerlo cuando estuve en París. Kafka pertenece a una cultura marginal, como las gentes que tenemos orígenes de una comunidad, en mi caso zapoteca, y sentimos también ese problema de rechazo, en cierto modo, de la cultura dominante y, al mismo tiempo, una fascinación por esa cultura dominante. Pero también estaba una lengua propia, el yiddish, una lengua minoritaria que hablaban sus familiares; mis padres también hablaban una lengua minoritaria, el zapoteco, y encontraba alguna relación, algunas cosas que se tocan”.

 

Pero no todo lo que Toledo ha creado alrededor de Kafka lo ha publicado. De sus Diarios, tomó una historia inconclusa, y le dio, en cierta forma, un final, un “atrevimiento”: Así la contaba el artista: “Un viejo solterón llega una noche de trabajar, triste, cansado, y encuentra en medio de su sala un gran huevo que se balancea; no se abre, toma un cuchillo y sale un pájaro. A él no le gusta tener perros ni mascotas, entonces se le ocurre hacer un contrato con el pájaro, que él lo va a llevar al sur, a donde hace calor, en cuanto pueda volar. Toma el pico del pájaro, lo mete en la tinta y empieza a escribir el contrato. El pájaro crece pero no vuela. ¿Qué hacer? Intenta enseñarle pero no reacciona. Ahí terminó Kafka. Con mis dibujos hice lo que cuento y un final donde los dos se van caminando, cargando maletas, hacia el sur.”

 

La literatura de Borges la conoció a partir de una edición del Fondo de Cultura Económica, en los Breviarios: “Cuando llegué a Europa, en 1960, ya había leído este Manual. Recuerdo que frecuentaba a Octavio Paz y (en una ocasión) estaba Alejandra Pizarnik y él nos preguntó ‘¿quién ha leído a Borges?’ y la poeta no lo conocía. Nos reclamó Paz que los latinoamericanos conocíamos más la poesía de otros países que la nuestra”.

 

“El Mono de la Tinta”, presente en varios de sus grabados y libros, es una imagen que por muchos años acompañó al artista: “Físicamente me considero un mono. He aprendido a dibujar con tinta, con tinteros y plumas de antes. Pero es un mono ilustrador que usa tinta; desde que empecé a dibujar con plumas, me sentí como ese mono”.

 

 

El último proyecto
Del hallazgo de una edición de las Fábulas de Esopo “para el uso de los jóvenes que cursan la cátedra de Latinidad en el Colegio Seminario”, impresa en Oaxaca en 1849, nació uno de los últimos proyectos editoriales de Toledo. Tras el descubrimiento del libro, lo ilustró y con María Isabel Grañén se plantearon hacer una carpeta, con un facsímil y traducciones al zapoteco, mixteco, huave, chontal y mixe. Con la venta de la carpeta nació el proyecto editorial para publicar en esas lenguas libros, cuadernos y material didáctico. La idea, que es algo común a casi todos los proyectos de Toledo, era volver el arte algo cotidiano: “Que el arte salga un poco de los caminos que ya tiene trazados, que son la galería, el museo y los libros costosos”.

 

 

FOTO: Francisco Toledo en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica, en la colonia Condesa en abril de 2011./ Miguel Espinosa / EL UNIVERSAL

« »