Franco Lolli y la crisis definitiva
A punto del quebranto, Silvia, madre soltera y abogada desempleada, debe enfrentar una injusta demanda y acompañar a su madre enferma de cáncer
POR JORGE AYALA BLANCO
En Litigante (Colombia-Francia, 2019), desarmante segundo largometraje del bogotano en París fílmicamente formado de 36 años Franco Lolli (corto: Rodri 12; primer largo: Gente de bien 14), con guion suyo y de las feministas francesas Marie Amachoukeli-Barsacq y Virginie Legeay, la lúcida treintona madre soltera por oculta decisión propia y abogada litigante apenas fogueándose dentro de la corrupta administración pública colombiana Silvia (Carolina Sanín persuasiva) mantiene una ambigua relación amor-odio con su enérgica anciana progenitora exabogada católica ultraconservadora Leticia (Leticia Gómez la recia madre del realizador con apariencia frágil) que hoy se niega feroz y suicida a una nueva devastadora tanda de quimioterapia por una metástasis cancerosa en los pulmones (“Yo no le tengo miedo a la muerte, le tengo miedo al dolor y a la mala calidad de vida”), hasta el deterioro, el desmayo, los episodios/misterios dolorosos, la rabia, la obligada medicación hospitalaria y la muerte, mientras en duro contraste conductual y por sus propias melladas fuerzas la misma Silvia debe lidiar con su encantador hijito precoz e insoportable de cuatro años Antonio (Antonio Martínez), debe cual legítima deseante hembra sensual enamorarse del narigudo periodista Abel (Vladimir Durán) que primero la había agredido en un álgido programa radial y luego la había seducido en una fiesta de amigos y la respetaba y admiraba (“Silvia eres una persona increíble y una mamá increíble”) y se postulaba para juguetón padrastro ideal aunque acabaría siendo rechazando prácticamente sin otro motivo que la colérica agitación de la devastada heroína, pero además, por elemental honradez irrenunciable la triste Silvia debe deslindarse de la defensa de una asignación de contratos ilegales a que la obligaba su jefe maniobrero (Gabriel Taboada) y terminar renunciando a su deleznable chamba, si bien, pese a estar ya en un penoso desempleo, va a ser llevada a los tribunales bajo la acusación de complicidad delictuosa, en el ámbito inclemente de ésa su generalizada crisis definitiva.
La crisis definitiva ostenta, y diríase que enarbola y eleva muy alto a cada instante, la postura y la impronta expresiva de un sagaz realismo vivencial-viviseccional cuya inminencia encarnada y descarnada a la vez remite implícitamente y de inmediato al cine del añorado Maurice Pialat, y de manera explícita (la cinta fue coproducida por la hija del cineasta Sylvie Pialat) recuerda sobre todo su obra maestra sobre la lucha agónica y la muerte de la figura materna El hocico abierto (74), pero también a la pareja amorosa en ruptura infinita de No envejeceremos juntos (72) o a la familia entera conflictuada hasta sus cimientos de A nuestros amores (83), un cine de hondas intensidades que apenas se enfatizan pero son casi insoportables, hecho a base de una milagrosa mezcla intimista casi secreta de evidencia, nerviosismo y abordaje sin pathos ficticio ni máscara de cordura alguna para su demencia trastornante y perturbadora, ahora con una fotografía naturalista de Luis Armando Arteaga que está presente al escalpelo pero como si no estuviera ahí y una duración elíptica o hiperrealista de planos, donde sólo destacan la ausencia de artificio o de formalismos huecos, siempre al grano de las relaciones y los choques interpersonales, sea la anciana terca manteniendo su voluntad antidolorosa-autodestructiva contra cualquier lógica o llevándose de la mano al nietecito consentido de Halloween pedigüeño porque a los niños se les cumple lo que se les promete, o bien la dulce presencia masculina del periodista disculpándose por la reunión de amigos desmadrosos en que intentó en vano involucrar a su pareja y apersonándose insistente a las puertas de la casa donde sabe que será rechazado aunque ajeno a todo chantaje moral.
La crisis definitiva delinea con gran sensibilidad y precisión de matices el retrato de una mujer actual empoderada pero titubeante que hacía falta en el cine latinoamericano, un personaje adulto en todos órdenes y sentidos que interpreta la destacada escritora Carolina Sanín cual intempestivo alter ego de sí misma, una profesionista con admirable inteligencia emocional pero enfrentada a la adversidad que sacude su estabilidad desde todos los ángulos, tanto en su vida personal cotidiana como profesional, su valeroso desvalimiento, su irritada destreza para desmontar los irritantes subterfugios psicológicos de la madre castrante, su tranquila entereza para consultarle capitales problemas de trabajo a un afable viejo mentor (Jorge Carreño) que también resulta ser el incógnito examante que jamás ha asumido la paternidad del pequeño Antonio (a quien ni siquiera ha querido conocer), su revolverse en espirales de inquietud para no ceder a tentación alguna de autoabandono, su doble condición de litigante instintiva y cerebral, empezando por arremeter contra ella misma.
La crisis definitiva se revela así también como definitoria, al realizar una valerosa y casi épica defensa amorosa que suena a verdad, auténtica y genuina a cada paso, en cada lance sentimental antisensiblero, en cada rasgo de acritud o agudeza, en cada notación que vuelve indudable la inteligencia hasta en los niños y los ancianos, en cada vuelco o esplendor del júbilo (la competencia de kit-cars infantiles, los juegos festivos del presunto padrastro rechazado, los abrazos efusivos) y en cada ignominia de la fatalidad (el rapado a la Dreyer de la abuela para anticiparse a la caída del cabello por la quimio pero bebiendo champagne), la sinrazón de las justificaciones racionales (“Explícale a tu nieto que su abuela se va a dejar morir, y que la gente se deja morir cuando tiene miedo”) y de lo inevitable.
Y la crisis definitiva culmina, tras un luto descolorido y yermo, en una reconciliación de los amantes, pero ante todo en la caricia materna al niñito, apostados desde un balcón, fuera del cruel litigio doméstico y al comienzo de una empatía real.
FOTO: En 2021, Litigante ganó el Premio Macondo a mejor guion original , entregado por la Academia Colombiana de Artes y Ciencias Cinematográficas/ Especial
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