Fugitivos impresentables
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Clásicos y comerciales
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POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL
Quizá los Nuevos Críticos de los años 40 del siglo pasado sigan siendo, en varias formas, nuevos. Hace tiempo se aclaró que ellos, sobre todo John Crowe Ransom (1888–1974), Donald Grady Davidson (1893–1968), Kenneth Burke (1897–1993), Allen Tate (1899–1979), R.P. Blackmur (1904–1965), Robert Penn Warren (1905–1989) y Cleanth Brooks (1906–1994) estuvieron lejos de ser los practicantes de un solipsismo estadounidense, concentrados en la autonomía absoluta del texto literario, lo cual, de haber sido cierto, los hubiera colocado en la entonces muy buena compañía de los formalistas rusos y de los desconstruccionistas, de origen francés y magisterio norteamericano.
Pero no fue así. Ransom y Tate —sobre todo ese par— al mismo tiempo que se adiestraron en lo que después se llamaría “close reading” fueron encendidos militantes de una causa perdida, la del sur de los Estados Unidos, cuya aura bucólica de autenticidad agraria, hizo que formasen filas en la muy nutrida reacción antimoderna y antifáustica de tantos modernos del siglo XX. No todos estuvieron en la misma sincronía política y las polémicas críticas entre ellos llegaron a ser virulentas aunque René Wellek, en su Historia de la crítica moderna (reniego de ella y siempre vuelvo), autoriza a leerlos en conjunto.
The New Criticism, de Ransom, apareció en 1941. Ya entonces él y sus amigos llevaban juntos un buen trecho desde The Fugitive (1922-1925), su revista literaria publicada en torno a la Universidad de Vanderbilt, en Nashville, Tennessee. Se fugaban del victorioso norte deshumanizado y su sociedad mercantil e inhumana, se reivindicaban como los “agraristas del sur” y rehuían a sus similares casi con igual vehemencia que a sus enemigos. La tradición tal cual la fue entendiendo T.S. Eliot, siendo cristiana como la suya, les parecía un castillo de arena construido para prestar inútil resistencia al oleaje y sus colegas británicos, William Empson y I.A. Richards, fueron excomulgados, pues su método —al que tanto debían— renunciaba a la naturaleza judicial y moral del arte. Les parecía alarmantemente “científico”. Es decir, los “fugitivos del sur”, aunque fueron de vanguardia al rechazar todo diferendo entre forma y contenido, seguían pensando que el lenguaje era un bien público y la misión del poeta, hasta cierto punto, ética.
Es difícil, así, juzgarlos, tomando en cuenta además que fueron quienes contribuyeron de manera decisiva a la introducción de la crítica literaria en la academia. Pero son anticuados porque su querella sigue siendo entre Platón (de hecho, si se quiere descalificar a Ransom basta con limitarlo al platonismo) y Aristóteles con la mediación de Kant y de F.H. Bradley, porque al leerlos es notoria su natural perplejidad ante la psicología y de la ciencia en general en el tránsito del XIX al XX. Aplican de manera confusa lo que entendían por categorías psicológicas y aunque les escandaliza la pretensión de una explicación científica de la literatura, sus técnicas de lectura en mucho ayudaron al análisis objetivo de los textos, cualquiera que fuera su cometido.
A los ojos de sus contemporáneos eran decimonónicos en su indiferencia ante el marxismo (con la excepción de Burke, esa mezcla de genio y charlatán) y frente al psicoanálisis, ante quien los Nuevos Críticos, algunos de ellos también poetas, se persignaban. Les gustaba la “impersonalidad” predicada por Eliot, pero quien hojee sus poemas encontrará las habituales oposiciones fatales, algunas victorianas y otras hasta de origen romántico. Es extraño que Ransom hallase La tierra baldía “poco realista” al igual que el estalinista Georg Lukács, hace notar The Cambridge History of Literary Criticism.
En cambio, conviene releerlos porque hasta podrían amistarse con los posmodernos: “la poesía será postcientífica o no será”, llegó a escribir Ransom. Entendieron la poesía como una totalidad orgánica (aunque hay quien dice que la división de un poema entre su ‘estructura’ y su ‘textura’, en Ransom, recae en aquello de forma y contenido) a leerse intentando evitar toda referencia externa. Pero sólo en primer término. Aunque el organismo en que pensaba Ransom era ejemplarmente biológico, una vez superada esa precaución, reconocían —todos ellos— que del poema surgía una imantación que poblaba la historia y la religión. Antes que una ortodoxia militante, su formalismo fue un procedimiento basado en la primacía absoluta y ontológica del poema.
El caso más conocido es la lectura casi simultánea por Brooks y Burke de un solo poema, la “Oda sobre una urna griega”, de John Keats, la cual desmenuzan verso por verso para concluir, con sus matices, que la “rústica” historia griega allí narrada es una imagen sobre una imagen, privilegio de la poesía, pero lo histórico transcurre no afuera, sino en el interior del poema. De una manera harto original y sin mayor conflicto, los críticos del sur, al subsumir la historia dentro de la poesía, resolvieron la querella entre formalistas y antiformalistas. La literatura no puede ser invadida fácilmente por los agentes de otras disciplinas sin generar anticuerpos que tornen ineficaces a los intrusos. Siendo grosero mi resumen de materia tan ardua, me atrevo a pensar que pocos entre los buenos críticos literarios rehusarían ese punto de partida.
La desgracia de los autoproclamados “críticos fugitivos” ha sido, como es frecuente, política. Derrotada la causa del sur en la guerra civil de 1863–1865, aún había una batalla cultural por ganar, lo cual los situó en las peores compañías. No les importaba y Allen Tate —en mi opinión uno de los grandes críticos del siglo XX— tituló Reactionary Essays on Poetry and Ideas (1936) a uno de sus libros, habiendo cometido los pecados racistas y antisemitas tan comunes (y entonces rutinarios de leer y oír) antes de la Segunda Guerra Mundial. Su cristianismo sufrió la influencia del teólogo francés Jacques Maritain, lo cual mitigó sus simpatías por el totalitarismo. En su defensa de Ezra Pound, una vez que le fue concedido el Premio Bollingen estando internado en el manicomio por sus mensajes radiofónicos mussolinianos, Tate lamentó que hubiera mezclado a la poesía con la política, por cometer el imperdonable error de “exhortar”, impropio de un poeta, acusación que extendió a sus perseguidores demócratas, como Archibald MacLeish.
Lo más curioso en Tate, el único de ellos que devino católico, fue que en las decenas de páginas que dedicó al sur de los Estados Unidos como el último baluarte del cristianismo, no se hizo una sola vez la pregunta, si he leído bien, de qué ocurría con México, el inmenso país católico en el cual aquel sur se hubiera prolongado de haberlo querido así los invasores de 1847. La palabra “amnesia”, como dijera Octavio Paz, sigue siendo la más exacta para describir la tan frecuente actitud de los estadounidenses hacia México, aun los más cultos, como lo fue Tate.
Tampoco ayuda a los fugitivos y los vuelve impresentables, su misoginia. Toda la severa crítica de Ransom contra la poeta Edna St. Vincent Millay (1892–1950) se explicaba por la naturaleza femenina de su obra, incapaz de superar, por ello, su “carácter infantil”, “pre–científico” y “no–intelectual”, porque los Nuevos Críticos —insisto— tenían una noción en extremo vaporosa de la ciencia. Su mundo era anterior a la disputa de las dos culturas que en 1956 opuso célebremente a C.P. Snow y a F.R. Leavis en cuanto a la separación radical entre ciencias y humanidades, asunto que ya en su día era decimonónico, disputa que había entretenido, sobre todo en Inglaterra, a Thomas Huxley y a Matthew Arnold.
Quizás entre lo más hermoso que pueda leerse de los Nuevos Críticos no sólo se encuentre su disección de la oda de Keats, sino los ensayos de Tate sobre Edgar Allan Poe, escritos a fines de los años cuarenta, como lo expone Louise Cowan en The Southern Critics (1972). Aunque nacido en Boston, Poe era el sureño en crisis, un Dios sometido al silencio y degradado a ser ese ser impotente ante la destrucción de su religión por las ciencias decimonónicas, quien se ve compelido a escribir como un ángel caído, una vez entrevistas ruinas y sólo ruinas. Gracias al destino de Poe, Allen Tate llegó a entender que la detestada modernidad, con su racionalismo, su democracia y sus ciencias, sobreviviría si y sólo si aceptaba sus pecados de origen.
FOTO: El crítico John Crowe Ransom (1888-1974)./ Crédito: Especial
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