La seducción demorada del futbol
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“Cuando mi padre veía el futbol, su atención se concentraba sólo en la pantalla. Se trataba de una concentración emotiva, casi extática”, dice la autora de este artículo, quien comparte su relación con el futbol, que ha ido de lo distante a una admiración por algunos astros del balón, quienes celebran cada uno de sus goles como si se alzaran con la cabeza del enemigo
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POR CLAUDINA DOMINGO
Tardé muchos años en comprender la fascinación que ejercía el futbol. Los primeros recuerdos que tengo están vinculados a mi padre. Vivíamos en Villahermosa. En ocasiones, durante los fines de semana, él se quedaba absorto ante la pantalla y aunque, según su memoria, yo tenía entre mis frases misteriosas de la primera infancia la de “Hugo Sánchez, futbol, chocomil”, la verdad es que, además de aburrirme, el futbol representaba entonces una competencia antinatural a mi estatus de hija única. Cuando mi padre veía el futbol, su atención se concentraba sólo en la pantalla. Se trataba de una concentración emotiva, casi extática. Creo que, sin entenderlo en ese momento, la extrañeza y rivalidad que vivía en ese momento no sólo era hacia el futbol, sino hacia mi padre, por quedar fuera de ese núcleo en donde estaban el deporte apasionante y el hombre que me quería. A los cuatro o cinco años, no podía alcanzar —en esos momentos de expectación concentrada de mi padre— ni a él ni a las cosas febriles que sucedían en la pantalla.
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Mucho tiempo viví vinculando, eso sí, el futbol a Hugo Sánchez, que pasó de estar enigmáticamente asociado al chocomil a verse unido a la pasta dental y el Espacio Escultórico de la UNAM. Ahora que lo reflexiono, quizá sea de los primeros conocimientos de cultura popular que tuve de niña: el del mejor futbolista de México que en sus ratos libres bajaba en helicóptero al Espacio Escultórico y me recomendaba lavarme los dientes. Pero no me interesaba mucho el deporte ni el espectáculo. Eso sí, antes de salir de la primaria sabía dos cosas básicas del futbol mexicano. En primer lugar, que cuando la Selección mexicana disputa un partido importante el mundo se detiene y no son importantes ni la escuela ni el trabajo o, lo que es lo mismo, que se enciende la televisión en la escuela y el trabajo. La otra cosa que supe —no recuerdo qué partido se jugaba ni en qué copa— es que el entusiasmo adulto e infantil era fácil de verse destruido en los penales. Y entonces la alegría con que bajábamos al salón de danza a ver los partidos de futbol se transformaba en tristeza escaleras arriba.
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Más tarde —adolescente, joven—, me declaré enemiga del futbol. Me parecía una manera tonta de perder el tiempo: pasar el rato viendo a una veintena de tipos perseguirse cansinamente por el medio campo, errar sus tiros y revolcarse en el pasto teatralizando faltas. Cuando hacía esta argumentación en contra del futbol como un pasatiempo indigno de la gente sensata, las personas —generalmente hombres— me respondían: “¿pues qué viste, un partido de la segunda división mexicana?” No lo sé, quizá durante muchos años sí tuve la mala suerte de toparme en la televisión con partidos abominables.
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La primera vez que de veras observé el futbol fue en un restaurante. En la pantalla gigante había lo que me pareció un muchacho dientón jugando con una camiseta de rayas (luego supe: Ronaldinho en el Barcelona). Recuerdo haber pensado que era como si hubiesen hecho una mezcla genética de Fred Astaire, una gacela y David Copperfield. ¿Cómo hacía esas cosas? Burlarlos a todos, pasarles el balón entre las piernas, recuperarlo, seguir corriendo, volver a despistarlos… Junto a él los otros jugadores se veían lentísimos y torpes. Lo que más me impresionó fue imaginar la velocidad y precisión a la cual debía avanzar su cerebro para anticipar las jugadas mientras corría, y los otros jugadores —como piezas de un ajedrez del Quinto Sol— se movían a su alrededor. Me quedé viendo las repeticiones pensando que se trataba de un fenómeno único en el futbol. Alguien me dijo después: “Es que no viste nunca jugar a Maradona”; alguien más: “Eso no es nada, Ronaldo…”
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Si bien mi curiosidad y mi sorpresa no me exigieron convertirme en hincha, sí me crearon la costumbre de observar los partidos “grandes” cuando por casualidad me los topaba en alguna casa o restaurante. O bien, como en 2014, de ponerme a ver partidos del Mundial al azar. Disto mucho de ser una observadora educada, pero una vida viviendo en un país futbolero y otra media tomando taxis —el fenómeno del sesudo análisis deportivo estratégico y de seguridad nacional merecería un análisis aparte— me habilitan para saber lo que es un delantero, un centro, un defensa, un centro-delantero, un pase y una chilena. Lo demás creo que lo proporciona el juego mismo. Hay algo en el ritmo del futbol que despierta la intuición del espectador: la tensión o la distensión entre los hombres, la velocidad y la fuerza empleadas generan hasta en el observador más lego la expectativa de amenaza y, cuando ocurre, la alegría bélica del gol. A diferencia de los juegos donde las anotaciones son puntos que se cuentan por decenas, la pasión que despierta el gol del soccer es la de haber alcanzado, en ese solo momento, el máximo trofeo o la cabeza del enemigo. Por eso el primer gol del partido es el más esperado: equivale a dinamita y es metáfora de la sangre de un rey arquetípico que todos deseamos derrocar.
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Pienso que, para las mujeres de mi generación, la pasión futbolera era más difícil de obtener en la infancia. Aquellas que la adquirieron entonces probablemente tuvieron roles distintos en el sistema de hermanos o bien un estatus genérico menos definido en la relación con sus padres. Para las que fuimos hijas-niñas (aunque no fuéramos princesas), la transmisión de esa pasión quedó lejos: nadie nos enseñó a jugar futbol ni nos instó a entenderlo y admirarlo desde la infancia. Como yo, seguramente hay una gran cantidad de mujeres que, sin tener un equipo predilecto o un jugador favorito, podemos asombrarnos intermitentemente ante un deporte que parece algo más que eso, un deporte, o la exhibición atlética de unos elegidos, sino un fenómeno en el que se nos presta un cuerpo y un espacio a larga distancia para ser, por un instante, héroes entre tres palos.
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Foto: Si usted aún no logra entender la pasión de muchos por el futbol, tiene que ver jugar a Maradona. En la imagen, el 10 argentino en el partido Argentina-Bélgica en Barcelona, España, durante el mundial de 1982. / Getty.