Gabriel Retes, el único cineasta feliz (1947-2020)

Abr 25 • destacamos, principales, Reflexiones • 8857 Views • No hay comentarios en Gabriel Retes, el único cineasta feliz (1947-2020)

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La filmografía del director de cine Gabriel Retes, fallecido este 20 de abril, nació como parte de las propuestas divergentes al cine oficialista de los años 70 para evolucionar a una metaficción del propio quehacer cinematográfico y revisión sobre la identidad de la izquierda en la cultura mexicana

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POR JORGE AYALA BLANCO
Semanas antes de fallecer, mi amigo de toda la vida Gabriel Retes (uno de los pocos grandes cineastas de nuestra generación en asumir mi viejo lema ultraexigente y superpedante pero recíproco: “Si no aceptas mi crítica no mereces ser mi amigo”) me envío un link con sus dos últimas películas aún sin estrenar. Días después me telefoneó para saber qué me habían parecido. Le informé haber escrito ya un largo texto que entraría como capítulo doble dentro de mi nuevo libro en proceso, muy avanzado, a punto de concluir, perteneciente a mi abecedario: La p… del cine mexicano (nunca pensé que podría ser La pandemia del cine mexicano). Le recité algunos fragmentos de memoria, los glosé y gocé. Le dije que demostraba ser el único cineasta feliz del cine nacional. Estuvo de acuerdo. Me confió que había decidido no someterse a una urgente quimioterapia, acaso dolorosa en exceso e inútil, sobre todo a nuestra edad: “Apuesto por la calidad de vida, no por la cantidad, ¿me entiendes?”. Claro que le entendía. Bromeamos, nos burlamos juntos y reímos muchísimo. Me dijo que le había “hecho la noche”. Colgó feliz. Colgué llorando.
El texto en cuestión corre de esta manera.

La genealogía feliz
La fuerza del humor sacude la inmovilidad del árbol genealógico con todas las genealogías (y geniologías) rancias o vigentes que ampara, tanto para exhibir y poner en irrisión la falacia de los orígenes, como para que caiga todo lo que deba caer acerca de nuestra concepción del pasado, del presente y del futuro inmediato, reenfocándola, trastocándola, liquidando aquellos aspectos que son letra muerta y renovando los gérmenes de discursos y relecturas que abren posibilidades de una vida menos conservadora o llena de telarañas históricas e inhumana, porque el cine póstumo de Gabriel Retes se afirma, con impúdica liviandad contrasolemne o suprarresentida, como el perfecto cine antiecheverrista, para divertirse como condenado al atacar alternativamente por dos distintos frentes de batalla intelectuales y creativos, el de las bellas artes y el del cine mismo, redimido hasta de su propio deterioro precoz por una potencia genealógica, como sigue.

 

 

Lado A: La genealogía artística

En La Revolución y los artistas, antes Enamor(d)ados (RetesArtes-Universidad Autónoma del Estado de México-Estudios Churubusco-Detalle Films-Reeliz Film, 100 minutos, 2016), coruscante largometraje 18 del indomesticable veterano heterodoxo de 69 rozagantes años Gabriel Retes (del superochazo Los años duros, 1972, a su obra maestra El bulto, 1991, y a su petitorio Arresto domiciliario, 2008), con guion suyo y de su coproductora-coprotagonista Meritxell Gález, el carismático veterano pintor-escritor de luenga barba blanca omnirrespetadísima Gerardo Murillo Dr. Atl (el propio realizador Retes mofándose del egocentrismo narcisista) toma la incendiaria palabra como líder intelectual ante la cámara legislativa y la comunidad artística (“La educación es lo que engloba todo, es lo que nos hace diferentes”) cuando el presidente manco de la República general Álvaro Obregón (Horacio Castelo) declara su respaldo al secretario de Educación José Vasconcelos (Miguel Peraza) para incorporar a los más prominentes artistas plásticos de la nación al triunfante proyecto revolucionario y didáctico popular, cediéndoles los muros de los edificios públicos para el ejercicio de su arte, en especial a José Clemente Orozco (Fernando Juvenal), David Alfaro Siqueiros (Rodrigo Azuela), Roberto Montenegro (Jorge Santoyo), Ramón Alva de la Canal (Humberto Bua), Fernando Leal (Vicente Flores), Diego Rivera (Francisco Magdaleno) y Fermín Revueltas (Neri Licón), pese a los enfoques conservadores o comunistas de algunos de ellos, y luego, en el transcurso de varias jornadas ya coloquiales aunque no menos encendidas, el mismo Dr. Atl (seudónimo que significa ‘agua’ en náhuatl) se ensarta y desenvuelve en brillantes discusiones nacionalistas o gremiales de alto nivel con todos ellos en el asiento trasero de un automóvil (“Es la única oportunidad que tenemos para contribuir a reconstruir el país, de otra forma me hubiera quedado en Europa”) o en la guarida sectorial (“¿Hasta cuándo vamos a seguir sobajando a la clase obrera?, ¿hasta cuándo?”), de repente heterodoxamente sindicalizados o rehusándose a serlo, y otros amigos poetas, dramaturgos, periodistas y fotógrafos, como Carlos Pellicer (Max Flores), Andrés Henestrosa (César Arturo), Xavier Villaurrutia (Andrián Matta), Salvador Novo (Alex Lares), Tina Modotti (Carolina Torres) y los estadounidenses Alma Reed (Gabriela Coppola) y Edward Weston (Sergio Rogalto), siempre un poco a distancia emotiva, pero cuando conoce a la prometedora poeta-modelo-aspirante a pintora Carmen Mondragón (Gález insegura), hija del prominente general porfirista-ministro de guerra huertista Manuel del mismo apellido, queda seducido por su belleza, comparte de inmediato con ella su afición por la vulcanología, la deslumbra con su talento pictórico delante de sus discípulos y, sin importarle que la bella mujer haya debido desposar al intolerable pintor arribista abiertamente homosexual de quien pronto habrá de separarse Manuel Rodríguez Lozano (Alan Ciangherotti) cuando éste se apasione por su alumno sumiso Abraham Ángel (Ángel Danesh) entre otros varones a quienes gusta someter, la convierte en su musa pese a los celosos avances de Diego Rivera, la rebautiza al desnudo comunitario con el heterónimo creativo de Nahui Olin (‘movimiento perpetuo’ también en náhuatl), se enfrasca a su lado en una tórrido romance desde que en el ímpetu de la primera vez copulan de pie (“Estoy enamor[d]ado de ti”), le tolera sus devaneos bisexuales (encarnando a la mitoemblemática musa de la poesía erótica Erato) al posar para el mural La creación del citado Rivera y para otros colegas como Rosario Cabrera (Mariana Alagón) o Jean Charlot (Juan Claudio Retes), y la contempla con sorprendida admiración solidaria al verla participar en el grupo pionero de una Liga Feminista Revolucionaria de mujeres en revuelta contra el dominio machista, que encabezan las modelos, actrices y artistas plásticas Guadalupe Marín (Ana Cabiño), Mimí Derba (Miriam Gabriela), Guadalupe Rivas Cacho (Sharon Kleinberg), Prudencia Griffel (Ana Abarca), María Tereza Montoya (Karla Zapién), Aurora Reyes (Helena Díaz de León) y la súbitamente accidentada y en silla de ruedas exayudante del Rivera muralista Frida Kahlo (Grecia Peña), y que cuestionan y hacen tambalearse el creciente poder de los burócratas (Hugo Sánchez, Lauro Manuel Aguilar y Alex Lizárraga) ya en saqueadora alianza con banqueros (Adrián García) e industriales (Hugo Renán), mientras el archicorrupto dirigente obrero Luis Napoleón Morones (Alan del Castillo) traiciona a los suyos al transar con el poder represivo y una cacica energúmena de rebozo villista (Patricia Reyes Spíndola) irrumpe en el cónclave de gabinete gubernamental para espetarle una enardecida filípica en particular agria al peor de sus miembros (“¿Qué siente estar traicionando a los obreros, eh?, ¿qué siente aquí sentadito, vestido de rotito, tomándose su copa con esta bola de cabrones?”), exacto cuando el general revolucionario otrora antirreleccionista Obregón nombra con cinismo como su inmediato sucesor en la silla suprema al subalterno general Plutarco Elías Calles (Lenny Zundel) para que modifique cuanto antes la recién dictada Constitución de 1917 y él como jefe incuestionable pueda reelegirse, todo ello delante del predecesor obregonista Adolfo de la Huerta (Luis Miguel Valles) y la nómina completa de los futuros presidentes de la naciente República apenas consolidada Emilio Portes Gil (Everardo Lara), Pascual Ortiz Rubio (Emanuel Sánchez) y Abelardo Rodríguez (Alain Solorio), propiciando ante esa plana mayor la renuncia por disgusto del honrado idealista Pepe Vasconcelos que habrá de lanzarse a una tumultuosa aventura civilista en busca del poder Ejecutivo pero que fracasará por flagrante fraude, aparte de, por ahora, un expedito encumbramiento nefasto del antintelectual secretario de Hacienda Alberto Pani (Martín Brek), que marca el triste fin represor del oficioso proyecto artístico-cultural que había entusiasmado al Dr. Atl, quien, además, también el desastre de su autoestima y de su vida íntima, irá alejándose afectiva y efectivamente de la aguerrida pero frágil Nahui, la cual, otra vez decepcionada por un compañero sentimental y desquiciada por los celos que le despiertan los coqueteos de su vetusto amante con una hermosa discípula aventadísima llamada Helena Huerta (Nancy Moya), se desquitará con denuestos y auténticas balaceras de rabiosa hija de general dentro de su hogar, y hasta en el escondite del aterrado Dr. Atl, al interior del excéntrico ataúd donde irónicamente solía dormir la siesta, si bien esta vez será rumbo a la ruptura final con su pareja establecida, acorde al desastre democrático del país, tras esos avatares múltiples y extremos de la genealogía artística.

 

La genealogía artística se propone y confiesa de entrada, mediante la advertencia de un oportuno subtítulo, como una “película anacrónica e históricamente incorrecta: pura ficción”, y sostiene punto por punto esa propuesta, jamás tomándose demasiado en serio, y ni siquiera un poco, como de costumbre en el cine fársico de Retes tan lúdico y juguetón y travieso como se pueda, burlándose de todos los que se dejen y todo lo que toque, aunque empezando por sí mismo y por sus descomunales pretensiones, alivianándose al tiempo que se aligeran las posibilidades de lo posible expresivo, extendiéndolas hasta lo inverosímil por fin conquistado, cuestionando la representación desde adentro y desde afuera, conjuntando en tropel y prodigando con jocunda alegría desafiante y desmadrosa cualquier cantidad y género de irritantes anacronismos deliberados y/o involuntarios, sea en las vestimentas diseñadas por la vestuarista Blanca Cortés (en esa época nadie usaba largos shorts a rayas sujetos con elástico), sea en el lenguaje y los conceptos utilizados por los personajes históricos (profusión de invocaciones-envíos a la chingada a la menor incitación// “Hay que quemarlo, y ese es el tema con Vasconcelos”// una sesentaichera leyenda de “Prohibido prohibir” adornando el portón metálico de la casa de la pareja feliz// “Señores y señoras, esta va a ser la fotografía emblemática de la revolución artística y cultural mexicana”), sea en el avorazado uso de stock-shots impresionantes de combates/manifestaciones proletarias/represiones civiles y de pinturas directamente aludidas o ad hoc, pero diseminando a su paso cualquier tipo de barbaridades dramatúrgicas y cinematográficas, más cerca del film Ed Wood de Tim Burton (1994) que del peor director del mundo original, con copia para The Disaster Artist: obra maestra de James Franco (2017) y para el díptico integrado por El fantástico mundo de Juan Orol y Cantinflas de Sebastián del Amo (2011/2014), siempre en las antípodas del añorante desfile de porfiristas notables (Amado Nervo/José Pidal o Nicolás Zúñiga y Miranda/Max Langler) en el México de mis recuerdos de Juan Bustillo Oro (1943) o de los pastosos pronunciamientos priista-echeverristas de Ignacio López Tarso como el pomposo José Clemente Orozco fantasmón de En busca de un muro del inefable Julio Bracho (1973).

 

La genealogía artística concede tanta importancia al mundo artístico de los años veinte como al mundo de la política cultural y nacional que le dio origen, entre las figuras emblemáticas del Dr. Atl junto a Nahui Olin y la figura factótum de José Vasconcelos, entre la provocación intimista y la impostada elocuencia declamatoria (“Señor Presidente, si me permite la palabra, quisiera saber por qué, si México es tan rico en todos sus sentidos, tenemos una crisis económica tan severa”), entre la contrahecha epopeya patria y la jodida historia de amor, entre la libérrima parodia tónica y el desatado humor irreverente para abordar desde un enfoque gozosamente individual los hechos históricos del México posrevolucionario, pero también entre la cultura política del dropping-names o lamenombres (resguardando a un Diego libidinosillo a rabiar, un levantisco Siqueiros insolente de tiempo completo, un vinagrillo manco Orozco más rencoroso que escéptico aguafiestas, un remilgoso Novo, un prosopopéyico inoportuno Pellicer, un Fermín leninista de opereta o así) con diferidos letreros de identificación escritos en pantalla (a lo Martin Scorsese reiterativo) y la caracterización rápida de carcajada loca (Rodríguez Lozano jalando cual perrito con collar a su efebo-camote erótico encadenado/Uriel Mendoza en turno, o bien “Soy Antonieta Rivas Mercado”, dijo ella/Zuyva García plantándole un beso en la bocota al Maestro de América complacidamente atónito), entre fotografía orillada a extender al máximo su abanico esquizofrénico visual de Demián Barba y la edición salvatodo de Gabriela Retes y Fernando Sánchez por medio de compactadores cortes brutales o disolvencias relamidas, entre la supresión de fechas y el batidillo valemadrista de ellas (primero fallece el padre de Nahui para que ésta reciba pésimos pésames apesadumbrados y tres secuencias más tarde se le refiere como si estuviese todavía vivo), entre el discurso anticonvencional y la severa exigencia radical hasta la ingenuidad, entre el Dr. Atl enterándose por la radio del asesinato del apenas reelegido Obregón por un fanático católico en el restaurante La Bombilla y el tropel de mujeres insurrectas tan erótica cuan teóricamente liberadas avant la lettre que llevan la dulce aunque explícita iniciativa sexual (“Maestro, me he enamorado de usted, tengo sueños eróticos”), pero ¿por qué no? si todo es posible dentro del dominio de la imaginación, sobre todo de la juguetona y calenturientamente presenil.

 

La genealogía artística hace acopio, en su límite expresivo, de súbitos recursos supraescénicos, como la aparición de expectantes figuras inmóviles dentro de los backgrounds de una escena sólo dinámica para los protagonistas, incluso propulsados hacia adelante por un truco técnico de acercamiento fantasmal, ya en interiores o ya en el patio de una escuela de artes, cual coro de teatro helénico petrificado o variante de performance o estrategia recóndita del proustiano Raúl Ruiz de El tiempo recobrado (1999) o aquel cromo viviente de Frida Kahlo echando tiros durante el levantamiento huelguístico de Cananea en el soberbio Pafnucio Santo del visionario turcojudiomexicano aún hoy incomprendido Rafael Corkidi (1976), un coro que podrá ser ignorado o intempestivamente baleado por turno con tiros a quemarropa, pudiendo Retes hacer suyos los motivos de Federico Fellini cuando reconocía sentir “el mismo amor y ternura por mis actores que un titiritero por sus marionetas”, al término de los infinitos vericuetos y extraviadas derivas o derivaciones arborescentes de un megachurrazo descarado pero propositivo.

 

La genealogía artística culmina en una colosal ruptura de varias dimensiones, en el transcurso de la cual el melodrama hiperconsciente de la separación y del abandono se regodea en explicaciones y reproches tardíos al expandirse sin mesura (“Tú perdiste el interés”/ “Sí, lo perdí en ti, lo perdí en mí, lo perdí en el país, ganaron los malos, Nahui, ganaron los gobernantes, los burócratas, los militares, perdió el país”), se consignan la partida del pintor con sus caballetes, la súplica de la mujer devastada (“No sé qué hacer, no me puedo controlar, no soy yo, ¿qué voy a hacer sin ti?”), los bálsamos que son sal sobre las heridas (“Tienes dos problemas: aprender a vivir sin mí y aprender a vivir contigo”) y la confesión final de la abandonada de cara a la posteridad (“Yo no voy a ser recordada por mi único amor, que es Dr. Atl, ni por los muchos amantes que he tenido; voy a ser recordada por mi belleza, por mi obra y por mi inteligencia; déjenlos que hablen de mí, aunque sea bien”), imponiéndose entre burlas y veras de veras ridículas y sublimes a la vez, o séase, una suerte de miniSinfonía de “Los Adioses” que es también una devastada especie de réquiem plural, mientras se escuchan suspendidas en off sobre el viento, cual lírico éxtasis lamentoso, las nostálgicas notas de la canción La barca de oro (“Voy a aumentar/ los mares con mi llanto/ adiós mi bien/ adiós para siempre/ adiós”).

 

Y la genealogía artística ha iniciado con la imagen del Dr. Atl/Retes subiendo en fatigoso blanco/negro la cuesta de un volcán con cayado y sus aperos de trabajo para aventar en triunfal derrota su sombrero al aire exclamando un “Puta madre” que le sale del alma, y concluye cien minutos después con una imagen análoga, ahora en colores, más el insalvable eco de las vehementes palabras desgarradas desgarradoras de su amante despechada Nahui Olin/Gález (“Mandaría cortarme la cabeza, partir mi cráneo y convertirlo en una jícara en donde tú pudieses beber hasta la última molécula de mi amor”), demostrando que, con un poco de gracia y otra cosita en estado de gracia, la ficción potencial del cine contemporáneo puede pasar del desmañado retrato satírico caricaturesco, al conmovido conmovedor retrato existencial, de manera arbitraria y sin preocuparse de la verosimilitud ni de transición alguna, hacia un desarmante letrero que con cándida sorna dice “¿Fin?”.

 

Lado B: La genealogía fílmica
En Identidad tomada (Reeliz Film Producciones-Fidecine/Imcine-Estudios Churubusco, 100 minutos, 2020), relumbroso film siguiente del mismo Gabriel Retes, con guion suyo y de María del Pozo (seudónimo de su compañera habitual Lourdes Elizarrarás), el explosivo joven cineasta novato de bigotito tímido Felino Gómez (Alexander da Silva cambiante hipersensible) y su guapota novia camarógrafa también ambiciosa asistente personal Julia (Denisse Corona gallarda) se contraponen con cariño por la perfeccionista sobreelaboración de un nuevo último corte fílmico por computadora (“Esta película ya no aguanta más manoseo”, exclama ella harta), antes de ser moral y físicamente vejados por el torvo hampón usurero apodado Pepé (Juan Ignacio Aranda feroz displicente) que amenaza con deshacerlos con toda la vigilada familia de la chava (“Tu hermanita se está poniendo muy guapa, a ver qué día paso a saludarla”) si no le restituyen con intereses del 25 por ciento el dinero que les prestó para concluir ese peregrino film en proceso eterno, su gran trabajo debutante caprichosamente rodado en costosos 35 mm, y a los hundidos muchachos, además de rechazados en la magna competencia fílmica Festiver por ser perfectos desconocidos y sin siquiera haber visto su cinta (“Nuestra ópera prima son dos películas: la primera y la última, si estuviera filmada por Tomás Guevara seguramente la aceptarían”), solo se les ocurre una genial idea tan traviesa cuan alevosa para volver redituable su película, cambiarle el título de Sequía a Agua pasa por mi casa e intentar satíricamente inscribirla otra vez, pero ahora como una obra que marca el esperadísimo retorno al cine del gran realizador apenas invocado Guevara, desde hace 15 años en retiro tras un sonado escándalo de fraude y embargo (“Si ésa es la única manera de que la película se vea, se venda y nos libremos de Pepé, pues manos a la obra”, responde Felino a la estratagema urdida por Julia), y en efecto, la obsequiosa publirrelacionista Agustina (Gabriela Coppola) y el amanerado cortometrajista en receso Patricio (Roberto Cavazos), directivos snobs del prominente certamen, aceptan de inmediato la inscripción de la cinta, pensando entusiasmados en el prestigio que le dará a la competencia contar con una selección de tan sensacional atractivo, aparte de su probable rango estético, aunque sea anacrónico, y entonces la pareja de Felino y Julia, con ayuda de sus amigos y colaboradores Néstor El Negro (Max Flores) y Debeibi (Vicente Flores), se lanzan a la difícil tarea de buscar por todas partes y contactar en México al veterano cineasta Guevara pero todos los esfuerzos por localizarlo resultan infructuosos, resguardado por parientes y antiguos discípulos, si bien durante una visita indagatoria a Daniel (Juan Carlos Retes), el hijo receloso del maestro, la sagaz Julia logra fotografiar subrepticiamente con su celular una imagen confidencial del supuesto extraviado que los conduce hasta el escondite del realizador en Playa Hermosa, Punta Arenas, Costa Rica, un idílico refugio troyano adonde se trasladan e instalan como invasores helénicos los cuatro amigos dizque documentalistas para intentar convencer de auxiliarlos al idolatrado Guevara (“Soy su máximo admirador, me sé de memoria todas sus películas”), convertido en un huraño viejo canoso barbón y rechazante malqueriente amargado por su esterilidad (el propio Gabriel Retes autoparodiándose de lo lindo) que primero los rechaza con violencia, negándose incluso a reconocerse como el personaje que buscan y, poco después, azuzado por su bella esposa escultora considerablemente más joven pero igual de apabullada por las deudas y la lejanía civilizada Galatea de León Gala (Meritxell Gález más segura tras haber encarnado al icono actual de la rebeldía femenina Nahui Olin), decide participar como forzado falso auteur de esa Agua pasa por mi casa que se niega a ver, recibiendo cualquier cantidad de homenajes en el rastacuero festival, delirando con su reivindicador renacimiento narcisista, conmoviéndose con el afectuoso tributo cinefílico experto que le rinde aunque con la columna quebrada el impar cuidador nonagenario de los mingitorios don Jesús (Ignacio López Tarso portentoso de fragilidad terminal) y entusiasmándose con la película del debutante competidor adversario máximo Alex (Miguel Pontón odioso) que ganará el codiciado premio para la mejor ópera prima, si bien los principales galardones, los de la mejor fotografía obviamente concedido a Gala (que no a Julia: “Nunca me imaginé recibir el premio así”), del mejor actor (a un Néstor equívocamente acosado pero-que-siempre-no por el ávido organizador homosexual Patricio), del mejor director y de la mejor película, que resulta conmovedora y apabullante obra maestra (“Mira esa toma”/ “Lo más actual que he visto”), se los lleva la cinta apócrifa, para mayor gloria de Guevara y la arrepentida desdicha inesperada de un relegado Felino que contempla cual vil contador de su propia película desde su impotencia rabiosa cómo su antes admirado maestro recoge y esgrime los trofeos, cómo lanza discursos humanistas, cómo brinda ante sus sumisos corifeos, cómo es encomiásticamente entrevistado incluso por la transida novia Marcela (Carmen Baqué) de su archienemigo vuelto clemente perdonavidas burlón Alex, y cómo la hábil negociante maquinadora Gala lo enreda incluso a él mismo para consumar la venta de la película enajenada por veinte millones de dólares al untuoso distribuidor internacional Wolf Kaufman (Horacio Castelo pelirrojo repelente), antes de romper con su amada culpable de la maquinación originaria Julia y mandar todo los demás al demonio, sin esperar otras nuevas inesperadas consecuencias de la genealogía fílmica.

 

La genealogía fílmica redondea deliciosa y expresivamente a su desmadrosa manera desmañada la heterodoxa obra de Retes con su juguetona ronda exultante/autoirrisoria/egocéntrica/pinchegolátrica de identidades de nuestro más digno realizador veterano gozando de lo lindo con una nueva nuevaolera personalidad hosca y acre (sin duda inspirada como una especie de inabordable Jean-Luc Godard a la mexicana), sus saetas clavándose como benignos dardos ponzoñosos en su propia frente ante todo (esas alusiones con póster al film retesiano El bulto vuelto El lastre, a un ignoto No legible y a una Bandera rota no vuelta Bandera Retes sino apenas Bandera a media asta), sus locas locaciones en espacios cerrados y en la costarricense Playa Hermosa o en supuestas filas festivaleras pinches ¡de la Cineteca Nacional de la Ciudad de México! al mismo nivel, sus pueriles juegos de palabras desenmascaradoras tipo Fellini/Felino (orgullosamente formado viendo películas mexicanas en el Canal 4) o por ahí, sus encantadores exabruptos enconados (“¿Y la prensa y los críticos no lo apoyaron?”/ “Los cineastas somos los árboles; los críticos, los perros que los mean”), su inocultable rencor tatuado contra los pulpos de la hegemonía fílmica estadunidense que controlan hasta el mercado internacional del cine independiente, su preciosa archiprecisa fotografía sinuosa cámara en mano de Juan Bernardo Sánchez Mejía remitiendo palmo a palmo al más remotamente heroico cine en setentero formato arcaico Súper 8, su farsesca sátira a la cocina del cine y al cine dentro del cine fundadas en el tríptico fílmico retesiano espontáneamente formado por Bandera rota-Bienvenido/Welcome-Bienvenido/Welcome 2 de 1978-1993-2003, su punzante musiquilla de Osvaldo Montes, su gozosa edición de Gabriela Retes y Mayra Mendoza Villa, su hiperdoméstico diseño de producción y dirección de arte de Xose Mikel González sacándole el máximo partido cómplice a los recursos más rascuaches, su sonido de Leonel Durán y Héctor Jiménez siempre formidable hasta en los avatares colectivos del festival ficticio, su denuncia del clasismo de las alfombras rojas y las jerarquías economofestivaleras de un día (“Nos vemos, hace frío aquí afuera”), sus encuentros lambiscones que obligan a subir por las descendentes escaleras eléctricas, sus briznas de frases mamonas que espetan como crueles ecos premonitorios los improvisados conocedores frivolofestivaleros siempre corrosivos aunque agudamente anteriores a cualquier juicio o twittazo aciago (“Ésa un remake de La noche de los lápices, ¿no crees?”), su intransigencia con la fragilidad de la fama como diosa puta (“¿Querrás decir mi película?”), sus confianzudas trampas con contratos firmados en blanco, sus guiños-coqueteos con varios géneros establecidos (un conato de thriller, una acariciadora féerie actualizada y leve) sin caer ni dejarse limitar por ninguno, su archipiélago de mujeres activas en todos sentidos y con iniciativas y pensantes (“¿Cuántas veces me has dicho que esa escena tuya parece filmada por otro? Pues esta vez no fue una escena, fue una película completa, es genial, qué suerte tienes”), y last but not least su concepción cordialmente demoledora de un joven cineasta lleno de ideas fílmicas pero incapaz de expresarse ni de formular siquiera el contenido de su regia cinta a la hora de tomar la palabra cual simple espectador entusiasta de su propia cinta (“Para que la gente trascienda en la vulnerabilidad del ser humano”/ “Habla de oídas del ser humano”), en contraposición (“Vamos por todo”) con el cineasta viejo lobo de mar (“Las desigualdades están provocando la desaparición de nuestro planeta”).

 

La genealogía fílmica culmina generosamente con un cheque por 300 mil dólares para su operación de columna que Guevara le entrega en mano al mingitorial López Tarso ascendido a preneorrealista héroe afortunado de El último de los hombres (Friedrich Wilhelm Murnau, 1924) y, como corolario, la reunión en un hotel del festival de Cannes donde la púdica Julia sorprendida desnuda dentro de su habitación por el intempestivo invitado Felino de pronto le descubre las grandes coronas de sus senos reconciliados (“Sí, eres un pendejo, siéntate y te preparo un café”), porque de repente todos se fueron a la playa, para que un Guevara/Retes con rastas coquetas pueda lanzar a cámara su sabio testamento recapitulador de todas los sarcasmos vividos (“Los caminos de un cineasta son indescifrables, a veces hay que venderle el alma al diablo, como tú lo hiciste; les va a ir muy bien”) y para que el buen Felino disfrute la noticia del financiamiento amistoso de su segunda película ahora sí plenamente suya (“Que tú la dirijas, con todos los fierros, con todas las canicas”).

 

La genealogía fílmica ofrece pruebas irrefutables para verificar que el cine póstumo de Retes solo genera películas felices, según algunas de las definiciones de esa imprevisible categoría crítica que postula el especialista argentino Leonardo D’Espósito (en su libro 50 películas para ser feliz): las cintas que recobran proustianamente el tiempo perdido y hacen descubrir instantáneamente que lo mejor es posible, sin olvidarse de que jugar nos hace felices, así como la esperanza de que en algún lugar de la existencia se cumplen nuestro deseos, al modo de los cuentos de hadas, con un final feliz motivado y sin la necesidad de un desenlace dichoso forzado, trivial y arbitrario como una maldición o una mentira, o sea, la felicidad del actor-realizador Retes/Guevara que por interpósito alter ego ficcional pero con humor y alegría recupera sin tristeza ni desolación ni amargura irónica algunas el tiempo de la gloria pasada presente que siempre ha merecido, tras descubrir instantánea aunque duraderamente que lo mejor ha sido posible para él y para sus fieles seguidores regocijados, tanto como para sus audiencias rendidas.

 

Y la genealogía fílmica sabe muy bien que al final, como en el lírico e impotente pero nada enigmático cierre de Identidad tomada, llegarán otras olas y no tardarán en pasar las desentendidas niñitas de las nuevas generaciones en un motocar playero, la amenaza arrasante de un tsunami todosepultador (“Va a pasar agua por mi casa”), las rojas colas de vieja película y unos redondos puntos en una informe punta infame sin destino postrero, “viendo al mundo con menos gravedad”, para “vencer a la muerte” (D’Espósito), o para “que la muerte no tenga la última palabra” (Odisséas Elytis).

 

 

FOTO: Fotograma de El bulto (1991). / Especial

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