Gael en una jungla que desconoce
POR IVÁN MARTÍNEZ
No creo que el cine, la televisión, los libros, ni la ópera o la música sinfónica vayan a caducar nunca. Cambiarán los lenguajes con los que se expresa y se cuenta algo: no lo que contamos y tampoco la disciplina en la que lo hacemos. Aunque soy un creyente de Internet, pienso en ella sólo como el dispositivo, la herramienta y no la forma como muchos han confundido cuando hablan de la inmediatez y la calidad que ofrece.
Jeff Bezos es uno de esos gigantes de Internet que comenzó con una pequeña idea: la modesta vendedora de libros que hoy no solo es la más grande librería del mundo, sino una tienda convertida en supermercado, sexshop y farmacia global: Amazon. Su última oferta es, junto al servicio de streaming de música y video, la producción de contenidos propios: series de televisión “para Internet” que sin embargo y quizá porque su origen está ideado en esa preposición, no se han podido vender con el mismo éxito de su competidor (Netflix con House of Cards u Orange is the new black).
Es el caso de su sexto título, Mozart in the jungle, cuya distribución en México está disponible solo en sistemas de televisión por cable a pesar de ser su proyecto más audaz, tanto a niveles de producción, como de los supuestos que presenta como tramas y del talento actoral, encabezado por el mexicano Gael García, quien, salvo un par de cameos, no trabajaba en televisión desde El abuelo y yo (Televisa, 1992).
Como base para su desarrollo, el equipo de producción dirigido por Roman Coppola, Jason Schwartzman y Alex Timbers ha tomado las memorias homónimas de Blair Tindall, una oboísta freelance con presencia en los círculos profesionales de Nueva York; de las orquestas de St. Luke, Orpheus y la Filarmónica a los fosos de los teatros de Broadway y los estudios de grabación.
Sus problemas comienzan ahí. Se han tomado demasiadas libertades y desdeñando el foco de atención de la oboísta, se lo han dado a un personaje de ficción alejado de toda realidad y absurdo desde su concepción: el nuevo director titular de la orquesta neoyorkina, Rodrigo de Souza, interpretado por García, cuyo desarrollo dramático es tan inconstante y contradictorio como el mismo diseño de producción y la dirección de tareas esenciales. Los errores van de la continuidad a la marcada diferencia entre capítulos con guionistas y directores escénicos distintos, pero no se quedan en lo técnico. El desastre tiene su origen en la irritable distancia que guardan los segmentos tomados del libro con los creados alrededor del protagónico, que evidencian el desconocimiento del mundo de la música clásica de todos los involucrados.
Lo que es una lástima, porque la trama alrededor de la oboísta Hailey Ruthledge es sencilla y eficaz, creíble y actoralmente bien llevada por la actriz Lola Kirkle, de quien cualquiera pensaría que sí está tocando en pantalla; sus historias, como están presentadas, servirían como una clase de apreciación dirigida a cualquier principiante con ánimos de una carrera profesional. Hay subtramas tomadas de la fuente original que son una delicia de comicidad, que cuentan con actuaciones espléndidas y merecerían mayor desarrollo: la del flautista líder sindical, la de la violonchelista y su amorío con el director emérito, la de un par de bailarines de ballet y la de la oboísta decana, excepcionalmente llevada por Debra Monk. Y se muestran también incontables flachazos literales para placer del televidente enterado: como la ocasión en que Patti Lupone detuvo enfurecida una función de Gypsy por un espectador que tomaba fotos.
Todo ello fluye fuera de las escenas con ensayos o conciertos; donde la fotografía y la ambientación resultan también pobres. O mejor dicho, donde no aparece la caricatura que se ha hecho de la dirección de orquesta y de la latinidad encarnada en García. Problema principalmente de él: uno debería esperar que un actor como se supone al mexicano hubiera preparado el personaje. Lo que se ve es una mala copia de un rol del que no se ha alejado desde el 2001, Julio (Y tu mamá también). Que se pierde entre acentos de Colombia y México, pero que toma mate como loco y que tiene un nombre brasileño que se pinta a la manera de un venezolano. Que se presenta como virtuoso del violín sin enterarse cómo se toma uno y cuyos movimientos con batuta obvian su inexperiencia como público.
Inexplicable también el desperdicio de figuras como Bernadette Peters o Malcolm McDowell, dispersos como en ninguno de sus trabajos anteriores, sin química entre ellos ni con el personaje que arropan.
Es verdad que uno espera ficción y aderezos. Por ejemplo, no molesta el sazón puesto en la manera en que se presenta el cambio generacional de una batuta titular a otra. Hay, sin embargo, detalles que superan toda lógica: lo que sucede alrededor de un ensayo en un lote baldío –inaceptable hasta en los sueños más guajiros del sistema venezolano-, la violinista que como postura política toca el violín invertido –no pasa ni por poética- o un perico que acompaña al director en sus ensayos –ya por payasadas menores una larga lista de orquestas se ha negado a tocar bajo batutas como la de Misha Katz.
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