Galería de la piel
Por primera vez la editorial Lumen reúne la poesía de Cristina Rivera Garza en Me llamo cuerpo que no está. Presentamos dos textos de la autora mexicana
POR CRISTINA RIVERA GARZA
Hospital de neurología
Hay un hombre entre nosotros
los que aguardamos la muerte, los que estamos despiertos
desde el alba hasta el advenimiento del alba
sobre sillas de plástico color naranja y los huesos rotos
de tanto ir
hacia el vidrio de la esperanza
hacia la burla inminente de la esperanza
hacia la crucifixión puntual de la esperanza.
Alguien acaba de morir. Son las 3:20 de la mañana.
El hombre entre nosotros está sentado como nosotros
con los codos sobre las rodillas y los ojos estancados
en este afuera del mundo que es un mundo
antiséptico y claro
el residuo alrededor y abajo y atrás de todo lo que es:
una burbuja de piel casi humana cruzada de sondas
amarillas
por donde entra el aire y sale la súbita falta
de aire;
un mundo de isodine y yodo y otros olores sin olor
que borran el olor de los cuerpos en su propia
malformación
sus propios errores, sus propios tumultos, sus propias
y genéticas imperfecciones;
un mundo acechado por el azar de dios y rodeado
de ventanales ilesos
ventanales impávidos
muros de córneas bruñidas por la luz urbana de marzo
que todo lo aleja y todo lo difumina;
un mundo donde algunos visten de blanco y caminan
y otros muchos visten de negro y callan inmóviles
porque alguien acaba de morir
aquí donde son siempre ya las 3:20 de la mañana
y donde se muere en el sueño lógico de los sedantes
y el no saber
que ya no habrá más, nada más, para nosotros
los que esperamos con el pulso disminuido
de no querer sentir
deseando con todos los dientes ese letargo suyo
de nunca saber
que nos quedamos aquí, hora tras hora, encendiendo
cigarrillos
bebiendo café negro, imaginando al hombre que está
entre nosotros
dulce y voraz como ninguno
encerrado en el cántaro de la sed y el cántaro del deterioro
nuestro como el animal que llevamos dentro
que es inaccesible a nosotros los que sabemos de morir
y de soportar la sobrevivencia desde la medianoche
hasta el advenimiento de la medianoche.
Lo que veo a mi alrededor
La mujer que encontró la inmovilidad después
de la última rabia del último día
después de todos los otros días y todas las otras rabias;
el epiléptico de Zacatecas que tiene hambre y no ha
comido en dos semanas
el que llega reptando de la ciudad con la lengua
y las manos y las piernas y los ojos
convulsionados por grandes ataques mientras repite
la palabra estrella
la palabra madre;
la muchacha de veintiuno a la que han operado
veintiún veces, una y otra vez, cada año
podando infructuosamente las ramas verdes del árbol
magnífico
esa planta carnívora que crece en el centro mismo
del cerebro
y por ello hermosa y por ello indescifrable
(como las minas olvidadas de una guerra perdida antes
del inicio
antes de los pronunciamientos y antes de los cánticos
y antes de saber que habría guerra)
y por ello trágica y por ello deleznable como el único
enemigo dentro del cuerpo que es el cuerpo
mismo;
el muchacho casi niño de largos brazos y largas piernas
llenas de piquetes
el que está tendido sobre un lecho desinfectado
con los ojos a medio abrir y a medio cerrar
como quien añora el sol sin haber sol dentro de esta
vasija blanca
el que respira con el tubo de plástico azul entre
los labios abiertos
con las manos atadas y los pies atados porque no es
un enfermo fácil
con la madre sola leyendo en voz alta los pasajes de
un libro irreal
palabras subrayadas por la nube púrpura y desigual
del cemento y la morfina:
“vine a Comala porque me dijeron que acá vivía
mi padre”;
la mujer, la más mía, en cuya carótida flota el globo
frágil, el globo cruel de un aneurisma
la malformación congénita y silenciosa que la tiró
de bruces bajo la regadera de las siete
y nos la entregó después, días después, meses después
con el cerebro lleno de las palabras sin sentido de la
poesía y los 28 años que decía volver a tener
En el alrededor veo a mi madre.
Ilustración: Ani Cortés /El Universal
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