Gastelu-Urrutia y el confinamiento vertical
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En El hoyo Los habitantes de una prisión acceden a los alimentos bajo estrictas reglas jerárquicas, lo que genera tensiones entre los criminales que buscan subsistir
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POR JORGE AYALA BLANCO
En la cine-fábula para streaming tremebundo El Hoyo (The Platform, España, 2019), emblemático instantáneo debut del publicista-TVproductor vasco de 46 años Galder Gastelu-Urrutia (cortos: 913 04 y La casa del lago 11), con guion de Pedro Rivero y David Desola sobre un argumento original de éste, el tranquilo e idealista oficial de cocina con barbita de mosquetero y afición a la lectura Goreng (Iván Massagué) se descubre de improviso, aunque por propia voluntad para obtener un diploma y durante el primero de seis meses, en el nivel 48 entre más de 200 de una prisión vertical llamada El Hoyo donde solo existen Los de Arriba, Los de Abajo y Los que Caen y cuya la única preocupación es la comida, la cual se suministra a través de una plataforma siempre en descenso con suficientes raciones de manjares para todos pero siempre saqueada por los de niveles superiores y dejando apenas sobras a los de estratos inferiores, asquerosas sobras que deben devorarse con las manos a gran velocidad durante los dos minutos del paso de la plataforma en cuestión, pues si se intenta guardar cualquier alimento un calor ardiente o un frío congelante asolará el nivel, según informa a un perplejo Goreng con quemante manzana en la mano el repelente criminal anciano Trimagasi (Zorion Eguileor), quien lo alecciona y lo acompaña en esa etapa inicial-iniciática, blandiendo (a diferencia del ejemplar de El Quijote solicitado por el recluso lecturiento como única pertenencia permitida) un cuchillo autoafilante marca Samurái Plus cuyo filo será decisivo para trozar pedacitos de carne de una pierna del mismo Goreng amarrado traidoramente a su camastro por un Trimagasi resuelto a saciar por una vez su apetito y obligando a su compañero a comer pedazos de su propio cuerpo, hasta que en un descuido el preso autófago logre desatarse y arremeta con venturosa furia homicida contra el viejo caníbal y lo engulla, ahora él sí por completo, en su vengativo turno, logrando además que el viejo devorado lo visite burlonamente en sueños durante toda la permanencia del héroe semidevorado en El Hoyo los meses restantes, subiendo y bajando niveles asignados mientras duerme bajo los efectos de un gas anestesiante, niveles donde deberá convivir con la loca asesina siempre bajando por la plataforma en desesperada búsqueda de un hijo inexistente Miharu (Alexandra Masangkay), con la ensangrentada oficinista invadida por el cáncer Imoguiri (Antonia San Juan) que se sabe terminal ya sin remedio, con el cadáver de un suicida que ante la hambruna prefirió autoahorcarse en un nivel ínfimo adonde ya llegan los platos limpios de tan lamidos, y finalmente con un aguerrido si bien influenciable afroenfebrecido Baharat (Emilio Buale) en el nivel 6, a quien un profético Goreng involucrará primero en su imposible propósito de convencer a los de arriba y a los de abajo de respetar las estrictas raciones suficientes por ellos preparadas, o luego, creyendo poseer la clave del secreto de la prueba de El Hoyo en la preservación de una suculenta gelatina panna cotta, llegar sobre la plataforma al abismo y luchando cual bienhechores guerreros samuráis hasta el fondo de la torre-prisión, para plasmar la revelación ansiada y entonces poder elevar su mensaje a las alturas de ese malvado confinamiento vertical.
El confinamiento vertical despliega a tambor batiente su arsenal de efectismos shocking sin pudor ni medida, su teatralidad in obbligato estilo Almacenados (Zagha Kababie 15) aunque debidamente rota por arteras profundidades de campo desde frontgrounds desenfocados, su cochambrosa fotografía de Jon D. Domínguez, su diseño de producción desastrada y vestuario harapiento de Azegiñe Urigoitia, sus alucines en rojo, su música concreta o seudomística de Aranzazu Calleja, sus saint-exupérianos planetas de dos habitantes modelo Principito en negativo, su humor sardónico o biliar negrísimo (“Obvio”/“Ni muerto abandona esa palabra”), su estructura acumulativa que nunca acaba de empezar y jamás de acabar, su escatología épica (nuestros enardecidos mesías rebeldes sólo consiguen que literalmente les caguen encima con acercamiento a un fondillo en pleno), sus cultismos referenciales (cervantinos ejemplares, samuráis posKurosawa), su reiterada alusión blasfemo-antropófaga a la comunión cristiana, su simbolismo del caracol humano a lo Dulac-Artaud (La caracola y el clérigo 27) o así.
El confinamiento vertical lleva hasta sus más tremebundas e impactantes consecuencias la híbrida combinación genérica horror-folletón carcelario-ciencia ficción-thriller-melodrama negro-alegoría, resuelta como una ardua pesadilla interminable y una pócima explosiva que genealógicamente podría remontarse hasta el juvenil alucine fundacional de George Lucas THX 1138 (71), derivando rumbo al extremo su anécdota visceral, entre la grotecidad crispada expresionista germana y la tradición hispana del esperpento, entre la fantasía inconsciente y el más burdo infracine abusivo, hasta transformar la historia en metafísica pura, una abstracción que hobbesianamente (el hombre es el lobo del hombre) identifica la maldad con la coaccionadora vida obligatoria en pequeño grupo sartreano (el infierno son los demás), con predominio de verdades ocultas y la traición innata, la simulación y las bajezas en el juego de la supervivencia que justifican toda explotación y autoritarismos, porque el contacto humano mata al espíritu en una desolación posmoderna sin respiro a su voraz hambruna permanente.
Y el confinamiento vertical ha debido convocar hasta una intervención extrafílmica del propio director para medio interpretar, aproximado e insatisfactorio, el final enigmático de su relato, esa alegoría abierta o este agujero en el cerebro que se expedita como metáfora del capitalismo o de lo que se quiera y mande, con ese cuerpo de una niña oriental, acaso el hijo imaginario de la desquiciada Miharu, por lucecita divina iluminado y en solitario ascenso mensajero.
FOTO: El guión de El hoyo fue escrito por el dramaturgo español David Desola./ Especial