Gay Talese en la guillotina

Ago 20 • destacamos, principales, Reflexiones • 11316 Views • No hay comentarios en Gay Talese en la guillotina

POR LEONARDO TARIFEÑO

@leotarif

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Pocas polémicas han sido tan reveladoras del estado actual de la cultura como las dos que meses atrás colocaron al periodista estadounidense Gay Talese en el centro de una abrumadora tormenta de críticas, acusaciones y reproches. En una, profesores y colegas cuestionaron su ética profesional, supuestamente manchada tras no denunciar ante las autoridades al propietario de un hotel en Colorado que durante años espió la actividad sexual de cientos de sus huéspedes, historia que el propio Talese relata en su último libro, The voyeur’s motel. Y en la otra, escritoras que hasta entonces lo admiraban lamentaron su presunto machismo cuando, en una conferencia impartida en la Universidad de Boston, el autor de Honrarás a tu padre declaró que ninguna periodista lo había motivado a convertirse en escritor. Si bien una controversia se refiere a las encrucijadas morales del trabajo periodístico y la otra apunta a la diversidad bibliográfica en la formación literaria, ambas comparten una sensibilidad cultural contemporánea donde la suficiencia, el juicio apresurado y la intolerancia políticamente correcta se unen para transformar lo discutible en repudiable y censurar aquello que no se adapta al molde ideológico de la época, justo el sentido opuesto al pulso de la realidad que el buen periodismo se empeña en retratar.

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El primer episodio transcurrió la tarde del sábado 2 de abril en la Universidad de Boston, donde Talese se presentaba en el marco del ciclo “El poder de la narrativa”. Al final de la charla, una poeta de Vermont le preguntó al periodista de 84 años qué mujeres escritoras, además de su amiga Nora Ephron (en cuyo documental biográfico, Everything is copy, Talese participa), le habían inspirado más. “Mary McCarthy fue una”, contestó; luego pensó un poco más, y dijo que no se le ocurría ninguna otra de su generación.

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“Y te diré por qué –amplió– No estoy seguro de que sea así, y probablemente ahora ya no lo sea, pero cuando yo era joven, en mis 30 años más o menos, estaba interesado en cierto tipo de periodismo de exploración. ‘De largo aliento’, lo llamábamos. Y las mujeres, aún cuando fueran buenas escritoras, no tendían a hacerlo. Porque siendo, pienso, mujeres educadas, escritoras, no querían, o no se sentían cómodas tratando con gente extraña, o el tipo de gente que a mí me atraía, personajes marginales, que no eran de fiar. No puedo imaginar a una mujer deseosa de hacer la crónica de un voyeur, o de los gángsters con los que yo estuve, o de los personajes que aparecen en La mujer de tu prójimo, como estrellas porno, swingers o directores de películas como Garganta profunda. Pienso que las mujeres educadas prefieren lidiar con gente educada. Los hombres educados, como yo, pueden sentirse cómodos con muchas figuras poco educadas o antisociales”.

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El efecto de sus palabras fue inmediato. Algunas mujeres comenzaron a abandonar la sala. Sin percatarse de lo que ocurría a su alrededor, Talese prosiguió. Subrayó que las narradoras de ficción son “grandes escritoras”, entre las que destacó a George Eliot y su libro Middlemarch. “Pero no conozco mujeres periodistas que me fascinen –agregó–. Quiero decir, escritoras de no ficción”. A esa altura, alguien desde el auditorio le preguntó por Joan Didion, la notable autora de El año del pensamiento mágico, entre otros libros.

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“Ah, sí, Joan Didion es buena –contestó Talese–. Sí, por supuesto, gracias por recordármela. Pero ella no trabaja con gente antisocial. Es una muy buena escritora, culta, de ficción y de no ficción, como ustedes saben. Pero yo estoy más ligado a la no ficción para complacer mi curiosidad y porque me gusta tratar diferentes tipos de personas”.

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Minutos después, el repudio generalizado se hacía viral. Twitteras de distinto pelaje difundieron el hashtag #womengaytaleseshouldread, en el que le recomendaban la lectura de autoras tan disímiles como Patricia Highsmith (quien nunca ejerció el periodismo) o Janet Malcolm. Días después, consultado por la reportera Shirley Leung, de The Boston Globe, Talese señaló que el asunto no pasaba de un gran malentendido. Según le expresó a Leung, él creyó que la pregunta apuntaba a la influencia de escritoras de no ficción durante sus años de aprendizaje, y no a una valoración general de la obra de las mujeres periodistas. “Si pienso en esa época no recuerdo mujeres periodistas; sí, en cambio, mujeres escritoras –insistió–. Pero hablábamos de no ficción, y por aquellos años no había mujeres periodistas que me inspiraran. Las mujeres que me inspiraban eran escritoras de ficción”. Para terminar la aclaración, el escritor acusado de machista dice en ese e-mail que, si hubiera creído que la pregunta pedía su opinión sobre las reporteras actuales, habría mencionado a Susan Orlean, Larissa MacFarquhar –a quien, dice, le escribió una carta para elogiar un reciente artículo suyo en The New Yorker–, Katie Roiphie y Lillian Ross, “de quien escribo con entusiasmo en la portada de su nuevo libro”. En una cultura dispuesta a comprender un error y aceptar la rectificación correspondiente, las declaraciones de Talese a Leung habrían resultado significativas. Sin embargo, los ataques siguieron.

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Y, de hecho, llegaron hasta el lunes 11 de ese mes de abril, cuando The New Yorker publicó un anticipo de su nuevo libro, The voyeur’s motel. El texto cuenta la relación del autor con Gerald Foos, quien el 7 de enero de 1980 le escribió a Talese para brindarle su testimonio en la investigación que derivaría en La mujer de tu prójimo (1981), libro para el que el reportero montó una casa de masajes y participó en orgías como parte de su trabajo de campo. Enterado del proyecto, y de las decisiones extremas que el autor tomaba para ampliar el ángulo de su mirada, Foos se presentó ante el ya célebre periodista y contó su historia: le dijo que era voyeur desde que tenía memoria, que se había casado con una mujer que aceptaba (y, a veces, compartía) su afición y que llegó a comprar un hotel en Colorado, The Manor House, con la única intención de espiar a los visitantes desde un falso techo construido especialmente para mirar sin ser visto. Tras varios intercambios y recelos mutuos, Foos invitó al periodista a Colorado, para que viera su obra con sus propios ojos. Y, después de firmar un acuerdo de confidencialidad en el que se comprometía a no divulgar nada ni relacionar a Foos con The Manor House, Talese acompañó a su anfitrión al techo del hotel y asistió al involuntario espectáculo erótico que una pareja brindaba sin saber que muy cerca de ellos observaban todos y cada uno de sus movimientos.

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Como subraya en más de una ocasión a lo largo de The voyeur’s motel, Foos nunca sintió que su práctica lo convirtiera en un pervertido; él creía, y tal vez por eso parecía identificarse con el trabajo de Talese, que su rutina de acecho se justificaba en pos de un análisis protocientífico de la sexualidad. Esa insólita antropología clandestina se canalizaba en el diario de observación que le entregó a Talese, base definitiva de lo que, 33 años después de su primer encuentro y ya con la autorización de Foos para dejar de lado aquel acuerdo de confidencialidad, sería The voyeur’s motel, la obra más polémica, dudosa y cuestionable de uno de los mayores maestros del periodismo actual.

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En su artículo “Thy neighbor’s life”, publicado en The New Yorker en 1998, Bill Buford recuerda que, por entonces, en New York se vendían más de 5 mil telescopios por año. Como esa cifra parece sugerir, a mucha gente le gusta mirar, y tal vez no sólo a las estrellas. Más de 15 años después de la aparición de ese artículo, The voyeur’s life profundiza la investigación de Buford y obliga a reflexionar sobre el lado menos edificante de la vida en sociedad. Pero, con el estruendoso paso de Talese por la universidad de Boston todavía fresco, buena parte del público que leyó el anticipo se preocupó más por dudar de la ética del reportero que en pensar en el valor –periodístico, social, humano– de su incómodo hallazgo. Las sospechas y las preguntas encendían la alarma en periódicos, revistas y redes sociales. ¿Qué tan lícito era que el periodista se sumara, aunque no fuera más de una noche y en nombre de su trabajo, al proyecto de violación de la intimidad que tanto complacía a Foos? Si el voyeur mantuvo su actividad durante muchos años después de su primer encuentro con el periodista, ¿por qué éste no lo denunció ante la Justicia? ¿Y qué decir del asesinato de una mujer a manos de un traficante de drogas que Foos dijo haber visto en la habitación 10, un día de 1977? En su texto, Talese escribe que, tras la confesión de Foos de lo ocurrido en la habitación 10, fue a la policía para confirmar el registro del crimen. Pero no encontró nada, y ya de regreso a su casa estuvo varias noches sin dormir, seguro de haberse convertido en el cómplice de una persona absolutamente inmoral.

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Aún cuando la discusión sobre los límites éticos del trabajo de Talese en The voyeur’s motel resulta pertinente, más certero ha sido el seguimiento que llevó adelante The Washington Post. De acuerdo a una investigación del periodista Paul Farhi, Foos vendió The Manor House en 1980 y volvió a adquirirlo en 1988, lapso en el que, a pesar de no tener acceso al hotel, le dijo a Talese que mantenía su rutina de observación. Entonces, si Foos mintió acerca de cuándo había visto lo que dijo que vio, ¿cuántas otras mentiras le hizo creer al periodista con el que mantuvo una relación de más de 30 años? Enfrentado a esa contradicción, un Talese enojado declaró, primero, que se negaría a promocionar su libro (“su credibilidad ha quedado en la basura”) para luego retractarse y transformar las revelaciones de Farhi en el Post en cambios posibles “en futuras ediciones”. El experimentado reportero no había respetado una de las reglas más elementales de la profesión, aquella que obliga a verificar todos los datos con más rigor que nunca cuando la historia depende del testimonio de una única fuente. Pero su falencia era de orden técnico, no moral. Y, en todo caso, como bien señala David Remnick, editor de The New Yorker, “el hecho central del texto es que Gerald Foos fue un voyeur en los ’60 y ’70 que espió a los huéspedes de su hotel, y de eso no caben dudas. Además, Talese menciona una y otra vez en el artículo que Foos no es un narrador fiable. Y en cuanto al asesinato de 1977, él no fue testigo ni pudo hacer nada para su investigación, por lo cual no violó ningún límite legal o ético”.

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Como en el escándalo que Talese había protagonizado días antes, la controversia alrededor de la ética en The voyeur’s motel evoca, quizás, un trasfondo más cultural que periodístico. Acerca del episodio en la universidad de Boston, cabe preguntarse por el sentido de aplicar el criterio de la corrección política y la igualdad entre géneros a las influencias literarias, un campo donde rigen impulsos tan arbitrarios y gozosos como el gusto, el placer y la lisa y llana curiosidad. “Aún si los escritores de Talese fueran sólo hombres –que, además, no es así–, ¿cuál sería el problema? Miren sus libreros. ¿La demografía de sus autores encaja con la sociedad en su conjunto?”, replicó Kyle Smith en New York Post. Mientras tanto, en el caso de The voyeur’s motel, la mayoría de las críticas le reprochan al autor no haber llevado al voyeur a la policía, aún cuando él había firmado un acuerdo de confidencialidad y, además, la protección de las fuentes periodísticas es un derecho amparado por la Constitución de su país. “Hay que andarse con cuidado cuando se le aconseja a los periodistas que acudan a la policía –puntualizó Erik Wemple, de The Washington Post–. Ese no es su trabajo; su trabajo es informar”. Otras reflexiones son menos sensatas, pero tienen el raro valor de sugerir más de lo que dicen. “En un sentido perturbador, la historia que presenta Talese ofrece un cebo para quienes deseen copiar las maneras de voyeur de Foos, porque detalla exactamente cómo funciona la plataforma de visión del hotel y lo bien que oculta su comportamiento”, escribió Kim Walsh-Childers, docente de periodismo en la Universidad de Florida. Según esta perspectiva, el fallo del autor en The voyeur’s motel consiste en dar ideas. Y, en el fondo, quizás todo el asunto de veras se limite a eso. En definitiva, lo que en ambas circunstancias parece molestar es la irritante singularidad con la que Talese enfrenta el Mal expresado en la desigualdad entre los hombres y las mujeres (aún en un territorio tan personal como el de las influencias literarias) y la escalofriante misoginia del voyeur con el que entabló una relación de varias décadas. Pero así como Talese no ignora que su trabajo consiste más en informar que en acudir a la policía, quizás nadie sepa mejor que él que su sensibilidad de reportero debe estar dispuesta a comprender sin justificar y a contar sin juzgar. En una larga tradición fundada por Truman Capote en A sangre fría y Norman Mailer en La canción del verdugo, es ni más ni menos lo que enseña el gran periodismo. Y lo que aprendería la sociedad contemporánea, si aceptara que el Mal se pone en marcha cuando alguien condena al que se niega a condenar.

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ILUSTRACIÓN: Daniel Razo

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