Berkeley, el profeta de la Matrix

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Desde la reflexión filosófica, este obispo irlandés creó una teoría en la que la realidad dependía sólo de la percepción de nuestra mente

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POR RAÚL ROJAS
En la cadena de filósofos empiristas que comienza con John Locke, George Berkeley (1685-1753) ocupa un lugar prominente. Y es que el obispo irlandés llevó al empirismo en una dirección insospechada: en su Tratado sobre los principios del conocimiento humano, de 1709, Berkeley argumenta hasta el cansancio que la materia no existe. Las cosas sólo existen si son percibidas, no porque posean un sustrato material. La realidad se conforma por percepciones en nuestras cabezas. O, dicho de otra manera, de lo único que podemos estar seguros es de que poseemos una representación mental de lo existente. El conflicto cartesiano acerca de la interacción de la materia con el espíritu se resuelve porque la primera no existe, el espíritu lo abarca todo. Es lo que se ha llamado el “inmaterialismo”.

 

Éstas son aseveraciones muy osadas, pero el obispo anglicano no se intimida ante el desafío y desarrolla su argumentación puntualmente, numerando en el Tratado sus diferentes consideraciones, de la uno a la 156, aparte de una introducción.

 

Antes de pasar al Tratado de Berkeley es interesante mencionar que en la física moderna existen también propuestas harto contra intuitivas. Resulta que el mundo de los objetos tridimensionales podría ser descrito como la proyección “holográfica” de una realidad que tiene menos dimensiones. Todos los procesos físicos, lo que tocamos y vemos, provienen de esa proyección. Sin embargo, los físicos no serían físicos si no tuvieran otra propuesta contradictoria. En algunas de las teorías que los físicos llaman “de cuerdas” se postula que el universo posee 11 dimensiones, pero sólo percibimos tres, más el transcurso del tiempo. Así que existe una larga tradición filosófica argumentando que el mundo no es como creemos que es, desde Parménides de Elea, que negaba la posibilidad del movimiento.

 

También en la ciencia ficción ya muchos han especulado con la posibilidad de que nuestra realidad sea simplemente una gran simulación procesada por alguna computadora cósmica. Esa es la trama de la película Matrix, en la que los cuerpos humanos se han convertido en baterías que nutren de energía a las máquinas. La realidad en Matrix es maleable y el “arquitecto” de la simulación coordina todo desde un centro de control.

 

Un gran ejemplo de cómo algo que existe no lo hace fuera de nuestras mentes es el color de los objetos. Los objetos reflejan luz y sabemos que ésta puede tener diferentes longitudes de onda que estimulan a las neuronas en la retina. Pero la percepción del color no es simplemente una medición de la longitud de onda de la luz reflejada, sino que consiste en un procesamiento que comienza en los receptores y neuronas incrustados en la retina y concluye en la corteza cerebral. El color dorado, por ejemplo, no existe como una longitud de onda específica. Ese color resulta de la comparación de las señales de diferentes receptores en la retina y es, a final de cuentas, una construcción subjetiva del cerebro. Fuera de la mente humana no podemos hablar del color dorado. Además, los humanos tenemos normalmente tres tipos de receptores de colores en la retina. Hay personas, los daltónicos, con sólo dos tipos de receptores. La gama de colores que pueden producir mentalmente es diferente y por eso su realidad perceptual es ligeramente distinta. No extraña entonces que el color de los objetos sea precisamente uno de los ejemplos que Berkeley esgrime en su Tratado, una y otra vez, para justificar la subjetividad de lo real.

 

Ya desde la introducción del Tratado Berkeley enuncia claramente lo que quiere demostrar: “Para las cosas que no piensan, existir significa ser percibido. Esas cosas no podrían existir fuera de las mentes de las cosas pensantes que las perciben”. La entidad que percibe puede ser llamada la mente, el espíritu o el yo. Por eso “toda la formidable estructura del mundo no existe fuera de una mente”. Berkeley argumenta que la extensión de las cosas, su movimiento, y la temperatura son todos calificativos mentales. Por eso “el color o la extensión no pueden existir en una cosa no pensante externa a la mente”. Además, si existieran cosas fuera de la mente ¿cómo las podríamos detectar? Sólo podría ser a través de los sentidos o por medio de la razón. Pero lo percibido está en la mente y es filtrado por la razón, así que al final de cuentas sólo la operación del cerebro es la que nos informa de los objetos. Berkeley acepta que se podría argumentar que de todas maneras los objetos ahí están, pero entonces sería absurdo suponer “que Dios ha creado incontables cosas inútiles”. Así que, si hubiera cosas inertes externas a la mente, no lo podríamos saber, ya que de todos modos sólo tenemos acceso a nuestra propia experiencia. Por eso “la mente es engañada a pensar que puede y que concibe cuerpos fuera de ella”, porque la mente no se está vigilando a sí misma. Más aún, todas las percepciones son pasivas, ya que esa es la esencia de una idea. Por eso no pueden actuar sobre otras, no tienen “poder causal”.

 

Esto es en principio lo que se ha llamado el idealismo empírico, que yo diría tiene mucho de idealismo y poco de empírico. Surge de inmediato la pregunta: si lo único que existe son las percepciones, que al final de cuentas son construcciones mentales, y esas percepciones no tienen poder causal, ¿cómo es que nos preocupamos de encontrar las leyes de la naturaleza y además esas leyes evidentemente funcionan? Berkeley no sería obispo si no tuviera que recurrir a Dios llegado a este punto. El funcionamiento “consistente y uniforme” de la naturaleza, dice Berkeley, sólo muestra “la sabiduría y bondad de Dios, el espíritu gobernante cuya voluntad constituye las leyes naturales”. Por eso el Creador imprime las sensaciones perceptuales en la mente, que son “las cosas verdaderas”. La realidad externa es puramente ideal, contiene cosas que son proyectadas en nuestra mente por Dios, y el todo no es caótico, sigue ciertas reglas sólo por la gracia de Dios. Berkeley insiste en que no niega que las cosas existan, sólo que no hay materia o sustancia que las soporte.

 

Llegados a este punto podríamos decir: ¿Y qué? Si las cosas existen y la naturaleza sigue reglas, ¿cuál es la diferencia si supongo que se trata todo de una proyección que Dios está lanzando sobre mis sentidos, o si las cosas tienen un sustrato material? Pareciera que todo es una cuestión de convención: ¿a partir de donde comienzo a hablar de realidad: desde el mundo externo o apenas en la interfaz con mis capacidades sensoriales?

 

Un poco exasperado por los muchos argumentos posibles en contra de su tesis, Berkeley resume: “Aquí va otra vez, brevemente. Existen sustancias espirituales, mentes o almas que son capaces de producir ideas voluntariamente. Pero esas ideas son débiles y poco constantes, si las comparamos con las ideas que percibimos por los sentidos. Esas ideas impresas en la mente de acuerdo a ciertas reglas o leyes naturales nos muestran que son el efecto de una mente más fuerte y más sabia que el espíritu humano”. Por eso no son “ficciones”. Por eso también, Berkeley prefiere hablar no de “cosas” sino de “ideas”, ya que los “objetos sensoriales existen sólo en la mente”.

 

Ese es el núcleo de los planteamientos de Berkeley, que consumen el primer tercio del Tratado, y ya todo el resto es una defensa de la teoría contra un sinnúmero de objeciones posibles. El que no pudo levantarlas en aquel tiempo fue Jorge Luis Borges, quien de todos modos escribió una pequeña historia donde las teorías de Berkeley representan el “sentido común” y menciona de pasada que las ruinas de algún anfiteatro han sido salvadas por algunas aves o algún caballo “que continuaron percibiéndolas” cuando ningún humano andaba por ahí.

 

Hay multitud de dificultades con la propuesta de Berkeley. La existencia de las almas, las “cosas pensantes”, está dada de inmediato. Curiosamente, para Berkeley sí podemos reconocer otras mentes por su forma de actuar, diferente a la de los objetos inanimados. La coordinación perceptual entre esas almas está mediada por Dios que es el gran artífice de la proyección de la realidad. Berkeley admite que la proyección podría haber sido más simple (¿para qué ponerle el mecanismo a un reloj si éste podría mostrar la hora en la carátula sin mecanismo alguno?, por ejemplo). La proyección es como es, ya que Dios nos proporciona información con todos los eventos naturales. Podría ser una proyección caótica y arbitraria, pero es mejor si todo ocurre de acuerdo a un orden, que de vez en cuando hay que transgredir (por ejemplo, con milagros), pero eso hace que podamos tener expectativas de que algo suceda, y que así ocurra después. La realidad producida por Dios nos brinda información, que es mejor mantener consistente para que podamos planear el futuro inmediato.

 

Berkeley polemiza con la física newtoniana y también con las matemáticas de la época. Respecto a Newton, no ve como se pueda comprobar que los planetas en vez de ser “atraídos” no pudieran ser “empujados” (me imagino que por la mano de Dios). Se niega a aceptar un espacio absoluto eterno, infinito, omnipresente, porque sólo Dios puede tener todos esos atributos. Sobre las matemáticas opina que es inútil estar demostrando teoremas que no sirven para nada y niega la posibilidad del infinito. Ya que sólo las ideas existen y no puedo concebir todos los puntos de una línea al mismo tiempo (si fuera un número infinito) eso demostraría que una línea sólo puede tener un número finito de componentes. Lo mismo con la materia. Si la pudiera descomponer infinitamente en la mente, no tendría extensión, o más bien, esa extensión sería ilimitada e infinita.

 

Ya para terminar Berkeley fustiga a los ateos y materialistas que no quieren entender que Dios no creó el mundo de una vez, sino que el proceso de creación se repite continuamente al producir ininterrumpidamente toda la realidad que percibimos. A los que argumentan que en esta realidad hay dolor y miseria, Berkeley les da la misma respuesta que muchos años después Malthus, otro clérigo, utilizaría: “los defectos de la naturaleza son útiles porque le dan variedad al mundo y aumentan la belleza del resto de la creación, así como las sombras en una pintura aumentan el contraste de las partes más claras y mejor iluminadas”.

 

Leyendo a Berkeley, el físico Pierre Simon de Laplace se hace cada vez más simpático. Cuando Napoleón le preguntó porque en su Tratado de Mecánica Celeste no mencionaba a Dios, le respondió que “no había necesitado esa hipótesis”. Berkeley la requirió porque de otra manera todo su edificio idealista se derrumba: “El primer lugar en nuestros estudios debe darse a la consideración de Dios y nuestros deberes. El principal motivo de mis esfuerzos ha sido promover esta consideración, así que serían inútiles e inefectivos si lo que he dicho no inspira a los lectores a sentir la presencia de Dios”. Dicho en términos modernos: vivimos en Matrix y el gran arquitecto de la simulación es Dios.

 

Hace apenas cinco años, la revista Scientific American invitó a un grupo de físicos a discutir la posibilidad de que nuestra realidad sea una simulación de hackers extraterrestres. Hubo quien tasó la probabilidad de que así sea en 50%, otros en exactamente cero. El moderador, Neil deGrasse Tyson, lanzó una preocupante pregunta: si el mundo es una simulación, ¿qué pasa si un error hace que el programa aborte?” Conozco a muchos programadores, he vivido en las entrañas de la bestia, así que si el mundo es un programa, vivimos al filo de la navaja.

 

FOTO: Retrato del obispo Georges Berkeley por el pintor escocés John Smibert (1727)./ Especial

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