Gioachino Rossini en el foso de Bellas Artes
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En el 150 aniversario luctuoso del compositor italiano, Bellas Artes presentó La italiana en Argel en una versión inconsistente, pero también con el talento de solistas
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POR IVÁN MARTÍNEZ
Entre las efemérides musicales de este 2018, la más relevante para el mundo operístico quizá sea la del 150 aniversario luctuoso de Gioachino Rossini, prolífico y prematuro compositor de ópera del que, además de los títulos que se le han montado en México en lo que va del año, me hubiera gustado escuchar algo de su música abstracta. ¡Qué delicia que escucháramos en vivo sus Sonatas a cuatro o el apetitoso Concierto para fagot!
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Sucede que no conocemos más allá de sus óperas, y acaso una pieza religiosa, al contrario de Debussy –otro compositor con efeméride, por su centenario luctuoso– de quien no hubiera estado mal escuchar su única Pélleas et Melisande.
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La Ópera de Bellas Artes decidió sólo conmemorar al primero y lo hizo con La italiana en Argel, una comedia que Rossini escribió a los 21 años de edad y en poco menos de un mes tomando el libreto de Angelo Anelli. Se encargó la escena a Hernán Del Riego y desde el foso, la música estuvo encomendada al titular de la compañía, Srba Dinic, con funciones que corrieron del 8 al 15 de julio; presencié la del jueves 12.
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Bellas Artes fue a la segura con esta apuesta y en términos generales le ha funcionado. Tiene que ocurrir un desastre para que alguna de las óperas de este compositor italiano no funcionen en escena y Del Riego parece una contratación idónea para la comedia; ésta o cualquier otra. Ya hace un año, en la UNAM, había dirigido con éxito El secreto de Susana (Wolf-Ferrari), otra comedia simple cuya puesta juzgué entonces de noble y encantadora.
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Si el acercamiento caricaturizado a ésa me pareció en el tono adecuado, el enfoque aquí estuvo, creo que innecesariamente, un pelo sobrepasado. Excedido de gags y coreografías que, aunque a mí me lo parezcan así, hay que anotar que han funcionado bien, quizá demasiado bien: nunca escuché tantas carcajadas del público. Y me lo parecen así, como a muchos otros a quienes he leído la misma crítica, porque esta ópera no necesita extras y porque distraen de la ejecución musical. Hay que recordar que en ópera, la historia se cuenta desde y a través de la música. Y que en escena menos es más.
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Tampoco querríamos pensar que los asegunes musicales se intentan tapar con trampas escénicas o que un trazo entorpece la respiración o una articulación de ciertos pasajes.
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Hay que aplaudirle a Del Riego otros aciertos: todos los cantantes actúan, lo que no siempre pasa, y todos actúan en el mismo tono, lo que sucede menos. También, que haya elegido a Ingrid SAC para iluminar con eficacia –no siempre con muchos matices–, la escenografía de Jorge Ballina –uno de esos magistrales diseños sencillos pero de mucho movimiento para modificar y crear ambientes tan suyos– y el vestuario de Violeta Rojas –otra vez, como no siempre no sucede: todos en el mismo concepto y estilo.
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Musicalmente, dos elementos han destacado y hecho brillar la noche: el bajo chileno Ricardo Seguel, como Mustafá: de voz potente y ágil, suficientemente bien asentado en volumen en todos sus registros y en todos los pasajes, brindando su papel con extraordinaria claridad y musicalidad, sólo a la par de su encanto actoral. Y la mezzosoprano mexicana Guadalupe Paz, como Isabella, cuya actuación destacaría simplemente en la naturalidad: con la que corre su voz, con la que navega por la partitura, con la que se mueve en escena, con la que coquetea, con la que triunfa.
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Nada mal, tampoco, el barítono Josué Cerón como Taddeo: un cantante seguro, con claridad, listo siempre para la comedia, que quizá merezca ya retos y reconocimientos mayores. Sin destacar, ni positivamente ni por errores, han estado los personajes menores encargados a Luis Rodarte (Haly) y Mariel Reyes (Zulma). Pero incómodos han resultado en su desempeño el tenor Edgar Villalva como Lindoro, inmaduro en terrenos tanto vocales como teatrales, suena una voz rossiniana pero no parece técnicamente listo todavía para lo que este repertorio demanda, y la soprano Angélica Alejandre, gritada –quizá no sea éste un compositor para ella– y sobreactuada –quizá Del Riego debió ponerle más atención.
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Dinic desde el foso me ha parecido una rareza. Estoy convencido de que es lo mejor que le ha pasado a la orquesta del Teatro de Bellas Artes y que el repertorio italiano en general le va mejor que, digamos, otros como Mozart, en esta ocasión hizo sonar todo, en general, desdibujado. No ayuda que el Coro no tenga una dirección estable y quizá tampoco le haya servido de mucho aparecer sin batuta.
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Desde la obertura las articulaciones han sido poco claras, con pasajes ya totalmente barridos de las cuerdas, y en escenas como el final del primer acto, no pudo poner orden entre las voces protagonistas, sin permitir así el lucimiento de uno de los pasajes más complejamente transparentes de la obra total rossiniana. Aun con los momentos brillantes, que los hubo, es raro, casi desconcertante, que Dinic hubiera tenido una función así de desaliñada.
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FOTO: En la puesta en escena, a cargo de Hernán del Riego, todos los cantantes actúan en el mismo tono, un ejercicio poco común en la ópera. / Cortesía: INBA
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