Gracia bajo presión
POR HÉCTOR VASCONCELOS
Me corresponde ahora hablar, así sea de manera muy sintética, en torno a la memoria del entrañable amigo y colega, el admirado erudito, el compañero y cómplice de luchas sociales y políticas.
Conocí a José María Pérez Gay hará un cuarto de siglo. No recuerdo con precisión el año. Teníamos muchos amigos comunes y nuestras actividades estaban relacionadas. Él resultó becario del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, institución que yo dirigía en aquellos días. Años más tarde, coincidimos en Europa. Él era embajador en Portugal al mismo tiempo que yo representaba a México en Noruega y Dinamarca. Cuando nos veíamos, inevitablemente la conversación derivaba hacia algún aspecto de la cultura de lengua alemana que por tantas y tan diferentes razones era fundamental para ambos.
Nuestra aproximación inicial al mundo germánico había sido distinta. Él había penetrado en ese universo por la vía de las ideas y la literatura, en tanto que yo lo había hecho primordialmente por el camino de la música, en cuya tradición germano-austriaca yo había sido educado desde la más temprana infancia. A veces recitábamos alternadamente poemas de Heine, de Hölderlin, de Rilke. Pero si yo recordaba sólo una estrofa, él podía recitar el poema entero. Yo le argumentaba que, más aun que en la literatura, el pensamiento, las artes plásticas o la arquitectura, fue en la música donde se expresó con mayor radicalismo el espíritu innovador, iconoclasta, vanguardista que acompañó el ocaso de una cierta idea de Europa alrededor de 1918: el Imperio Perdido. La llamada segunda escuela de Viena demolió, uno a uno, todos los cánones de la armonía y la forma clásicas, en lo que constituyó la mayor revolución en la historia de la música occidental, al menos desde el Renacimiento. También lo hacía reír diciéndole: “Chema, la verdad es que tú no tienes afinidad alguna con la cultura alemana, porque no te gusta la cerveza, y no soportas a Wagner”. A mi modo de ver, la civilización germana inicia con un tarro de cerveza y culmina en esas interminables orgías musicales de Wagner, síntesis y epítome de la ideología, la mitología, la estética y ciertamente la tradición musical alemanas.
A pesar de nuestras casi infinitas afinidades, Chema y yo no nos frecuentamos mucho durante años. Pienso que estábamos demasiado inmersos en nuestras respectivas vidas y, por otra parte, con frecuencia nos separó la geografía. Él se encontraba en el extranjero y yo en México o viceversa. Lo que tornó nuestra amistad esporádica en un hecho cotidiano fue la figura y la causa de Andrés Manuel López Obrador. Desde 2006 hasta que la pérdida de su salud lo impidió, asistimos a toda suerte de actos públicos y privados, a juntas, foros y mítines, y nos reunimos, incontables veces, casi siempre bajo la presencia tutelar de Lilita, para idear formas en que pudiéramos contribuir a la causa de López Obrador que para nosotros no era otra cosa que la causa de México.
Para algunos, esta militancia de la última etapa en la vida de Pérez Gay resulta algo incómodo, difícil de ubicar, algo que sería mejor meter bajo el tapete. Yo, en cambio, pienso que la profunda convicción y la total lealtad de Pérez Gay a López Obrador fue uno de los mejores galardones de su vida. Le dio a su existencia una dimensión de compromiso, un sentido de propósito, que quizá antes no había experimentado. Lo que conmovía a Pérez Gay de López Obrador —me lo dijo muchas veces— era ante todo su honestidad personal, su integridad. Por esas cualidades y por su convicción de que en México resulta impostergable un cambio de fondo, Pérez Gay no tuvo empacho en abrir su agenda y su casa, sin límite alguno, a los requerimientos del Movimiento. Lo hizo, además, en las situaciones de mayor tensión, esbozando una sonrisa en los labios que sus ojos ya habían anticipado.
Decía Hemingway, en una frase prácticamente intraducible, que el valor consiste en tener gracia en medio de situaciones de presión (grace under pressure). Pérez Gay la tuvo siempre, aun durante su terrible enfermedad.
Por eso, y por mucho más, Chema ya nos hace falta.
Termino citando a un humilde campesino que encontramos, durante una gira, en un remoto municipio del Estado de México. El campesino reconoció a Pérez Gay, ya para entonces reducido a una silla de ruedas, y, alzando el brazo en señal de victoria, le gritó: “¡que viva don Chema!”.
*Fotografía: La afinidad de Pérez Gay con la cultura alemana se dio en el terreno de la literatura y las ideas/Archivo EL UNIVERSAL.
« En la biblioteca del homo legens Pérez Gay, lejos del olvido »