Grímur Hákonarson y la épica pastoril

Abr 23 • Miradas, Pantallas • 4792 Views • No hay comentarios en Grímur Hákonarson y la épica pastoril

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POR JORGE AYALA BLANCO

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En Carneros (Hrútar, Islandia-Dinamarca, 2015), inmenso segundo largometraje narrativo del autor total islandés también documentalista de 38 años Grímur Hákonarson (cortos previos: Slávek el mierda 04 y Luchando 07; documentales: Vardy parte a Europa 02 y Un corazón puro 12; primera ficción: Tierra estival 10), el recóndito envidioso civilizado Gunnar Gummi Bodvarsson (Sigurdur Sigurjónsson) y el impulsivo salvaje Kristen Kiddi de igual apellido patronímico (Théodor Júlíusson) no se hablan desde hace cuatro décadas, a pesar de tratarse de solitarios pastores sesentones sin mujer y dueños de centenares de ovejas, ser hermanos barbicanosos casi idénticos y vivir en granjas colindantes atravesadas por el mismo camino que toman para trasladarse a bordo de sus vehículos ultramodernos sobre las eternas nieves de una landa islandesa rodeada de fiordos, pero cuando Gummi es derrotado durante una competencia ferial por su arisco vecino allí donde más le duele: el orgullo de sus excelentes ovejas personalizadas que constituyen su única familia aceptable, provoca la ruina de la toda región y de él mismo, tras hacer pública la tembladera (especie de encefalopatía emparentada con la enfermedad de las vacas locas) que aqueja a una de las ovejas de Kiddi y que, por orden de las autoridades convocada por la vecina veterinaria Katrín (Charlotte Boving), requiere de un reglamentado fusil sanitario implacablemente exterminador, pero Gummi finge matar por iniciativa propia a 147 ejemplares de su rebaño, y así logra salvar, ocultas en el sótano, a su oveja favorita Garpur y a siete más, pero, para consumar su ilegítima hazaña, necesitará cerrar filas y, entre escamoteos y enfrentamientos feroces, colaborar cada vez más de cerca con su hermano enemigo cuya granja está bajo su custodia por razones testamentarias, hasta hacer culminar esa desesperada épica pastoril en una huida conjunta al monte con su mínimo aunque muy querido ganado restante, quedando a merced de una nocturna tormenta invernal a más de 30 grados bajo cero.

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La épica pastoril reclama la egregia dignidad visual e inspiracional de una saga nórdica con desastre de dimensiones telúricas afectando a cierta aislada familia rústica, a la vez que una parábola bíblica de la guerra entre hermanos a lo Caín y Abel (si hubiese sido releída en particular por Philippe Lechermeier y Rébecca Dautremer en Una Biblia), una epopeya de la sencillez rústica, una intensa historia majestuosa de dos viejos pastores motorizados y ocho ovejas a fin de cuentas tan inermes como ellos, una recreación inusitada del arcaico mundo del rencor vivo en la inmensidad de los helados espacios poswesternistas (antiPasto de sangre de George Marshall 58 con Glenn Ford), con suntuosa fotografía estática bellamente inabarcando horizontes a flor de piel de Sturla Brandth Grovlen, distendida edición siempre atenta a las pulsiones humanas en momentos de hiperrealismo minimalista de Kristyán Lodmfjörd y música de Atli Ovarsson reducida a un puntaje de espaciadísimos acordes modales-monacales.

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La épica pastoril ha sido filmada en condiciones extremas, como una suerte de antiRenacido (Iñárritu 15) prefigurado ya en profundidad, pero aquí no se trata de glorificar ningún sufrimiento pararreligioso, sino de combatirlo mediante un estoico tono solemne en donde todo lo existente se magnifica de inmediato: la fotogenia finalmente desolada del remoto valle de los carneros en perpetuos long-shots lejanísimos, los contundentes diálogos de puñalada (“Las mato yo, son mis ovejas”/ “¿Quién mierda crees que eres para darme órdenes?”/ “Sé lo que tienes en el sótano”), el eximio orgullo de casta (¡los Bodvarsson!) al nivel de los ancestrales cristianos sectarios de Dreyer (La palabra 55), la comunicación residual y enojosa de los hermanos a través de recados en las fauces de un perro cual pico de paloma mensajera, la competencia pastoril ganada por una diferencia mínima en el espesor del músculo dorsal como si fuera por una nariz o el cuerno de un carnero perfecto, la oveja bañada con amoroso jabón y terco cepillo en la tina personal de su amo, la acre ironía indistinguible de la delicia cómica de muchos incidentes como las reclamadoras acometidas físicas y los cristales reventados a pedradas que merecerán el envío de una cuenta por pagar en seguida lanzado a la basura, la borrachera sólo compartida solo con gatitos luego pateables, el resentido que se emperifolla para celebrar su Navidad a solas pero debiendo atender al hermano ebrio tirado a su puerta, el transporte del hermano-bulto dentro de la pala mecánica de la barredora de nieve para depositarlo a la entrada de un hospital cual recién nacido en el atrio de alguna iglesia rural, y ese invocativo guiño final al indómito soplar de El viento del sueco Sjöström (28) tan brutalizante cuan desnudador.

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La épica pastoril dota a la férrea ficción de un discurso fluyente en torno a esas extrañas bestias llamadas carneros, en sí y para sí, lanudas, casi domesticables, denodadamente pasivas y concursantemente toqueteadas, prácticamente autónomas, equivalentes en más de un aspecto al célebre ajolote mexicano de Cortázar, porque “sus ojos me hablaban de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar”, derivando de ello una connivencia inerte con esas criaturas que es también vía abierta hacia su pureza cristalina como concepto y sucedáneo necesario de la más entrañable comunicación misma.

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Y la épica pastoril concluye con las imágenes de un hombre cargando cierto cuerpo semicongelado y cavando en el hielo una especie de iglú para intentar sobrevivir dentro de él dándole calor al hermano, ambos desnudos y por fin abrazándose, porque su desventurada aventura preservadora era en realidad la contemplación de una fraternidad subsistente, al interior de un mundo esculpido en el fragor de los cuerpos fraternos, rumbo al vértigo metafísico del nexo desnudo que devuelve a la fatal existencia fetal y verdadera.

 

*FOTO: Carneros, del director islandés Grímur Hákonarson y protagonizada por Sigurður Sigurjónsson y Theodór Júlíusson, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 28 de abril de 2016.

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