La Guardia Nacional en cuatro corridos guerrerenses
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La aprobación de las leyes que buscarán regular la operación de la Guardia Nacional nos da una oportunidad para rememorar la existencia de una serie de corridos de la región de Tierra Caliente, historias en las que las peripecias de bandidos y forajidos van de la mano con los abusos de las fuerzas de federales
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POR NOÉ ISRAEL BORJA
Hasta hace poco, en Altamirano, los abuelos que habían nacido en las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado, solían decir: “Te voy a echar a los soldados”. Lo decían cuando un hijo se volvía ingobernable. Ante la amenaza de la disolución del orden y el respeto, aquellos viejos invocaban la fuerza arrolladora que el ejército había mostrado para acabar con bandoleros, valientes que preferían morir por honor antes que dejarse detener, narcotraficantes y toda aquella persona que había rebasado los límites de la complicidad de la autoridad protectora.
Los abuelos amenazaban a sus hijos con los soldados a modo de último recurso, porque les llegaba a la memoria con fuerza hereditaria la arbitrariedad, la violación, el autoritarismo y el hermetismo de soldados que persiguieron y acabaron con personajes que se habían salido de control.
El bandido más famoso de las décadas de los veinte y los treinta del siglo pasado, en estas tierras guerrerenses, fue Isaac Alvarado El Zopilote. Legendario bandido de Malpaso, “estrecho pasadizo natural formado entre los cerros de El Caracol y La Doña, paso obligado para los viajeros” 1 que tenían que agarrar la ruta de Pungarabato a Huetamo.
El Zopilote nació en Las Fraguas y se crió en los ranchos de San Lucas, Michoacán. Ya de hombre sobresalió en el manejo de las armas: disparaba con las dos manos al mismo tiempo con certera puntería. El Zopilote no tuvo nada que ver con la refriega armada de la revolución, pero “surgió a la par de tantos bandidos que aparecieron después de esta y al quedar sin trabajo no tuvieron más camino que dedicarse a la rapiña”. Aparecía a caballo en solitario o capitaneando una gavilla. Rurales y militares, estos, encabezados por el teniente Macario Santoyo, trataban de dar con su paradero, sin embargo, por un buen tiempo, El Zopilote salió triunfante. Por donde pasaba dejaba su estela de bandido sagaz que sabe ventear el peligro.
Pasó a la historia de la región de Tierra Caliente por ser el principal sospechoso de haber matado por encargo a Alberto C. Reyes, líder y creador del primer ejido de Zirándaro. El Zopilote, escribe Viliulfo Gaspar Avellaneda, era utilizado por “caciques y personas adineradas” para atracos y trabajos como la muerte del líder agrarista.
Sin embargo, un día cayó. Se robó a una muchacha de Ceibas Altas de nombre Irene Baltazar. Se la llevó a su escondite en una cueva del cerro El Tule, próxima a Querutzeo. La muchacha, que había opuesto resistencia, después de dos días y sus noches, pudo escapar y llegar a su casa. Motivada por su padre, denunció los hechos con el sargento Aristeo Olmos. Rurales y militares le cayeron al Zopilote en el cerro. Unos por arriba y otros por abajo; unos haciéndose pasar por vaqueros y otros haciendo bramar un cuerno de los que se utilizaban para buscar ganado perdido. Aprehendieron al Zopilote, quien bajaba el cerro montado en una mula. Le dieron un balazo en la panza. Él pidió clemencia. Amarraron sus muñecas y tobillos con sicuas, lo atravesaron con un palo y lo bajaron como se baja a un venado muerto.
Así lo llevaron hasta Ceibas Altas, donde había cometido el delito, y ahí, el sargento Olmos, dio la orden para que lo colgaran en la rama de un cueramo, a la orilla de un patio de pelota tarasca, a la vista de los lugareños. Ahí empezó a correr el corrido de El Zopilote:
Cuando llegó el subteniente con su gente,
con un soldado a balazos lo agarró.
Y le decían: “Ríndase, no sea renuente”.
Él contesta: “¡Mátenme!; rendirme, no!”
El corrido de La Papaya 2 relata la historia de Diógenes González y la inmolación de su padre y tres hermanos suyos. Todo comenzó cuando Diógenes, en venganza, mata a Miliano Reinoso. Los soldados del 40 Batallón de Infantería, junto con judiciales del Estado le caen en su domicilio para aprehenderlo. Esto ocurre el 27 de abril de 1974 en La Papaya, pequeña población del municipio de Cutzamala que no rebasaba los cien habitantes. Diógenes González no se entrega y con los varones de su clan opone resistencia: “…De lo contrario tiraron/ Se formó la balacera…” Siete horas después, los soldados lograron matar a los cinco que prefirieron morir antes que entregarse:
Murió Modesto y sus hijos.
Diógenes era el dañado.
Magdaleno, un buen gallito.
Pedro de dieciséis años.
Salvador, un jovencito,
para doctor estudiado…
Diez años después, el 18 de junio de 1984, el coronel Ortega, del mismo Batallón, aplacó la furia de Jesús Chuche Borja 3. Criado en los ranchos de San Lucas, ya hombre se decía el comandante del pueblo de San Lucas. Se dedicaba a traficar marihuana y goma de amapola. Presumía de influencias y tal cosa parecía ser cierta porque llegaba a Altamirano con su pistola fajada al descubierto. Mucho poder tuvo Chuche Borja, pero un día no le valió nada para convencer al coronel que llegó con órdenes de aprehenderlo. El asunto le vino porque sobrepasó los poderes fácticos de policía para-estatal al matar a una familia en Zirándaro e incendiarles la casa. “Le ofreció diez millones de pesos ―al coronel, dice el corrido― pero no fue certero.” Torturaron a Chuche Borja. En Los Brasiles, donde vivía, “mucha carga le hallaron”. Ahí le rajaron las plantas de los pies y lo hicieron caminar sobre la tierra caliente. Su madre, presintiendo una muerte con tremendo sufrimiento, pidió clemencia y arrodillándosele al coronel pidió que ahí mataran a su hijo. Chuche Borja, entonces, dijo sus proverbiales palabras: “Levántese, mi amor, él es un gobernante; pero no es mi Dios”. Se lo llevaron y nunca se supo de sus restos. La opinión de su familia y el decir del corrido, sostienen que el cuerpo de Chuche Borja lo aventaron al pozo Meléndez. Por los años setenta y ochenta este pozo, que se localiza a la vera de la carretera Taxco-Iguala, y que tiene una profundidad abismal, se hizo famoso porque ahí arrojaban a rebeldes, guerrilleros y también criminales que desestabilizaban al gobierno.
El general Ortega, un hombre muy valiente,
que vino a gobernarnos aquí en Tierra Caliente.
Él apagó la lumbre de hombres muy renuentes.
A Borja lo aprehendió no más con un teniente…
Pocos años después, a finales de los ochenta, Aldegundo Pineda, originario de Santa Teresa, municipio de Coyuca de Catalán, regresó de Estados Unidos con fama de narcotraficante. Era un hombre cuidadoso con su aspecto. Acostumbraba hacerse manicura y pedicura. Bebía, pero poco; más le gustaba agregarse a bolitas de bebedores para invitarles. Había estado preso por el delito de contrabando de armas. La aureola de hombre que se abre paso con fortuna en los negocios fuera de la ley lo hacía popular. El salón de belleza donde llegaba era atendido por la mujer de un pariente suyo: Néstor Pineda, compositor cuya mejor carta de presentación era: “Moneda sin valor”, canción que grabó el conjunto norteño Los alegres de Terán. Néstor vivía en la Ciudad de México pero se regresó a su terruño con toda su familia a causa de la mala impresión que le causó el temblor de 1985. Un día Aldegundo Pineda le pidió que le compusiera un corrido: “Tengo un corrido por ahí, pero no me gusta; hágame usted uno, pariente”. 4 Néstor Pineda le compuso el corrido: “El cachas de oro” y se lo grabaron Los leones del Norte. Quedó muy contento Aldegundo. Paseaba en su camioneta Ford color amarilla que había rotulado con el título de su canción preferida: “Cuatro millones y medio”. Y donde estuvieran escuchando su corrido, él llegaba para invitar cervezas o whisky, lo que los tertulianos estuvieran bebiendo.
Fue sonado el día que inauguró la pavimentación de un tramo de la calle por donde él llegaba a su casa. Ese día, en medio de la multitud y la fiesta, llegó el capitán Francisco Monge, quien se hacía acompañar de dos hombres que, por cierto, no eran soldados del 40 Batallón de Infantería. A Aldegundo le llegó el rumor que el capitán lo quería desarmar. Él no se amedrentó. Sacó su pistola y la descargó al aire y le volvió a poner otro cartucho cargado y se la volvió a fajar en la cintura. Y dijo a voz en cuello: “Si la quiere, que venga por ella”.
El capitán Francisco Monge se había malquistado con El cachas de oro no tanto porque éste fuese un hombre de negocios turbios como por un lío de faldas. Una mujer que había despreciado al capitán vivía un alegre romance con Aldegundo Pineda. Como sea, despechado y herido en su orgullo de autoridad militar, una mañanita le cayó en una casa del fraccionamiento Invisur de Altamirano. Aldegundo estaba con la mujer de la cual el capitán se había prendado. Nunca más se supo de Aldegundo Pineda. Nada más su corrido quedó. Unos sostienen que el capitán lo echó al pozo Meléndez, otros dicen que quedó sepultado en los terrenos de la zona militar.
Aquí doy punto final
al corrido de Pineda.
Dicen que es contrabandista
y que trafica la hierba.
Yo no sé nada, señores.
Ya me voy para la sierra.
No andarán tan lejos las palabras con aire siniestro de los abuelos para advertir el miedo y el terror a la fuerza arrolladora de los militares. Porque estos han sido utilizados a discrecionalidad de gobernantes para perseguir y acabar con personas y movimientos mediante procedimientos tan propios como deleznables de guerra: torturas, desapariciones y ejecuciones extrajudiciales. Hay que leer Guerra en el Paraíso de Carlos Montemayor, por mencionar un episodio de la historia reciente de nuestro país: la guerra sucia que emprendió el Estado mexicano, a través de los mandos militares, para acabar con la guerrilla de Lucio Cabañas en el estado de Guerrero a fines de la década de los sesenta.
Por lo demás, no hay visos de una estrategia para capturar a los cabecillas y sus secuaces del crimen organizado. La pesadilla de la sociedad actual, y el principal enemigo a vencer. Mientras que el presidente Andrés Manuel López Obrador anuncia que durante su gobierno no habrá guerra, vastas regiones del país siguen avasalladas y sometidas por los capos regionales, que desde hace años no solo se dedican al negocio de las drogas, sino han dado con una veta de oro: los dineros públicos de los ayuntamientos y la extorsión del venero natural de la economía.
El presidente está en su derecho de creer que con el programa “Jóvenes construyendo el futuro” la violencia del narco disminuirá, pero es su responsabilidad, junto con los gobernadores, si quieren una reivindicación del Estado de derecho, de ir por los jefes regionales, quienes no son materia difusa, aunque tengan sus células criminales diseminadas en la sociedad y sus prestanombres infiltrados en las administraciones municipales; capturarlos, y no con guerra, sino con inteligencia.
¿O acaso el presidente habrá llegado a la idea, como muchos ex gobernadores y gobernadores, quienes por omisión y disimulo, han actuado como facilitadores de los capos regionales, en que estos y sus huestes han dado en ser esa policía para-estatal que tiene controlada a la sociedad civil y contestataria?
En pocos meses veremos si algunos peces gordos del crimen organizado caen, si no, el despliegue de la Guardia Nacional solo servirá, en los casos menos graves, para que los padres reprendan a los hijos ingobernables, como lo hacían antaño los abuelos: “Te voy a echar a los soldados”.
NOTAS
1.- El Zopilote y los bandidos de Malpaso. Viliulfo Gaspar Avellaneda. Garabato, 2011. Pp. 197.
2.- Corrido de la Papaya, compuesto y grabado por Emiliano Hernández (1933 -1987).
3.- Conversaciones con Jesús Urieta de Huetamo, Michoacán. Me platicó de lo sucedido antes de escuchar el corrido: Captura y muerte de Chuche Borja, grabado por “El dueto río Balsas.”
4.- Conversación con el señor Néstor Pineda, compositor del corrido: El Cachas de oro, interpretado por “Los leones del norte.” Santa Teresa, Guerrero. Agosto de 2007.
FOTO: “Mientras que el presidente dice que durante su gobierno no habrá guerra, vastas regiones del país siguen sometidas por los capos regionales”. En la imagen, elementos de la Guardia Nacional durante un patrullaje en Minatitlán, Veracruz. / Jessica Espinosa / Notimex