Gloria, flaquita

Jul 28 • destacamos, Ficciones, principales • 7138 Views • No hay comentarios en Gloria, flaquita

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El viejo Esteban acostumbra ceder su “salón”, un cuarto de azotea en el barrio de Tacubaya, a Nicolás y Gloria para que se droguen y tengan sexo mientras él sale a dar un paseo; sin embargo, Nicolás tiene para este nuevo encuentro otros planes

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POR GUILLERMO FADANELLI

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No prestaba atención al paso de los años; cada uno de ellos representaba para él sólo una mazmorra diferente, el peldaño de una escalera que no ascendía ni descendía. ¡Qué extraño moverse y aun así mantenerse en el mismo sitio! Los peldaños invisibles cancelaban todo punto de referencia y todavía no se hallaban ni cerca de agotarse; Gloria, o ellaéleso —como la llamaba, en silencio, Esteban Arévalo— recién había cumplido dieciocho años y su ausencia total de cansancio no tenía que verse como el resultado de su condición atlética, simplemente su mente no concebía la pausa y el simple desplazarse y respirar la mantenía en buena forma. A Gloria el ejercicio le repugnaba, había algo de ridículo en ejercitarse; caminar, comer, coger, darle de bofetadas a Nicolás, su compañero, y a otros hombres, incluso más fuertes que ella, formaban parte de su refinada y eficaz gimnasia cotidiana. ¿Las moscas practican fitness sobre el excremento? ¿Los hipopótamos? No, no van al gimnasio, no cuidan de su alimentación, pero tienen que existir y lo hacen libres de tanto alboroto. Y a veces también tienen una larga vida. Ella, Gloria, masticaba, golpeaba, cogía, besaba, cargaba a Nicolás, su amigo, cuando él estaba ebrio o inconsciente. Actos así carecían de sentido trascendental o de alcurnia, pero resultaban necesarios para sobrevivir y mantenerse ausente de la casa de sus padres, aquel cajón promiscuo repleto de gusanos entrelazados, esa ergástula que, supuestamente, se hallaba regida por las reglas de la familia. Su cuerpo elástico y su vientre plano, su insistencia en cortarse el cabello para asemejarse a una tabla masculina, su negación a revelarle a nadie su nombre de pila, a no ser que se encontrara muy drogada y fuera pateada por un efímero momento de debilidad, todo ello la definía. Que los necios que la condenaban a poseer sólo un género obtuvieran conclusiones de su persona. A ella no le incumbía.

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Ellaéleso había trabado amistad con Nicolás, el Tarántula, llevada por la impresión de que él podría matarla a causa del motivo más frugal y no perdería el alma en remordimientos, ni en tonterías sentimentales. Si un ser no puede aniquilarte, de la manera que sea, entonces es una planta, un chorro de agua, una caguama tibia. La astucia de Nicolás la avasallaba, su seguridad para ordenar y manipular a los demás. No estaba enamorada de él y para evitarse malentendidos le permitía que tratara su cuerpo como se le antojara, ella no sabía decir “no” porque detrás del “no” se escondían las mayores obligaciones y las más pesadas lápidas morales. En cambio, decir “sí” carecía de gravedad y sólo había que realizar las acciones solicitadas hasta donde fuera posible: “Vamos a una fiesta, a ver qué les podemos robar a los ojetes”. “Sí”. “Estoy muy borracho, me oriné, quítame los pantalones y tíralos, y consígueme otros, no aguanto mi propio pinche olor”. “Sí”. “Préstame tus pantalones, Gloria, ¿o qué? ¿No tienes calzones?”. “Sí tengo calzones. Llévate mis pantalones”. “Cuídate pinche Gloria, no puedes andar en calzones por la calle. Rellénate con algo para que los gandules crean que eres como ellos. Tienes suerte de que crean que eres un güey ”. “Sí”. “Métete esta línea, es pura anfeta, el crack es para mí, pero con la pura línea te vas a olvidar de que eres vieja”. “Sí”. “Quiero que te cojas al pinche viejo, Esteban, haz lo que te pida, y así, hasta que no pueda vivir sin ti”. “Sí”. “Recuerda de quién era el saco que le regalamos”. “Sí, lo recuerdo”. “Ya sabes cómo son lo viejos, se vuelven ratitas pendejitas de laboratorio cuando ven a una vieja de tu edad. Les puedes ordenar lo que quieras y lo hacen. Pinches roedores”. “Sí”. “Yo por eso me voy a matar antes de cumplir treinta, que ninguna morrilla me trate como basura.” “Sí, mátate de una vez”. “No te pases de veis, pinche Gloria”.

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El viejo al que se refería Nicolás, era nada menos que Esteban Arévalo, y quien recién rebasaba los cincuenta años. A Esteban sólo le interesaba pasear y dormir en el “salón”, como llamaba a aquel amplio cuarto de azotea que le rentaba una amable mujer. Para sobrevivir recibía limosnas de su familia, los egregios herederos de la corporación de bienes raíces Fundación Mier y Pesado, sus parientes: la familia avergonzada de su existencia y su forma de vivir y vestir. Esteban Arévalo, como aquella joven, Gloria, carecía de aspiraciones importantes y por lo tanto había tirado a la basura la ominosa carga de “ser alguien en la vida”. ¡Qué frase o concepto tan disparatado! “Ser alguien en la vida”. Si uno era ya alguien a su pesar. Uno era alguien y tal suponía el mayor problema de todos los que se presentaban sobre la tierra. ¿Qué problemas podía ofrecernos la nada? ¿Qué hacer con el bulto movible, la carne inquieta? ¿Cómo aligerar la carga sin tener que recurrir al suicidio? Nadie le daba clases a uno de cómo dejar esta vida; al contrario, la escuela, la educación, los sermones familiares, las manipulaciones amorosas, todo ello iba encaminado a enseñarte cómo sobrevivir. ¡Qué tedio! Quizás por tal causa Esteban Arévalo, el viejo, y Gloria simpatizaban, aunque no por ello lo demostraban abiertamente; no estaban hechos para demostrarse nada. Esteban le prestaba a la joven pareja su salón para que hicieran en su interior lo que desearan; paseaba dos o tres horas por los alrededores y luego volvía. No les exigía nada a cambio, ni siquiera que le cantaran una canción o barrieran el piso. La única condición que Esteban ponía a aquella pareja, —ella en lento camino a los diecinueve y él hacia los 27— era que tendieran la cama y no ensuciaran demasiado el baño. No tenían ninguna obligación de lavar las sábanas, aun si éstas quedaban manchadas por las menstruaciones de Gloria o el semen del Tarántula. Esteban Arévalo le había, en su mente y sin extenderlo a nadie más, puesto como mote, a Nicolás, el Manos de Tarántula, a raíz de sus dedos largos y velludos, como peines hartos de pelo ensortijado. A Gloria, en cambio, la conocía como Gloria ellaéleso, aunque su instinto de viejo, su capacidad de observación y las leyes de la gravedad o de la atracción carnal le decían que Gloria era una “cosa” o entidad femenina, bella, bella tanto que se tornaba totalmente inútil describir los rasgos de esa supuesta belleza.

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Aquella tarde, antes de que él abandonara el salón, en aquella vecindad de la calle General Juan Cano, en Tacubaya; antes de que dejara solos a sus jóvenes invitados, Nicolás le ofreció cocaína. Esteban Arévalo aspiró una línea, pero no quiso nada más. Aceptó la invitación por cortesía. Si aquel montoncito de nieve fuera speedball tal vez habría vuelto a los campos de algodón y cerezas. O a las naves y ciudades futuras imaginadas por Fritz Lang; o a las naves de cartón y aluminio en las películas sobre el espacio exterior en que actuaba Lorena Velázquez.

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—Una línea es suficiente, al menos para mí; es como bañarse, una vez cada día, hasta morir —dijo Esteban, el viejo.

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—Una lleva a la otra, y sólo interrumpes cuando te falta —sermoneó, como quien está acostumbrado a dictar cátedra, Nicolás, el Tarántula.

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—La cocaína viene mejor cuando falta —se atrevió a decir Gloria. La presencia del viejo la tornaba positiva, y no le molestaba abrir la boca para dar opiniones. No deseaba tener razón, sólo opinar.

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—Ésta coca no es pura, puta madre, nada es puro en este mundo, ¿verdad, viejo? Ni cuando eres joven ni cuando te pudres. ¿Hay cocaína de verdad en las farmacias? Yo creo que no, si hubiera tendría yo un oficio, me dedicaría a agandayar a los farmacéuticos para que soltaran el polvo. Pinches güeyes vestidos de blanco, como si ellos no tuvieran vicios.

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—La coca no es un vicio, precisamente —agregó Esteban—, tú la conviertes en un vicio porque la estás llamando. Y llega siempre.

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—¿Pero tú crees que hay coca pura en las farmacias, por ejemplo, en la que está aquí en Jalisco y Revolución?

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—¿Clorhidrato de cocaína? No sé.

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—Coca pura, un chingo, no me hables de química, mejor inyéctamela —se mofó Nicolás, el joven, el Tarántula.

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—Inyéctale algo contra la rabia —palabras tímidas, éstas de Gloria, quien sentada en el borde de la cama cruzaba las piernas y comenzaba a desatarse las agujetas de sus botas.

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Y tanto que Esteban odiaba los pequeños esfuerzos indispensables para vivir y adaptarse: amarrar las agujetas, lavar una cuchara, comprarse un cinturón. Si la mente de los seres humanos había coincidido en una idea tan odiosa como el paraíso, tenía que ser consecuencia de los detalles y no de la totalidad de la vida. Un paraíso es el lugar donde no consumes, como lo hacía Gloria, cinco largos minutos quitándote las botas.

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—Hoy no te vas a ir sin cobrar, viejo. No quiero que pienses que te debemos algo. Y además a Gloria le lates; no sé por qué; ¿quieres otra línea? Y nada más una, porque si te metes más ya no vas a poder.

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—¿Poder? —balbuceó Esteban Arévalo.

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—Sí, con ella, mírala, se está desvistiendo para ti. Una flaquita, chiquita para ti.

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—No deberías consumir cocaína, Nicolás, a su edad la cocaína son ustedes, el impulso, el alarido. Ya traes la ansiedad dentro de ti. Tengo muy claro que vives en un país sin leyes y nadie te aconseja ni te previene, pero ese polvo no es cocaína y te lastima, no te da placer. Quédate por lo pronto con la mariguana y el alcohol, el tabaco y si tienes la fortaleza mental necesaria, prueba ácido, pero poco a poco. El veneno es la dosis, decía Paracelso.

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—¿Paracelqué? No mames, me caes bien, viejo, pareces predicador, pero drogadicto. Ya me he rellenado de tachas, ¿crees que estás ante un idiota? Soy fuerte.

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—El ácido lisérgico, el cornezuelo no son lo mismo que el cilantro o el sofranol, y no estoy hablando de química, sino de la más bruta de las experiencias. ¿Qué experiencia no es brutal? Las nubes y la lluvia tampoco se parecen. Los dejo en paz e iré a caminar. Ya leí La última salida a Brooklyn cuando tenía tu edad y me deprimí. Es decir, los escalones se movieron y yo no; y me sentí totalmente solo y apartado. Después me acostumbré.

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—¿Y yo qué? —intervino Gloria, ya desnuda sobre la cama—. ¿No soy un escalón que se mueve?, así como lo dices. Ven y quédate quieto, encima de mí, y no hables de química. ¿Por qué no te desvistes y te pones el saco que te regalamos Nicolás y yo hace un mes? ¿No te gustó el saco? ¿No quieres ser o parecer alguien de tu edad? Ven, y estarás tan caliente como yo; y vas a desaparecer; ponte el saco. ¿Sabes a quién le pertenecía? No lo robamos; era de alguien que queríamos, Nicolás y yo. Pero yo más. Un ojete; si te lo pones tú lo vas a convertir en algo bueno… y hasta sabio.

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—Prefiero pasear.

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—Ven… o la tristeza… o no sé qué, algo me va a hundir, a joder.

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Y así lo hizo Esteban Arévalo. Se desnudó y se calzó el saco que un mes atrás le habían obsequiado aquellos jóvenes. Nicolás había salido del salón a esperar y a tomarse una cerveza bajo el cielo morado y ciego de noviembre. Detrás de la ciudad que se adivinaba tras bambalinas había otra ciudad y luego otra y otra. ¿Qué aguardaba él, Nicolás, el Tarántula? Aguardaba el momento adecuado para entrar y apuñalar a Esteban Arévalo por la espalda, con la misma faca que habían encontrado bajo la duela del salón. “Pinche desgraciado; llamar salón a este puto cuarto de azotea”, lo pensaba Nicolás, sin odio, pleno de una rabia que no experimentaba realmente: una rabia falsa. Dos ratas, ésas que él odiaba, emergieron de su cabeza y echaron a correr rumbo a la boca abierta de una tubería. El único plan urdido en su mente, sencillo, consistía en manchar el saco de sangre hasta convertirlo en un tomate jugoso, en una granada reventada. Trastornar los humores, cambiar algo malo por algo bueno. Y entonces Gloria estaría vengada, y el mundo entero. Nicolás aspiró una porción considerable de anfetamina en polvo y luego se preparó una piedrita ahumada de crack que fumó en una lata de aluminio, acondicionada como la artesanía que los años preparan a ciegas, continuando así el impulso ciego de vivir y sentir. Abrió la puerta del salón y observó a la pareja fornicando, como una alucinación. Él, casi inmóvil encima del cuerpo de Gloria; ella devolviendo el mundo a su origen; silenciosas y aferradas sus manos a los cabellos de aquel hombre que tanto le simpatizaba, quizás el único ser gentil y condescendiente, ¿o comprensivo?, que ella había conocido. En verdad, el saco de tono pardo le quedaba bastante holgado, pero no se podía pedir todo en la vida. Por lo demás, nadie detendría el pésimo e injusto guion al que había sido atada, ella, Esteban Arévalo, el joven rabioso armado de una faca prensada entre sus manos de tarántula.

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ILUSTRACIÓN: Rosario Lucas

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