Tras los pasos de Guillermo Sheridan
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Paseos por la calle de la amargura y otros rumbos mexicanos (Debate), el más reciente libro de Guillermo Sheridan, es una compilación que muestra la vena satírica del autor, lo mismo que sus diversos intereses tanto en la política, como en la vida cultural de nuestro país
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POR ÁNGEL GILBERTO ADAME
Guillermo Sheridan es uno de los ensayistas más versátiles del panorama literario mexicano. Aunque en el centro de su obra se encuentran sus trabajos dedicados a la poesía, Paseos por la calle de la amargura (Debate, 2018) constituye una oportunidad única para sus lectores de encontrar reunidas en un volumen sus “apreciaciones sobre algunos protagonistas de la vida pública mexicana, o reacciones al exabrupto del día (algunos de los cuales continúan activos) que me han causado curiosidad y estupefacción y —como ante el crimen atroz del que fueron victimas los normalistas de Ayotzinapa— un avergonzado, contundente horror”.
El primer apartado comienza con un soneto de Francisco de Quevedo cuyo tema es la decadencia de una patria que alguna vez fue sólida y valiente. Esta será la tesitura de los textos a través de los cuales Sheridan se irá adentrando, con una mezcla de burla e impotencia, en los vericuetos de la política nacional. Un ejemplo de ello es la descripción que hace de la temporada electoral: “es como una epidemia de asco que regresa cada tres años con más y mejores amibas, gérmenes más conspicuos y bacterias más resistentes. Llévelo llévelo, aquí le estamos ofreciendo lo que es el candidato patógeno, la diputada infecciosa, el senador bacterial, el gobernador cancerígeno llévelo llévelo”.
Las preguntas que Sheridan se plantea van desde el destino de sus impuestos en los meses previos a los sufragios —¿serán empleados para el pago de spots, banderines, tortas, tacos?— hasta la duda genuina de si existe una relación proporcional entre la cantidad de afiches y la cantidad de votos emitidos en favor de tal o cual candidato.
En un país tan acostumbrado a sus crisis —económicas, sociales, políticas, de derechos humanos— la capacidad para insultar también ha ido en picada al grado de atrofiarse. La mentada de madre se ha convertido en el insulto hegemónico, advierte Sheridan, disolviendo así la paciencia propia de la invectiva y canalizando todo derrame de bilis a la ya conocida frase. Para reactivar el empleo de la imaginación en los pugilatos verbales, haría falta leer el monólogo con el que Cyrano de Bergerac —el personaje de Edmond Rostand— responde a sus adversarios cuando se burlan del tamaño de su nariz. Desafortunadamente, la percepción del autor no es muy alentadora, pues advierte que la vida cotidiana en México puede llegar a ser tan rutinaria y desgastante que incluso el insulto acabe perdiendo su ímpetu.
No hay cabida para la indulgencia ante el ojo crítico de Sheridan, quien pregunta sobre los lujos que se dan los senadores cuando de disponer del erario se trata: “¿qué ofende más, el dispendio o la imbecilidad?”. Y es que, en un episodio que rozó lo delirante, los congresistas decidieron que una de las prioridades de su legislatura era la de dotar al edificio del Senado de nuevas sillas y escaños para colocar cómodamente sus asentaderas. Corría la primavera de 2015 y esa bufonada hizo aflorar la veta más irónica del ensayista: “No puedo sino pensar en el milímetro cuadrado de Pelle Frau que pagué con mis impuestos. Servirá para que las honorables nalgas del senador Belmondo Aguado —por decir algo— se preserven frescas, secas y sin rozaduras, como las de un bebito, para fortaleza de la patria y para mejor cumplimiento de su misión, sobre todo cuando llegue la hora del gran debate: el que decidirá el presupuesto que se asignarán los senadores el año siguiente”.
Otro de los temas que integran la compilación es el tocante a la amistad de Octavio Paz y Carlos Fuentes. Sheridan centra su análisis de la relación entre los escritores en el contexto de la década de los sesenta, que fue en la que mantuvieron mayor cercanía: “critican la situación política y cultural de México, abominan a los escritores ‘oficiales’, planean revistas, se recomiendan lecturas y amigos, analizan la política internacional, se platican proyectos escriturales y se dedican halagos estentóreos”.
En 1966, por ejemplo, a Paz y a Fuentes los une —nos dice Sheridan— la indignación por las vejaciones de que fue objeto el rector Ignacio Chávez, obligado a renunciar a su puesto en la Universidad por grupos gangsteriles solapados por el gobierno. Intuían que, paradójicamente, el sistema político instaurado por la Revolución era el que impedía la modernización del país. Para inicios de 1968 los acerca la idea de regresar a México y crear una revista desde la cual ejercer la crítica literaria pero también la histórica y política.
Sheridan advierte que, pese a la copiosa información que existe sobre el movimiento estudiantil de 1968 y los acontecimientos de 2 de octubre —las cartas clarividentes de Paz a su jefe, Antonio Carrillo Flores, en las que le advertía los riesgos de un estallido de violencia, la separación del propio Paz de su puesto como embajador en la India, etc.—, hay una vertiente común no del todo explorada en la interpretación de la matanza de Tlatelolco en la que convergen ambos escritores, la de que “el pasado en México es recurrente, en especial su lado violento”. Atribuida a Paz, la idea de una aproximación mítica a la atrocidad del gobierno de Díaz Ordaz es plenamente compartida por Fuentes, “la sensación de hallarse en una pesadilla circular, y que la de las Tres Culturas es una plaza de los sacrificios reciclada por el neocacique gordo Díaz Ordaz”.
La narrativa continúa una sucesión cronológica que nos va informando las reacciones a la repentina salida de Paz de Relaciones Exteriores y el apoyo incondicional de Fuentes. El tramo final del sexenio de Díaz Ordaz los enfrenta con quienes decidieron alinearse con el Estado e iniciar una especie de campaña de desprestigio, principalmente contra el exembajador.
Después llegó la siguiente administración y la promesa de apertura democrática de Luis Echeverría, “El halconazo” y la posición de Paz, dubitativa ante la tibieza del presidente, enfrentada a la de un Fuentes empecinado en la defensa de Echeverría y de las garantías que había ofrecido a los intelectuales.
El periodo de Echeverría sería, para la amistad Fuentes-Paz, de un constante estira y afloja del primero intentando convencer al segundo de la pertinencia de las políticas propuestas por el Ejecutivo. Ya muy debilitada, la relación terminó, según relata Sheridan, en 1988, cuando Enrique Krauze publicó en Vuelta su ensayo “La comedia mexicana de Carlos Fuentes”. La crítica mordaz a su trabajo y la suposición de una complicidad silenciosa de Paz hicieron que Fuentes no volviera a dirigirse a su amigo. Concluye Sheridan: “En una triste carta a Pere Gimferrer, Paz evoca ‘la vieja y sincera amistad que me une (o unía, no sé) a Fuentes. Una amistad resignada desde hace años a sus intermitencias y a sus desapariciones’. Como treinta años antes frente a Bianco, Paz lamenta de nuevo que Fuentes haya sido un amigo ‘inconstante y escurridizo’”.
Con un afán detectivesco, Sheridan recorre asimismo distintos avatares de la vida cultural mexicana. Por sus páginas desfilan, además de los ya mencionados, Ramón Mercader del Río, Fernando Gutiérrez Barrios, José Revueltas, Juan Rulfo, Elena Garro, Carlos Monsiváis, Fidel Castro, Allen Ginsberg, y muchas otras personalidades que perfilan un mosaico rico y complejo de nuestro país. Para hacer aún más suculenta la lectura, el autor añade sus investigaciones sobre la intervención de la CIA, la KGB, la Fundación Rockefeller y otras organizaciones extranjeras en México.
Entre los trabajos más significativos de Paseos… se cuentan los dedicados el asesinato de los 43 estudiantes de la Escuela Normal de Ayotzinapa. Desde su perspectiva, no basta con una minuciosa investigación ni con la máxima sanción para los victimarios, también es necesario indagar quién instruyó a los jóvenes a salir de su centro de estudios y trasladarse a Iguala, y con qué propósito se dio esa orden. Sheridan sostiene que el esclarecimiento de esas preguntas, así como las que conciernen a la injerencia de distintas asociaciones socialistas de dudosa honorabilidad en las normales rurales, son necesarias para la consecución de la verdad y la justicia.
Los últimos apartados están dedicados a personajes que bien podrían figurar en la historia nacional de la infamia, líderes sindicales, legisladores y exgobernadores convencidos de que han sido merecedores de abundancia. Así llegamos al final, a los textos tocantes a Andrés Manuel López Obrador y su séquito de bienintencionados, en los que la vena satírica de Sheridan logra exhibir las contradicciones mesiánicas al filo de la hilaridad.
Paseos por la calle de la amargura sobrevivirá la prueba del tiempo porque abstrae del presente la materia prima de la ironía, y ella permanecerá con nosotros como prueba irrefutable de nuestra humanidad.
Alguna vez, Sheridan escribió sobre el día que no conoció a Octavio Paz. Contó que el poeta se puso en contacto con él luego de que publicara una reseña de El mono gramático y que acordaron una cita que, luego de múltiples peripecias, no llegó a concertarse según lo planeado. Sin embargo, Paz ya tenía plenamente identificado a quien sería uno de sus colaboradores más cercanos. Así lo dejó ver en una carta que le envió a Danubio Torres el 23 de febrero de 1976: “No se le olvide localizar a Guillermo Sheridan, me gustaría hablar con él. Creo que podría ser una buen adquisición”. Ahora podemos constatar que la intuición del premio Nobel se cumplió con creces.
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FOTO: En su nuevo libro, Guillermo Sheridan también dedica páginas a Juan Rulfo, Elena Garro, Carlos Monsiváis y Allen Ginsberg. / Germán Espinosa / EL UNIVERSAL
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