Gustavo Salmerón y la plenitud disparatada
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Muchos hijos, un mono y un castillo narra la vida de Julia Salmerón, una española octogenaria quien narra a su hijo, director de la cinta, cómo cumplió sus sueños de tener una extensa prole, un simio de mascota y vivir en un castillo
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POR JORGE AYALA BLANCO
En Muchos hijos, un mono y un castillo (España, 2017), antiejemplar ópera prima documental del actor madrileño intempestivamente satisfecho con peligrosa camarita histriónica en la mano a los 47 años Gustavo Salmerón (corto con ensalada y pescado antropomórficos: Desaliñada 01), la octogenaria progenitora del realizador Julia Salmerón Julita se revela como una desatada e incontenible matriarca fantasiosa al ser entrevistada, interpelada y acosada sin mayor dificultad en su vida diaria durante 14 años (400 horas de videos y Super 8s), para que vaya develando con desparpajada minucia la exitosa realización de todos los propósitos imposibles que se planteó desde la infancia, ya que se casó con el guapo ingeniero industrial hoy deleznado Antonio, quien pudo cumplírselos gracias a sus golpes de suerte y a que sólo eran los excéntricos tres deseos titulares: tener muchos hijos (hasta 6 al hilo, mismos que ya mayores iban y venían al seno familiar en el transcurso de sus infructuosas ansias de emanciparse de la carismática madre egocéntrica), un mono (el pobrecito que fue adquirido porque comía en tacitas y podían ponérsele vestiditos, ya apenas sobreviviente en surrealistas fotofijas) y un castillo, una ilusoria fortaleza medieval que será escenario de secuencias delirantes, desde su ocupación ardorosa hasta su emergente evacuación por bancarrota, con sus armaduras y aposentos majestuosos y estatuaria romana, ya rumbo a la decadencia final de la familia indisoluble, en medio del caos vital y los inéditos goces fílmicos de una egregia e irrepetible plenitud disparatada.
La plenitud disparatada involucra y abarca toda la sociedad y la Historia españolas de muchas décadas en crisis permanente, pues la redonda, oronda y lironda Doña Julita no tiene empacho en confesar a cámara que fue miembro orgulloso de la Falange desde la pubertad, que estaba enamorada de su fundador ultraderechista José Antonio Primo de Rivera, pero que por desgracia la República coincidió con la Guerra Civil, pues hoy se reconoce antimonárquica y masona, dudando de la divinidad de Cristo, e ítem más, la película descubre de pronto que la anciana acumuladora compulsiva de chácharas conserva aún algunas vértebras de su abuela asesinada por los comunistas durante la Guerra y, pese a las protestas que de continuo lanza la mujer contra la loca obsesión que ha asaltado a su hijo cineasta por hallar esos restos mortales en algún lugar de la casa, del castillo-bodega o de la fábrica, la búsqueda de esas inefables vértebras habrá de fungir vertebralmente como columna vertebral para vertebrar al relato mismo, en su conjunto, así nada más, de tan tautológica, soterrada y obvia manera como se dice, cual si se tratase de localizar el Santo Grial o las claves recónditas de las evoluciones/involuciones de la sociedad española y de la retrógrada familia elitista tan populacheramente expuesta, hasta encontrar esos huesos residuales al cabo de infinitos rastreos, hurgamientos y manoseos en el maremágnum de los objetos y las pesquisas al filo de los días y los lustros, dentro de una diminuta caja metálica de medicinas desaparecidas que le han servido de etéreo relicario eterno durante más de medio siglo, junto con dientes y demás mínimos fragmentos óseos, sólo para ir a dar a un hacinamiento de cajas de cartón etiquetados con sus contenidos inimaginables.
La plenitud disparatada se dedica, con salvaje ahínco y casi encono depredador a destapar todos los secretos vergonzosos y vergonzantes mejor guardados bajo una alfombra, elevada a nivel de un polvoriento desván cósmico, de la santa señora insigne, a modo de una autodenuncia gozosa, astuta, sagaz e impúdica a rabiar, quedando al desnudo su inconciente y su incallable verborragia, vehiculando mil extravagancias y barbaridades, como la fijación de la aparatosa dama por la Navidad y sus festejos más pueriles, la añoranza de haber renunciado demasiado temprano a la vocación de monja que la hubiese apartado de su marásmico destino, los erizados desatinos y dimes y diretes de una convivencia conyugal vuelta ideológica lucha prolongada que envidiaría la teorética maoísta sin dejar de abrazar hasta la tumba el atesorado álbum con fotos del recuerdo, las arcaicas cenizas paternas saqueadas en sus estorbosas urnas para servir de cosméticos instantáneos de la vieja repentinamente coqueta o, ya en regio desaguisado irreverente, la despectiva visión del fracasado Rey Juan Carlos con el rabo entre las piernas al TVabdicar a su trono.
La plenitud disparatada delinea sin compasión humana, ni piedad religiosa ni misericordia ontológica, el retrato de un entrañable monstruo femenino, como trazado por el humor negro hipermalvado de Rafael Azcona para El pisito (Ferreri 58), un alud neobarroco de bipolares contradicciones flagrantes que puede pasar sin transición posible de la máxima gravedad por su próximo luto autofunerario a la ingestión golosa del desayuno o de bocadillos a deshoras que la arrebatan, o de la lucidez deslumbrante a la caricatura pedestre de su inteligencia dudosa, tocando una esencia del carácter hispano y el gusto extremo por el esperpento y el disparate maniacos, una imaginación congestionada que se vuelca al caos, disparando al documental contemporáneo autoficcional a terrenos minados y en arenas movedizas que lo enfrentan con sus fronteras, compactando las secuencias casi a lo subliminal y mostrando a su creador al acicatear a la madre a exhibirse sin muchos hijos como mona al interior de sus castillos en el aire.
Y la plenitud disparatada abre y cierra con las indicaciones de la provecta sublime fallida para ser pinchada en una pompi mediante alguna verificadora aguja larguísima antes de su incineración aceptada, insertando como escena culminante el ensayo ritual de su propio velorio, en hábito de monja teresiana y melosa versión coral del villancico Noche de paz en cassette, entre la risa fresca y la empolvada nerviosidad hilarante.
FOTO: Muchos hijos, un mono y un castillo, de Gustavo Salmerón, se exhibirá en la Cineteca Nacional hasta el 6 de diciembre. / Especial
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