Hannibal: la maldad gourmet

May 10 • Miradas, Pantallas • 6132 Views • No hay comentarios en Hannibal: la maldad gourmet

 

POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS

 

Cuatro son los actores que han dado vida fílmica al doctor Hannibal Lecter, el padre de los serial killers de fines del siglo XX y principios del XXI: Brian Cox en Manhunter (Michael Mann, 1986); Anthony Hopkins en The Silence of the Lambs (Jonathan Demme, 1991), Hannibal (Ridley Scott, 2001) y Red Dragon (Brett Ratner, 2002); Gaspard Ulliel en Hannibal Rising (Peter Webber, 2007) y por fin Mads Mikkelsen en Hannibal, la teleserie desarrollada por Bryan Fuller para la cadena NBC que inició en 2013 y ahora está por cerrar su segunda temporada con un éxito cada vez más merecido y rotundo de público y crítica. Creado por el narrador y periodista Thomas Harris, el famoso psicópata y caníbal con piel de psiquiatra ha sido elegido el mayor villano cinematográfico por el American Film Institute (2003) y uno de los cien mejores personajes de los últimos veinte años por Entertainment Weekly (2010): reconocimientos que lo ratifican como una influyente pieza de la cultura popular de nuestros días. Más allá de los homicidas reales que pudieron inspirar y nutrir su figura —de Alfredo Ballí Treviño, médico mexicano perteneciente a una familia opulenta de Monterrey, a Pietro Pacciani, campesino sobre el que recaen las atrocidades del Monstruo de Florencia; del desconocido William Coyne al célebre Albert Fish—, lo cierto es que Hannibal Lecter encarna en la ficción el ideario de Thomas de Quincey: el asesinato considerado como una de las bellas artes. Capaz de degustar un hígado humano acompañado de habas y un buen chianti, según admite en The Silence of the Lambs, Lecter es un sibarita cuya “posición ante el crimen —dice Roberto Bolaño— es un caos. No hay fondo ni concierto. Pero su posición ante el dolor y la brevedad de la vida por momentos es magnífica y hace de él un héroe virtuoso”. Tal virtuosismo se vuelve la principal fuente de fascinación de Lecter, versado tanto en antropofagia y gastronomía —es el caníbal epicúreo por excelencia— como en artes visuales, música clásica, filosofía y literatura. De su boca brotan aforismos finos, impecables, que cruzan como relámpagos la serie Hannibal: “La memoria hace inmortales los momentos. Pero el olvido fomenta una mente sana.”

 

 

Tramada como una suerte de recetario mórbido —los episodios de la primera temporada llevan títulos de platillos franceses, mientras que los de la segunda apelan a la cocina japonesa—, la brillante y brutal Hannibal se ubica cronológicamente entre Hannibal Rising y Red Dragon, aunque son muchas las libertades que se toma con respecto a la temporalidad y los personajes de la tetralogía novelística de Thomas Harris. Quizá la mayor y mejor libertad es el vínculo indisoluble entre Will Graham (Hugh Dancy), consultor del FBI, y el propio doctor Lecter, a quien Mads Mikkelsen concede un aspecto de elegante ángel de la muerte —el actor danés ha admitido esa intención— que refuerza su atractivo luciferino: “El bien y el mal no tienen nada que ver con Dios.” Imaginado o más bien alucinado por Graham como un demonio púrpura con cornamenta de ciervo —el animal usualmente relacionado con la benevolencia que deviene emblema totémico del salvajismo a lo largo de la serie—, Hannibal el Caníbal logra fascinar y repeler por partes iguales al cometer los crímenes adjudicados al misterioso Destripador de Chesapeake (el estado de Virginia es su zona de acción) y convertirlos en auténticas obras maestras que evocan el trabajo de artistas lo mismo clásicos que contemporáneos. Trocado en una verdadera fuerza destructiva de la naturaleza, el psiquiatra genera a su alrededor un ambiente malsano y ominoso que atrae irremediablemente a seres con hondas fracturas anímicas como Graham o a otros psicópatas como el cirujano Abel Gideon (Eddie Izzard) y el millonario Mason Verger(Michael Pitt). “Sin la muerte estaríamos perdidos. La posibilidad de morir es lo que nos conduce a la grandeza”, sentencia Hannibal Lecter, y se coloca la servilleta al cuello para devorar un sofisticado guiso elaborado con la carne de una de sus víctimas. Su sonrisa maquiavélica constata que, ahora y siempre, la maldad también puede ser gourmet. Bon appétit.

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