Murakami en la escalera
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La literatura de Murakami, aunque melancólica, es descrita por el autor como el fruto de un mestizaje feliz, pues en ella la historia y los males del Japón moderno son vistos a través de un filtro multicultural
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POR MAURICIO MONTIEL FIGUEIRAS
Sergio González Rodríguez,
in memoriam.
I
Un corredor de bolsa se esfuma en un edificio de Tokio; fanático de las escaleras, se le ve por última vez en el rellano entre los pisos 25 y 26. El encargado del caso describe el rellano así: un ventanal panorámico, un sofá, un espejo que cubre la pared, un cenicero de pie, una planta en maceta: “Por la ventana uno admiraba el cielo brillante y un par de nubes que reptaban. La ventana estaba sellada.” Incluida en Sauce ciego, mujer dormida (2006), reunión de 24 relatos escritos a partir de 1980, esta historia es no sólo un nuevo acercamiento a la desaparición, tema metafísico que hechiza a Haruki Murakami, sino un retrato del lugar que el autor ha reclamado en la escalera de la literatura contemporánea: un descansillo en el que se aísla de la sociedad y los círculos culturales de Japón (“Vivo al margen y pese a ello me rebelo contra ese mundo”), y desde el que pone en práctica una originalidad narrativa que hace pensar en ventanas abiertas a un orbe que no por extraño deja de ser el orbe nuestro de cada día.
II
Hijo de un sacerdote budista y descendiente de un rico comerciante de Osaka, ambos maestros de literatura, Murakami nace en 1949 en Kioto. pero pasa la mayor parte de su juventud en Kobe, la ciudad devastada en enero de 1995 por un terremoto que altera el paisaje físico y anímico de Japón y funge como hilo conductor de los seis relatos que integran Después del terremoto (2000). Luego de estudiar teatro griego clásico en la Universidad de Waseda, el autor recibe la visita de las musas en forma de un partido de beisbol que lo conduce a escribir Escucha la canción del viento (1979), debut donde ya se palpa la intensa melancolía que fluye por su obra. Porque melancólico es el corazón de Tokio blues (1987), novela semiautobiográfica sobre la depresión, la pérdida y la sexualidad convertida en best seller y traducida al cine por Tràn Anh Hùng en 2010; melancólico es Tony Takitani, el ilustrador empeñado en hallar un cuerpo para la colección de ropa de su esposa muerta que protagoniza el cuento incluido en Sauce ciego, mujer dormida y llevado a la pantalla por Jun Ichikawa en 2004. (En cine, Murakami se ha asumido incondicional de Woody Allen y David Lynch.)
III
Las “ventas excesivas” de Tokio blues —4 millones de ejemplares en un abrir y cerrar de ojos— obligan a Murakami a salir de Japón junto con Yoko, fiel compañera a quien conoce en la universidad; la pareja se refugia primero en Europa y después en Estados Unidos, donde vive de 1993 a 1995 en Cambridge, Massachusetts. Tokio blues, hay que subrayarlo, se titula originalmente Norwegian Wood en honor a la canción de los Beatles sobre un hombre que pasa una noche con una mujer inasible: “Y cuando desperté estaba solo, el pájaro había huido.” Tan entrañables como complejas, las mujeres de Murakami suelen venir en pares para constituir el eje de tramas regidas por el extravío existencial y la búsqueda metafísica: Naoko y Reiko (Tokio blues), Yukiko y Shimamoto (Al sur de la frontera, al oeste del sol, 1992), Kumiko y May (Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, 1994), Myû y Sumire (Sputnik, mi amor, 1999), la señora Saeki y Sakura (Kafka en la orilla, 2002), las hermanas Eri y Mari Asai (After Dark, 2004). En varias de ellas cristaliza el análisis de algo que el autor ha patentado: el vaciamiento femenino merced a una situación extrema, erótica por lo común, que implica un cambio radical. Pensemos en Izumi, la novia que el narrador de Al sur de la frontera… traiciona en la adolescencia y que al final de la novela es descrita como “una habitación de la que se hubieran llevado todos los muebles, sin dejar ni uno”; o en Creta Kanoo, la prostituta vidente de Crónica del pájaro… que luego de una traumática experiencia sexual se asume como “un ser nuevo pero a la vez vacío”; o en Myû, la bon vivant de Sputnik que acaba semejando “un cascarón vacío (…) una habitación desierta después de que todos se han retirado”. Oigamos la confesión de la señora Saeki en las últimas páginas de Kafka en la orilla: “Mi vida concluyó a los veinte años. Desde entonces ha sido sólo una serie de reminiscencias sin fin, un corredor oscuro y sinuoso que no conduce a ninguna parte. No obstante, he tenido que vivirla, superando cada día hueco, terminando cada día completamente vacía.”
IV
Un detalle que habla de la minuciosidad con que Murakami construye sus libros tiene que ver con el uso de la primera persona en el grueso de su obra. Como en japonés no existe el pronombre “yo”, la palabra más socorrida por la narrativa en ese idioma para designar la primera persona posee un tono formal: watakushi o watashi. Murakami —anota Jay Rubin— ha optado por utilizar boku, un sustituto de pronombre más casual, empleado primordialmente por hombres jóvenes en circunstancias informales, porque cree que es la voz japonesa más cercana al “yo” neutral del inglés. (Además de angloparlante, Murakami es traductor de varios escritores estadounidenses: Raymond Carver, John Irving, Tim O’Brien, Grace Paley, Mark Strand, Paul Theroux.) Definidos por este rasgo cultural, los boku que llevan o creen llevar la batuta narrativa acusan un desconcierto que les permite asomarse a las grietas que hienden la realidad para descubrir las fracturas de la psique. El epítome de esta estrategia literaria es el narrador sin nombre de la “Trilogía de la Rata” —Escucha la canción del viento (1979), Pinball , 1973 (1980) y La caza del carnero salvaje (1982)—, que reaparece escindido en boku y watashi en El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas (1985) y vuelve a surgir en Baila, baila, baila (1988).
V
Mientras cursa la preparatoria en Kobe, Murakami lee en inglés a varios de los autores que lo marcarán: Truman Capote, Raymond Chandler, Francis Scott Fitzgerald, Kurt Vonnegut. “Me impregné de cultura estadounidense —dice—. De joven no leía novelas japonesas porque eran aburridas.” Pero aclara: “En cuanto a esencia narrativa, mis textos poseen fuertes elementos japoneses u orientales. Mis estructuras difieren de los llamados relatos occidentales.” A caballo entre dos hemisferios literarios, el escritor ha sido vapuleado por la crítica nipona por su apego a Occidente. (En Kafka en la orilla, Johnnie Walker y el coronel Sanders se transfiguran en un serial killer de gatos y un proxeneta espectral, respectivamente. “A veces, en efecto, las referencias norteamericanas cumplen una función casi totémica en Murakami —señala Christian Caryl—. Se diría que hay ciertas situaciones que no se atreve a describir sin apelar a los iconos de la cultura pop de Estados Unidos.”) Su obra, sin embargo, es fruto de un mestizaje feliz: la historia y los males del Japón moderno son vistos a través de un filtro multicultural. La manía por la música de todo tipo, especialmente la clásica y el jazz, es patente no sólo en una colección particular que rebasa los 6 mil discos (“Cuando tenga 64 años —ha expresado el autor en otra alusión a los Beatles— seguiré escuchando LPs viejos: whisky de malta y discos antiguos”), sino en diversos libros inspirados por canciones específicas: Tokio blues, Al sur de la frontera, al
oeste del sol, After Dark y aun Kafka en la orilla, que toma el título de la única balada compuesta por la señora Saeki. Esta manía musical data de la época (1974-1982) en que Murakami fue dueño del Peter Cat, un club de jazz en Tokio; luego de trabajar como disc jockey y cantinero, escribía en la mesa de la cocina hasta el amanecer. El club es rebautizado como Robin’s Nest en Al sur de la frontera…; la mesa de cocina es motivo de un breve homenaje en uno de los 17 relatos que conforman El elefante desaparece (1993): “Estaba sentado a la mesa de la cocina, oyendo una música inocua mientras me ponía al día con las entradas semanales de mi diario.”
VI
Hay que decir que los hemisferios en que se mueve Murakami son tanto culturales como formales: Oriente y Occidente, novela y cuento. En el prólogo de Sauce ciego, mujer dormida leemos la siguiente declaración de principios: “Para mí escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín. Los dos procesos se complementan y crean un paisaje completo que atesoro. El follaje verde de los árboles proyecta una sombra agradable sobre la tierra, y el viento hace crujir las hojas, que a veces están teñidas de oro brillante. Mientras tanto, en el jardín aparecen yemas en las flores y los pétalos de colores atraen a las abejas y a las mariposas, y ello nos recuerda la sutil transición de una estación a la siguiente.” Sutil, en efecto, es el modo en que algunos pétalos cuentísticos han pasado a integrarse al follaje novelístico en la obra del japonés; tres son los ejemplos concluyentes. “La luciérnaga”, recogido en Sauce ciego…, se cuela a los capítulos dos y tres de Tokio blues con toda su melancolía resumida en el brillo mortecino del insecto atrapado en un frasco de café instantáneo. “El pájaro que da cuerda y las mujeres del martes”, incluido en El elefante desaparece, se vuelve el punto de partida de Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. (En la novela se cambia el nombre no sólo del gato extraviado, Noboru Wataya en lugar de Noboru Watanabe, sino el de una familia incidental, los Takitani en lugar de los Suzuki: un guiño al ilustrador que protagoniza uno de los relatos más desoladores de Murakami.) En “Los gatos antropófagos”, recopilado también en Sauce ciego…, está la isla griega cercana a la frontera con Turquía que imanta a los vértices que constituyen el triángulo de Sputnik, mi amor; cuento y novela comparten además la anécdota de los felinos que devoran a su dueña, el embrujo del buzuki durante una noche mágica. Los ajustes y variaciones mínimas que experimentan estos textos nos hacen constatar qué estimulante puede ser la transición entre una forma narrativa y otra.
VII
El lector atento cae pronto en la cuenta de que el interruptor central de la obra murakamiana son los símbolos y no los signos, una distinción que se expone casi al inicio de Sputnik, mi amor. El símbolo, dice K., el narrador de obvia estirpe kafkiana, es una “flecha que apunta en una sola dirección”; el signo implica una forzosa equivalencia —una vía de doble sentido— entre las partes de la ecuación. Cartógrafo del inconsciente, Murakami da a sus novelas y relatos una profundidad simbólica que se extraña en el panorama contemporáneo. El pozo, emblema básico en Tokio blues, Kafka en la orilla y La muerte del comendador (2017) pero sobre todo en Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, es una de sus grandes recurrencias: “Desde Pinball, 1973 —dice Jay Rubin—, Murakami idea un sitio primigenio e intemporal hundido en los pozos de la mente. Este depósito de leyendas y sueños está vetado al pensamiento racional.” Al pozo se suman la lluvia y el mar, los gatos y los oráculos, figuras que el escritor ha hecho suyas. Al sur de la frontera, al oeste del sol cierra con una imagen bella e imborrable, típicamente murakamiana: “Dentro de esa oscuridad, pensé en la lluvia que caía sobre el mar. La lluvia que caía de manera furtiva, sin que nadie lo supiera, en un vasto mar. Las gotas de lluvia golpeaban mudas la superficie del agua, sin que siquiera los peces lo percibieran. / Hasta que alguien se acercó y posó suavemente su mano sobre mi espalda, seguí pensando en el mar.”
VIII
“En los sueños comienzan las responsabilidades.” Citada en Kafka en la orilla, esta frase de William Butler Yeats podría explicar la fascinación que la esfera onírica ejerce sobre Haruki Murakami. (Irónicamente, el sentido de responsabilidad social llega gracias a la cruda realidad: en 1995 el autor abandona Cambridge y regresa a su país, movido tanto por el terremoto de Kobe como por los ataques con gas sarin en el metro de Tokio, experiencia a la que dedica Underground (1998), valiosa incursión en terreno periodístico.) Soñadores feroces, los personajes murakamianos llevan a cabo lo que Rubin llama atinadamente “la exploración del vínculo entre el cerebro y el mundo que este percibe”. Audaz y surrealista, empeñada en reflejar la anomia, el desamparo y la añoranza amorosa que campean hoy en día, la obra del escritor japonés se gesta en un rellano de escalera: un refugio pequeño y tranquilo desde donde es posible dominar, no obstante, todo un universo.
FOTO: El escritor Haruki Murakami, autor de Tokie Blues y Kafka en la orilla, entre otros /Crédito: Cortesía Planeta