¿Hay algo que esté fuera de la vida?
POR GENEY BELTRÁN FÉLIX
No sabemos cuándo ocurre la historia: si en Polonia en 1900 o en México en 1970, si en una ciudad o en un villorrio.
La joven se ha suicidado. Su cuerpo yace, aún en el suelo, cubierto por una sábana. Se oye la voz del rabino: “el que deliberadamente busca la muerte rompe la armonía del mundo y lo convierte en un mero balbuceo confuso”. La madre llora al entender lo que esas palabras respaldan. “La sangre, precisa el rabino, ha de ser enterrada igual, y ella la dejó escapar: es un deshonor para la familia y una afrenta a Dios”. Lo que iremos sabiendo pasa por el sentir de la madre, quien recuerda cómo su hija, la suicida, acostumbraba hablar con el hermano, “cuestionando el sentido de la existencia, del ser —¿hay algo que esté fuera de la vida, que sea real más allá de lo real, más imperioso que lo vivido?”
Mientras el padre busca convencer al rabino hacia la piedad y el perdón, la madre, sabedora de las maldiciones que caerán sobre el alma de la muchacha, se dirige a Dios: “¿qué nos falta que imposibilita nuestra sumisión incondicional? ¿Por qué no logramos alabar sin reparo las maravillas de Tu creación…?” Aunque nunca comprendió, en esta vida, los ires y los pensares de su hija, la mujer aboga porque, en la que sigue, el alma de la joven no sea castigada: “No lo tomes, Señor, como un desafío, no permitas que el Ángel del Silencio se la lleve condenada”. De nada sirve; no obtiene respuesta. El cuerpo es llevado al área del cementerio donde la tierra no está consagrada. Y “el cadáver entró boca abajo en el ataúd para que no ofenda a la Presencia el rostro que olvidó, en su loca inmolación, su divina semejanza…”
Lo anterior se cuenta en un texto ceñido, fiel en su justeza narrativa a la aflicción de los momentos posteriores a la muerte, cercano —por las dotes expresivas de una prosa que, con su fraseo largo y su incorporación del monólogo dramático, traslada la intimidad de la madre que llora, no comprende y calladamente cuestiona y ruega— al concentrado sufrimiento de la impotencia, en cualquier época. Es una pequeña pieza perfecta que deja constancia de una virtud escasa en la narrativa: la compasión sin miserabilismo con la que, al consignarlo, se reconoce la textura física del dolor (“una aguja atravesando el pecho hasta la cintura”) de alguien para quien, en el cerrado orbe que le rodea, no hay respuesta ni consuelo. ¿Qué alivio, qué esperanza para quien ha visto morir a un hijo?
En 1996, a los 54 años, la escritora mexicana Esther Seligson publicó el libro de narraciones breves titulado Hebras en Ediciones Sin Nombre. La última sección incluye el relato que acabo glosar, “El entierro”, escrito a la memoria de Betty Seligson, prima de la autora y quien habría fallecido por voluntad propia.
Sigue a “El entierro”, en el índice de Hebras, un texto de carácter autobiográfico: “Luciérnagas en Nueva York”. Ahí la narradora se dirige a su nieta recién nacida. “En cuanto crezcas te contaré cómo, cuándo tú naciste, el jardín se llenaba al atardecer de luciérnagas…” La prosa recrea el ambiente de un jardín, el andar de un gato, el cotidiano vivir de los vecinos, el ruido de los pasos sobre la madera, el alborozo de los pájaros, los juegos de la luz y la sombra por entre las ramas del árbol. Esto, desde lo que la abuela especula —aun distinguiendo lo falible de su propósito— habría sido la percepción despierta, franca de la bebé: “porque tu mirar de niña que descubre las cosas del mundo, sus matices, rumor y consistencia, nada tiene que ver con el mío de ahora por mucho que para mí también el descubrimiento del jardín y de tu ser sean una sorpresa inédita: sorpresa de vivir la misteriosa adecuación de esa centella que es el alma a las, ahora, tenues capas de materia que la encierran”. Con una prosa múltiple en su capacidad de aprehensión sensorial, “Luciérnagas en Nueva York” recorre el paso de un año en la pequeña a través de estampas y episodios mínimos, y concluye con la primera gran pérdida de esa nueva sensibilidad: una mañana, recuerda la narradora, “amaneciste chipil, desasosegada, a disgusto, reclamando quién sabe qué […]. Me recordaste esos súbitos chubascos de desamparo y abandono que empapan sin explicación alguna y que a veces se alargan por horas y semanas, como diluvios”. Luego de sosegarla, la abuela cae en cuenta de que “habían podado totalmente los matorrales de los traspatios y que por ello, este verano, ya no hay luciérnagas en el crepúsculo”. En esa etapa aún larval de la razón, el alma de la niña había, pues, registrado, y sin haberlo visto, el suceso de la devastación, la carencia de esas luces súbitas en las hojas de los árboles.
¿Es inocente que, en el índice de Hebras, al relato de una muerte trágica le siga el de la llegada a una nueva vida? ¿Sería aventurado suponer que el alma que decide abandonar su condición terrena en el primero, y el alma que ha vuelto al mundo y al conocimiento de sus pérdidas en el segundo sean la misma?
La suicida de “El entierro”, se nos dice, veía la existencia como “un sueño desesperanzado donde somos intrusos, una cesura, un despojo en el reino dislocado de la soledad y el desaliento”. Tomó la decisión de adelantar su hora, aunque por eso “tendrá que atravesar un estrecho puente sumido en total silencio donde se escuchará a sí misma, y muy a su pesar, gritar terribles maldiciones contra el Creador”. Las imágenes del paso de la vida a la muerte no son inusuales en la prosa de Seligson. En Todo aquí es polvo, su libro de memorias, la autora cuenta el proceso de “desanudamiento” del alma de su madre: “cuarenta días antes del desprendimiento, el Ángel a cuyo cargo estuvo la custodia hace el primer intento franco de aproximación, suave, discreto, para no sobresaltar ni crear angustias, máxime si el alma ha vivido veleidosa sin una clara noción de su destino y enamorada más de la cuenta de su divino estuche”. Otro ejemplo lo hallamos en “El árbol de los gatos”, también de Hebras; ahí se lee cómo en algún momento nos llegará “el turno de cruzar los bosques que lindan con el umbral de la muerte, albergues para reposar el cansancio de un tránsito cuyo inicio y término ignoramos aunque les prendamos fuego, a veces, en el afán de ver un horizonte que siempre desconoceremos”.
Si narrar supone seleccionar una franja de “vida”, la prosa de Seligson acudió a estrategias muy diversas, incluidos la dislocación temporal, el fragmentismo y la hibridación genérica, pues la “vida” que pretendía seleccionar para su escritura no era escuálida y las herramientas lineales sí le eran insuficientes. Demasiada percepción no cabía en los parcos pasillos de la ficción realista. Esto tiene origen en lecturas, desde edad temprana, de literatura fantástica y mitología, en una proclividad por el viaje a geografías arquetípicas —la India, el Tíbet, Jerusalem— y en la inmersión en el misticismo oriental. Así, en los textos de Seligson la “realidad” es una mucho más amplia que la que se asocia con lo racional y que nos delimita la ciencia moderna. Su aprehensión requiere un ensanchamiento de los rangos sensibles hasta estadios ausentes en la visión materialista: el sueño, la recordación, el viaje interior, la deriva emocional, la fantasía de lo “real que está más allá de lo real”. La captura de los instants of being woolfianos. El trasmigrar del alma de la vida a la muerte y de la muerte a la vida. La reapropiación intimista de los mitos. El tránsito ahistórico de las generaciones judías a lo largo de los siglos. Por eso su obra es reacia a la etiquetación genérica, por eso ha sido abochornada en tanto difícil o exquisita. Pero no: lo que ocurre es que leerla exige un pacto absorbente. Su lectura no es posible como ejercicio escapista. Y, a cambio, entrega una percepción dilatada de la experiencia humana, porque, gracias a una prosa de pasmosa fuerza expresiva, ella misma deviene una experiencia, una epifanía de las posibilidades de trascender la gris parcela de lo común.
La conocí, a Esther, en julio de 2005. Ella residía en Jerusalem y andaba de visita en el De Efe para ver, entre otras cosas, el asunto de una edición suya en el FCE: su antología Toda la luz (2006). Entonces la leí por vez primera. Y no entendí cómo una literatura tan poderosa circulaba tan mal, tenía tan pocos escoliastas. Poco después de que decidiera volver en definitiva a México (diciembre de 2006), Esther nos invitaba cada lunes, a varios escritores jóvenes, a una suerte de tertulia en su departamento de la calle Liverpool, en un ejercicio que habituaba desde su juventud y en el que ya había inmiscuido a por lo menos dos generaciones de artistas en formación. Ahí se discutía de todo: política, cine, religiones, filosofía, literatura, astrología… y también de asuntos banales y chismes. Con el tiempo su mentorazgo (si acaso esa palabra existe) se volvió, y no fue mi caso el único, la ratificación de que nuestros temperamentos no andaban errados al dejarse llevar por una ávida inquietud intelectual y la búsqueda vitalista de la sabiduría.
Impulsiva y leal, orgullosa y sincera, ella dejó no solo muchos enemigos molestos por su temple irascible y su crítica tajante sino también una cofradía de “hermanos-en-Esther”, discípulos suyos agradecidos por su vehemencia y generosidad, y que se hallan, nos hallamos, dispersos en el teatro, las artes visuales, el periodismo, la academia, las letras.
Se lee en el cuarto tomo de En busca del tiempo perdido cómo a veces soltamos palabras que sabemos falsas pero que de algún modo se tornan verdaderas, trasmutadas por hechos que no habríamos imaginado posibles: “a veces el futuro habita en nosotros sin que lo sepamos, y nuestras palabras que creen mentir dibujan una realidad próxima”. Poco menos de cuatro años después de la publicación de “El entierro” en Hebras, el hijo menor de Esther Seligson se suicidó. “Creí que me moría”, me contó una vez. ¿Qué puede ser peor que perder a un hijo?, me decía a mí mismo, recordando a la madre de “El entierro”. Esther tuvo a partir de entonces sueños en los que Adrián le daba inquietantes nuevas sobre su viaje. Hasta que un día el mensaje fue liberador. Adrián le aseguraba haber llegado al sitio de la última disolución.
Ahora, a cuatro años de la muerte de Esther, ocurrida el 8 de febrero de 2010, me sigo preguntando si habrá reencarnado. Una vez, cuando ya conocía su afección cardiaca, entre burlas y veras me confió no querer volver a los desalientos de este mundo. Su deseo era dar el salto hacia el espacio de absoluta plenitud en que los ángeles estudian la cábala y contemplan el rostro de la Presencia.
En cuanto a mí, a veces veo a una niña de dos o tres años acompañando a sus padres en la calle, en un vagón del metro o, como la nieta de “Luciérnagas en Nueva York”, meciéndose en el columpio de un parque, y me le quedo viendo como si en cualquier instante hubiese de advertir en su expresión la expresión niña de los ojos adultos y curiosos de Esther. Pero no sé. ¿Hay de veras algo que esté fuera de la vida? ¿Existe lo real más allá de lo real? En las estaciones de mayor flaqueza ante esto que es real y es tan violento, tan reacio a la justicia y la compasión, resulta difícil borrarle a la existencia su condición de sueño desesperanzado, y más arduo aún confiar en que, ante tanto dolor sin sentido, las almas tendrían de veras una nueva oportunidad de tocar los caminos de quienes las amaron y les tienen gratitud.
*Fotografía: Esther Seligson con sus nietas en su casa de la ciudad de México, en el año 2000/ARCHIVO GENEY BELTRÁN FÉLIX