Haz islas de todos nosotros
Este es un adelanto del libro Haz islas de todos nosotros, del poeta Richard Georges, recientemente publicado en español por Ediciones Franz; Georges es el primer poeta laureado de las Islas Vírgenes Británicas por su libro Epiphaneia. Esta traducción estuvo a cargo de Adalber Salas Hernández
POR RICHARD GEORGES
Kingston
Si unos ojos fueran arrojados
sobre la colina, a un pueblo
así llamado King’s Town,
podrían esperar
perderse en una laguna
de cañas temblorosas,
besar el nombre de Obatalá
pidiendo la bendición de la lluvia
y la abundancia.
Pero las orejas
escuchan la carga
de Kingston
y la pesadez
del aire
no escucha la
levedad en un
reino de polvo.
El pescador mide la vida
Peces azulados se escabullen en el sargazo dorado
mientras pelícanos se agazapan arriba, como gárgolas, tramando
sus emboscadas aladas. El rostro del pescador muestra encías
en una mueca retorcida por el sol atronador,
mientras desata el grueso cordel de la raíz del manglar,
se sienta y considera por un momento su barca.
La pintura color cuarzo se ha desvanecido, la madera de abajo
magullada y astillada, el casco cubierto de cieno y barro.
El pescador, como sus peces, nunca planifica la ruta
y así, manos negras de aceite asiendo el timón,
el fuera de borda gruñe y un pelícano cambia de postura.
El cascarón marfil de un erizo pareciera brillar
y atrae su ojo en medio del centelleo de las algas
y el lodo de la orilla. El mar da y el mar toma
en igual medida —como el lento gemido de la quijada
impar del arrecife, desgarrando el casco del Donna Paula,
sus pesadas tablas rompiéndose en penas privadas,
manos blancas y negras asiendo el aire y luego el agua marina.
Se abre ante él un claro de azul curado por el sol,
la proa de la barca se levanta suavemente del agua,
que estalla cuando un pelícano se zambulle allá atrás.
El casco amarillo se mueve a un paso indolente,
el pescador acompañado por un pájaro de pico como daga,
que busca peces invisibles en la estela cremosa.
“Es lo mismo en tierra”, pensó.
Hombres con traje de tiburón sudan y buscan billetes estadounidenses
como anzuelos, bocas atravesadas por cebos incandescentes.
En el momento en que el primer jalón llega al paladar,
el estremecimiento del cordel, luego flojo de nuevo
cuando son halados a bordo, ojos atónicos y fauces abiertas.
Aparece la primera boya, radiante de sol.
Su cuerda, enredada con algas y moluscos, arrastra la jaula
del lecho. Y, mientras su silueta de madera aparece,
las profundidades nubladas se disuelven en sombras resbalosas.
El pescador se orienta
La historia es tan insignificante como los montones de escombros
o esos cadáveres musgosos, postrados, ansiosos en oración
y Dios, el pobre carpintero, pescador solitario
en labor sudorosa, arrojando sedales que sólo pescan aire,
el pescador está de pie en su bote
viendo cómo su estela es devorada por el mar.
Su rostro moreno se arruga, se alisa y se arruga de nuevo
en el calor radiante. No hay compás que gire, ninguna ruta
clara para volver a casa, sólo el recuerdo —de rocas, de arena, de
gaviotas graznando en la playa. Mide su vida en
kilos de mero, ojos acerados, doctor, vieja esposa,
brillantes tripas rojas que lanza bajo las palmas
para que los perros callejeros se las disputen con los pájaros.
Granos de sal cuelgan del vello del brazo cobre
que aferra el timón del fuera de borda.
Desde las honduras sombrías del arrecife, cascos pasan arriba como
nubes negras y ominosas, abajo y arriba —abismo,
las olas constantes se apresuran en recibir cada proa que se estrella
y aún así el pescador se levanta, cargando sus baldes de peces
en el aire salado y ardiente, en la lluvia que despelleja, apenas ahora
girando su barco como una aguja que indica el camino.
FOTO: Especial
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