Heidegger, el fin del silencio

Jul 14 • destacamos, principales, Reflexiones • 4655 Views • No hay comentarios en Heidegger, el fin del silencio

POR CHRISTOPHER DOMÍNGUEZ MICHAEL

La publicación del diario filosófico privado de Martin Heidegger, entre 2013 y 2015, de los Cuadernos negros, prevista por él mismo como parte de su posteridad, ha puesto fin a una de las polémicas más espinosas en la historia de la filosofía, la del llamado “silencio de Heidegger”. Alemania perdió la guerra en 1945, con su gran filósofo al día en el pago de su cuota al partido nazi, tras haber sido rector de la universidad de Friburgo entre 1933 y 1934. Sólo queda claro que no fueron filosóficas ni políticas las causas de su renuncia, sino personales y administrativas pues, en la cátedra o en el sendero, fue un orgulloso hitleriano, partícipe, un tanto mustio o poco resuelto, en la inicial desjudaización de la universidad. Aún privaba una camaradería académica que hacía increíble de prever la Solución Final.

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Sin duda, como muchos otros antisemitas –gracias a los Cuadernos negros sabemos que lo fue incluso en la “peor” manera de serlo, la racista–, el ex rector Heidegger prosiguió su trato amistoso con muchos de sus amigos y alumnos judíos, la mayoría de ellos, ya emigrados, como la más célebre, su antigua discípula y amante Hannah Arendt, tan interesada en difundir internacionalmente el rectorado de 1933–1934 como un accidente producto de la inocencia del filósofo frente al nazismo, “el viaje de Platón a Siracusa”, es decir, la irresistible atracción de los intelectuales por los tiranos. Pero en el caso de Heidegger, la “ofuscación” de 1933–1934, le impidió, no sólo, dirigir unas palabras de condolencias a la viuda del judío Husserl, su maestro fallecido en 1938 en un ostracismo del cual el autor de Ser y tiempo (1927), tuvo en alguna medida responsabilidad. Mayor asombro que aquella aventura nazi –no fue el único ni el más entusiasta en esa década– provocó su sorprendente silencio tras el Holocausto. Nunca lo condenó en público –ni en privado, ahora lo sabemos– pese a los ruegos de sus prosélitos, quien como Herbert Marcuse, le suplicaban un gesto que salvase no sólo la reputación de Heidegger, sino la de la filosofía alemana entera. En su respuesta a Marcuse, quien devendrá el heideggeriano de la izquierda en 1968, el maestro alcanzó a homologar la suerte de los judíos con la de los derrotados en 1945, desastre ocasionado, según leemos en alguna página de los Cuadernos negros, por “la conducta criminal” de Hitler.

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La meticulosa ambigüedad de la prosa de Heidegger pareciera indicar que el crimen hitleriano fue contra los alemanes, por haberlos involucrado en una guerra en dos frentes y no contra los judíos quienes, si se interpreta así –pues o Heidegger sobrestima la inteligencia de sus lectores o es un gramático embustero refugiado en su lengua– se habrían autoliquidado, “metafísicamente”, en los campos de exterminio, palabra que el filósofo evade por ser, en ese entonces y entre los enterados, de “mal gusto”. Quien no tenga estómago para leer a Heidegger tiene en Heidegger y los judíos. Los cuadernos negros (Gedisa, 2014), de Donatella di Cesare, una erudita investigación que, dirigida al lector común, nada tiene de didacticismo ni de complacencia. Ella demuestra, tras leer con lupa la enorme pieza faltante en el rompecabezas –los propios Cuadernos negros nada menos–, la esencialidad del antisemitismo en el pensamiento de Heidegger. Cuando Víctor Farías (Heidegger y el nazismo, 1987) llegó a la misma conclusión –con menos elementos–, hacerlo le valió al profesor chileno toda clase de insultos. No lo bajaron de meteco los heideggerianos franceses pues aquel libro se publicó en París.

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Siendo ya imposible negar el antisemitismo de Heidegger y habiendo sido cuidadosamente rastreado por la catedrática italiana en el itinerario alemán desde Lutero hasta Nietzsche, pasando por Kant y Hegel pero también por una lectura cuidadosa de Mi lucha, di Cesare afirma: “Las dos estrategias defensivas adoptadas hasta ahora –remitir a las relaciones personales de Heidegger con judíos y querer liquidar la cuestión alegando que el antisemitismo no afecta al núcleo del pensamiento heideggeriano– están destinadas a revelarse vanas e inconsistentes” pues “el pensamiento más elevado [está] avenido al horror más insondable. La grandeza del filósofo y la mezquindad del nazi constituyen una antinomia extravagante, una paradoja inaceptable. Heidegger es como un Jano bifronte quien, de manera inquietante, muestra sus dos rostros, el encomiable y el innoble. Para sustraerse a esta visión disgregadora y angustiosa, la alternativa –a la que urge también la presión mediática– parece clara y neta: si ha sido un gran filósofo, entonces no fue nazi; si fue un nazi, entonces no fue un gran filósofo”.

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Tratando de entender las conclusiones de los Cuadernos negros uno se pregunta si habiéndolos leído un Paul Celan, poeta y víctima, se habría acercado a Heidegger con tanta franqueza en busca de una explicación común de la hecatombe, o Arendt hubiese “perdonado” a su ídolo convirtiéndose en una suerte de agente editorial suya en los Estados Unidos, o si otros de los “hijos” judíos de Heidegger (como los ha llamado Richard Wolin), los Karl Löwith o los Hans Jonas, se hubieran asombrado tanto ante su terrible maestro. Jonas se reunió con él en 1966 todavía esperando una explicación. Privó el silencio.

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Se entienden otras cosas, leyendo a di Cesare, como que el gran sobreviviente de esa generación de alemanes, Ernst Jünger –quien también escribió textos descaradamente antisemitas durante un breve tiempo– tratase de desvincularse en la medida de lo posible de Heidegger –quien lo adoraba al grado de dedicarle cuatrocientas páginas inéditas en español– o de cómo su gran amigo (de Jünger), el jurista Carl Schmitt le ganó al filósofo la pelea por hablarle al oído a los jerarcas nazis para quienes aquello que provenía de Ser y tiempo era demasiado oscuro, es decir modernista, o sea, vaya paradoja, de probable origen judío, mientras que la politología schmittiana era de naturaleza fácilmente instrumental.

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Di Cesare concluye que, en los Cuadernos negros (en los cuales “la guerra de los judíos”, como la llamaba, no es desde luego el único tema), Heidegger llegó hasta deformar “metafísicamente” su propia filosofía, al menos la expuesta en Ser y tiempo, para proponer al judío como epítome, no sólo de la modernidad, sino de casi todo lo que nos separa, con violencia, de los presocráticos. Ya no es Atenas, sino Jerusalén, la ciudad a la que se responsabiliza del rumbo de la metafísica porque “el olvido del Ser le es imputado al judío”, quien como “una piedra no puede estar muerto, pues no ha vivido”.

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Son arduas de leerse sin padecer de estremecimiento las consideraciones heideggerianas sobre la técnica y su dominio: el “in-humano”, pues máquina no es, sea mujer u hombre, debe presentarse a un “trabajo obligatorio”, reclutado, dispuesto a recibir órdenes. “No es que Heidegger abra la puerta del Lager”, dice di Cesare, “al bosquejar el dispositivo y su funcionamiento, pero sí arroja luz sobre el ‘orden’ que lo gobierna”, lo cual convierte a las “fábricas de la muerte” en aquellas donde los judíos bien pueden haberse “auto aniquilado” como “agentes de la modernidad, cómplices de la metafísica, compendiada en la palabra Verzehr : los usureros se usuran, los consumidores se consumen, los destructores acaban por destruirse a sí mismos. Si los judíos han sido aniquilados en los Lager es a causa de ese Gestell, ese dispositivo, ese engranaje que, en sus complots para dominar el mundo, han fomentado y favorecido por doquier. Esta vinculación entre técnica y exterminio no debe pasar desapercibida. Es Heidegger quien se refiere a ella, y no sólo aquí”.

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Así como de la Biblia puede brotar lo más piadoso o lo más sanguinario, la más alta de las filosofías es capaz de acompañar el crimen, de apuntalarlo. Pero en cuanto a la duración y la trascendencia del pleno antisemitismo de Heidegger, los Cuadernos negros ya no dejan lugar a dudas: Roma locuta, causa finita.

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FOTO: Martin Heidegger, en su estudio / Especial

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