Heródoto: ¿padre de la historia?
Aunque lleno de referentes mitológicos y pasajes que actualmente denominaríamos ficticios, estas Historias fueron de los primeros registros narrativos del pasado, haciendo énfasis en los conflictos bélicos entre el imperio persa y las ciudades helénicas
POR RAÚL ROJAS
El geógrafo y cronista griego Heródoto vivió entre los años 484 y 425 antes de nuestra era. Cicerón lo llamó el “padre de la historia” y otros lo han ungido como “primer historiador”. Y, sin embargo, Plutarco lo vituperó como “el padre de las mentiras” y el estricto Tucídides (el otro posible padre de la historia) lo criticó agriamente. Y es que se ha dicho que los relatos de Heródoto parecen “cuentos”, aunque sean de “intensidad poética”.
¿De dónde surgen estas críticas? La respuesta la encontramos examinando un extenso escrito de Heródoto llamado simplemente Historias. Está dividido en nueve libros, cada uno con el nombre de una de las nueve musas mitológicas. El manuscrito es de lectura fascinante, pero seguramente que hoy lo calificaríamos de ser “novela histórica”, en vez de un libro de historia propiamente dicho. Heródoto relata acontecimientos ocurridos varios siglos antes, reproduciendo supuestos diálogos entre sus personajes como si él hubiera estado presente. Deidades griegas figuran en las Historias y a algunos protagonistas se les atribuye ser descendientes del legendario Heracles (Hércules). Así que, realmente no sabemos qué tanta investigación de fuentes originales Heródoto realizó y qué tantos huecos llenó dejando volar la imaginación, pero, aun así, la lectura de las Historias es absorbente. Es casi imposible dejar de lado el libro después de abrirlo; a veces se tiene la impresión de estar leyendo la continuación de las obras épicas de Homero.
Las Historias relatan el ascenso y destrucción de muchos reinos e imperios en Europa, Asia Menor y el norte de África, pero, sobre todo, las guerras entre el imperio persa y las ciudades estado griegas. Se dice que, para escribir las Historias, Heródoto viajó extensamente por Egipto y Persia, además de que recorrió toda Grecia y las partes del Mediterráneo que describe en su libro. En sus textos los persas y otros pueblos son los “bárbaros” (que significa “extranjero” en griego), mientras que los griegos juegan un papel heroico.
Las Historias comienzan (¿cómo podría ser de otra manera?) con el rapto de Helena por Alejandro de Troya, o, más bien, con el rapto mutuo de mujeres entre pueblos en Asia Menor y las ciudades griegas. Esa sería la supuesta raíz de los posteriores conflictos que Heródoto relata. Su cronología es problemática: normalmente esperaríamos que un libro de historia nos proporcionara fechas de los eventos que se describen. No sucede así en las Historias en donde cada relato es anclado en el tiempo haciendo referencia a alguna dinastía o rey, a veces mencionando alguna Olimpiada o festival importante. Puede ser que la narración comience con el abuelo en una dinastía y termine con el bisnieto. Tampoco faltan elementos fantásticos, como la historia de Arión de Lesbos, un afamado músico, quien después de caer de un barco al mar es salvado por un delfín que lo lleva a puerto. Las pitonisas del Oráculo de Delfos aparecen una y otra vez en las crónicas, dando consejos y prediciendo lo que va a ocurrir.
Ya desde el primer libro, las Historias despliegan la mescolanza de hechos históricos, ficción y filosofía que Heródoto va a hilar en sus relatos. Por ejemplo, el rey Creso, quien dominó a todas las ciudades griegas en Anatolia, hoy parte de Turquía, le preguntó alguna vez a Solón, el legislador griego, quien era la persona más feliz del mundo, sospechando que lo sería él mismo, por su riqueza. Pero Solón enumera a varias personas antes que a Creso y finalmente le aclara su selección: “Ningún ser humano está completo, algo siempre falta. Aquel que reúne el mayor número de bendiciones y las retiene hasta su muerte, pudiendo morir en paz, Señor, ese es en mi opinión el más feliz”. A continuación, los dioses castigan a Creso por osar pensar que él sería el más dichoso: lo hacen soñar que su hijo morirá por una herida y por eso lo mantiene alejado de los combates, pero le permite ir a exterminar a un monstruoso jabalí. Durante la caza, una flecha de los arqueros mata al hijo. El asesino no es otro que un vástago del mitológico rey Midas. Creso recordará las palabras de Solón el día que Ciro lo condena a morir en la hoguera, después de haber perdido una batalla, pero Apolo lo salva en el último momento.
Pero vayamos a lo importante: Heródoto relata en las Historias el ascenso de los persas, comenzando con el reinado de Ciro, que se salva milagrosamente de un intento de asesinato en su niñez. Con su regencia llegamos al año 550 antes de nuestra era. Ciro llegó a gobernar el llamado imperio aqueménide, que se extendería desde Anatolia hasta Babilonia y Egipto, por un lado, y a lo que hoy son Irán, Uzbequistán, Turkmenistán y parte de Afganistán, por el otro. Además, los persas van a convertir en tributarias a muchas de las islas griegas en el Mediterráneo y parte del norte de Grecia, de manera que una confrontación con los más importantes estados griegos era a la larga inevitable.
Ciro fue conquistando diversos reinos, pero la toma de Babilonia es uno de los relatos más interesantes en las Historias. Heródoto describe a Babilonia como “la ciudad más grande del mundo”: era cuadrada, con una doble muralla de 2400 metros de largo por lado. La ciudad estaría rodeada por un canal y el río Éufrates pasaba de un lado al otro de la muralla. Ésta era tan ancha que carruajes de guerra, tirados por caballos, podían circundar la ciudad desde las alturas. En medio de Babilonia habría una torre, de 200 metros por lado, construida de ocho segmentos, uno sobre el otro, y rodeados todos por una escalera en espiral. Hay dibujantes que han reconstruido la apariencia de Babilonia basándose en la descripción de Heródoto, quien afirma haberla recibido de sus fuentes caldeas. El cronista griego describe también las barcas redondas, con armazón de madera y recubiertas de pieles, con los que se transportaba mercancía desde Armenia hasta Babilonia, siguiendo la corriente del río. Vendida la mercancía se desarmaba la lancha y sus partes se regresaban a Armenia por tierra, con ayuda de asnos.
Sería desmedido tratar de resumir las Historias en unas cuantas páginas y por eso solo podemos ofrecer algunos botones de muestra. Precisamente uno de los motivos que más ha llamado la atención es la descripción que hace Heródoto de las pirámides egipcias. En el segundo libro (dedicado a la musa Euterpe) Heródoto describe a los animales, las costumbres y la historia de los reyes egipcios. Una anécdota es muy conocida: un faraón quería saber si los egipcios eran el pueblo más antiguo y para eso dejaron criar a dos niños con pastores que nunca deberían hablar en su presencia. Después de dos años, los niños espontáneamente comenzaron a decir “becos”, que sería la palabra usada por los frigios (un pueblo de los Balcanes y Anatolia) para referirse al pan. Del exitoso experimento el buen faraón concluyó que los frigios eran la cultura más antigua.
Después de describir la geografía de Egipto y el cauce del Nilo, Heródoto se ocupa del faraón Keops, quien habría sido un déspota que obligó a su pueblo a trabajar en las canteras y a transportar bloques de piedra, por tierra y con barcazas en el Nilo. Cien mil hombres trabajaron continuamente construyendo las pirámides; eran relevados cada tres meses. Solamente construir el canal que del Nilo llegaba hasta las pirámides tomó diez años de esfuerzo continuo. Agrega Heródoto: “Construir la pirámide tomó veinte años. Es cuadrada, de 180 pies por cada lado, y con la misma altura, construida de piedra pulida con bloques que han sido ajustados con extremo cuidado”. Cada bloque tendría 30 pies de largo. Nadie sabe hoy cómo se pudo construir a la pirámide, una de las siete maravillas de la antigüedad, pero Heródoto relata que se hizo por niveles. Una vez terminado cada nivel se levantaban los bloques al siguiente nivel usando “máquinas de madera”, que eran móviles e iban pasando de nivel a nivel. Heródoto comenta que estuvo frente a la pirámide y le fueron leídas algunas inscripciones. A Keops lo sucedió su hermano Kefrén como faraón: “Kefrén construyo su pirámide cerca de la de Keops y de las mismas dimensiones, excepto por la altura que es menor en 40 pies. Para la base utilizó la piedra multicolor de Etiopía”.
Recordemos, sin embargo, que Heródoto está escribiendo más de dos mil años después de los sucesos que está narrando. Arqueólogos que han estudiado el proceso de construcción de las pirámides piensan que la fuerza de trabajo necesaria sería de 20 a 30 mil personas. Un número excesivo de trabajadores hubiera hecho imposible alojarlos y alimentarlos. Posiblemente durante la época de inundaciones del Nilo trabajadores adicionales podían ser transferidos a la obra. También respecto al modo de construcción de la pirámide existe una plétora de propuestas, desde la versión de Heródoto, hasta los que han planteado que en el interior de la pirámide habría habido túneles, que después se cerraron, para empujar los bloques sobre plataformas inclinadas.
Por eso a Heródoto siempre hay que tomarlo cum grano salis, especialmente en lo que concierne a su descripción de animales exóticos. Es el caso de “hormigas” que menciona, las que al enterrarse formarían montones de arena “llenos de oro” de donde lo colectarían los hindús. Lo curioso es que esas hormigas serían más pequeñas “que un perro” pero más grandes “que un zorro”. Según Heródoto también pudo ver en Egipto esqueletos de “serpientes aladas” que llegaban volando desde Arabia, donde el pájaro ibis les partía las entrañas. El historiador griego también refiere la leyenda egipcia del ave fénix, que tendría plumaje rojo y dorado y llega a Egipto una vez cada quinientos años, portando oro. Por lo menos a esta fábula Heródoto sí la califica de dudosa.
Decíamos que la mayor parte de las Historias se ocupa de las guerras entre los griegos y los persas, así como de batallas célebres, como fue la ocurrida en Maratón. Son los fragmentos donde Heródoto brilla como cronista, al ir describiendo el reinado de Darío y Jerjes, así como el contexto de las expediciones persas para subyugar a los griegos. Aquel imperio persa era la superpotencia de su época dominando desde Egipto hasta la India. Cuando el emperador Darío trató de ensanchar el imperio hacia Europa, pudo inicialmente avasallar algunas ciudades estado griegas, pero no a Esparta ni Atenas. Sucede entonces la primera invasión persa, que culminó con la derrota del ejército usurpador en la famosa batalla de Maratón, en el año 490 antes de nuestra era.
La segunda invasión, diez años después de aquella derrota, estaría a cargo de Jerjes, hijo del fallecido Darío. Jerjes reunió tropas persas y de los estados súbditos para integrar un enorme ejército, según Heródoto, de un millón setecientos mil hombres, equipados por los sátrapas (gobernadores) de todas las regiones del imperio. Heródoto enumera las 32 nacionalidades que conformaban la armada, con un capitán “por cada diez mil hombres”. Complementaba la expedición una tropa de élite persa llamada “Los Inmortales”, porque si alguno de ellos caía en combate, su lugar era ocupado de inmediato por otro hombre.
La segunda invasión persa será también derrotada no sin antes causar estragos. Cuando los ejércitos de Jerjes desembarcaron en Grecia, con columnas avanzando también a pie desde el norte, la alianza de estados griegos, liderada por Temístocles, decidió enfrentarlos en el paso de Termópilas (llamado así por sus fuentes de aguas termales). Una pequeña fuerza de 7000 soldados griegos y 300 soldados de Esparta trataría de detener el avance del masivo ejército persa para darle tiempo a los atenienses a preparar la defensa de su ciudad. A cargo de la batalla estaba el rey Leónidas de Esparta, descendiente de Heracles en la veinteava generación. Leónidas sabía que detener a los persas indefinidamente no sería posible, pero el oráculo de Delfos ya había augurado que para salvar a Esparta uno de sus reyes “debería morir”. Para Leónidas ese combate era simplemente un llamado del destino.
La batalla de las Termópilas duró tres días. Leónidas alternaba a partes del ejército griego al frente de las líneas, con los espartanos descansando atrás, o bien con los espartanos al frente, para darle un respiro a los otros griegos. Los persas atacaron con flechas y con oleadas de combatientes, pero con armas más ligeras y lanzas menos largas que las de los griegos. Leónidas pudo rechazar uno tras otro de los embates de los persas mientras Jerjes observaba alarmado la batalla desde un promontorio. Ni siquiera un asalto de los Inmortales pudo hacer mella en el ejército griego. Sin embargo, según Heródoto, los griegos fueron traicionados por un mercader llamado Efialtes, quien le mostró a los persas una vereda para poder atacar la retaguardia de los griegos. Cuando Leónidas se dio cuenta de que serían atacados por dos lados, ordenó el retiro del resto del ejército griego, pero mantuvo a sus espartanos, que seguramente ya no eran los trescientos originales. Los persas cargaron con sus capitanes empujando a las tropas con látigos. Leónidas finalmente cayó en combate y los persas y espartanos lucharon fieramente por su cuerpo, hasta que el resto de los combatientes espartanos fue liquidado por una lluvia de flechas. Y aunque los persas tenían ahora el camino libre para asaltar Atenas, cuando llegaron encontraron una ciudad vacía. El heroico esfuerzo de Leónidas les dio el tiempo suficiente para evacuar la ciudad. Eventualmente los persas perderían importantes batallas navales y serían derrotados en la batalla de Platea, terminando así la segunda invasión persa.
De muchos de estos sucesos relatados por Heródoto la única versión que ha sobrevivido ha sido la suya. Como decía al principio, es cierto que a veces mezcla hechos con leyendas, pero las Historias son, aún así, lectura obligada para cualquiera que quiera entender el choque milenario entre la civilización griega y las civilizaciones asiáticas. En ese respecto Heródoto es la referencia definitiva.
Quien así lo entendió también, fue Alejandro, el rey macedonio quien llegaría a ser llamado “el Grande”. Alejandro leyó atentamente las Historias para entender mejor la aventura con la que culminaría su destino, es decir, la conquista del imperio persa. Cuando Alejandro cruzó el Helesponto al mando de sus ejércitos, desembarcando en Asia, ofreció vino a los dioses ofrendándolo de un tazón dorado. Sabía por qué lo hacía: lo mismo había hecho Jerjes, según Heródoto, al cruzar el mismo estrecho marino durante la segunda invasión persa, más de un siglo antes.
FOTO: El mercado matrimonial de Babilonia (1875), de Edwin Long, es una interpretación pictórica de la descripción que hace Heródoto sobre uno de los escenarios de la ciudad más antigua/ Especial
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