Historia de la mujer caníbal; adelanto editorial

Ene 27 • destacamos, Ficciones, principales • 1394 Views • No hay comentarios en Historia de la mujer caníbal; adelanto editorial

 

Presentamos un adelanto de la nueva novela de la escritora guadalupense Maryse Condé, editada en español por Impedimenta, que llegará a librerías durante el primer trimestre del año, una historia ambientada en la Sudáfrica postapartheid

 

POR MARYSE CONDÉ
El Cabo dormía siempre del mismo modo, acostado cual perro guardián. Tras largas horas de silencio fúnebre, pesado como la pelliza de los antiguos dirigentes soviéticos, un sinfín de motores y máquinas empezaban a petardear y tronar por doquier. A lo lejos, similares a los graznidos de los cormoranes, las sirenas de los primeros ferris desgarraban los jirones de bruma que flotaban a ras de mar. Indicaban así su inminente partida desde la isla de Robben Island, que había pasado de albergar un campo de concentración a ser considerada una atracción de interés turístico internacional. No tardaban en sumarse los frenazos de los autobuses a rebosar, encargados de transportar la miseria desde los bajos fondos al esplendoroso centro de la ciudad. Miles de pies negros y mal calzados se apresuraban hacia sus humillantes empleos de subalternos. Todos estos ruidos venían precedidos por el estrépito de los helicópteros de la policía, que hacían sus rondas como queriendo agujerear el amanecer y llenaban el cielo de ojos penetrantes, empeñados en encontrar a los malhechores allá donde estuvieran. Pues la noche del Cabo era un paraíso para toda suerte de canallas y forajidos. Cada mañana la ciudad se despertaba con las aceras supurando pus y bilis, con su cabellera de nísperos y pinos marítimos petrificada de terror, e intentaba a duras penas recomponerse tras la pesadilla.

 

Rosélie se incorporó en la cama que ocupaba sola desde hacía tres meses, acurrucándose en posición fetal contra la pared porque el vacío a su espalda le causaba verdadero pavor. ¿He dormido algo hoy? Nada. Para variar, no he conseguido pegar ojo. Ya he perdido la cuenta de las noches que llevo sin dormir. ¿Habré rechinado mucho los dientes? A veces los siento entrechocar como canicas de madera sobre el agua furiosa de un río. Me muerdo los labios: sangran. Gimo. Yazco y gimo.

 

Avanzó a trompicones hasta el tocador con tres espejos ovalados, opacos, empañados en determinadas zonas por manchas verdes como nenúfares a la deriva sobre las aguas de un lago indiano. Observó con complacencia su cabello rapado, ligeramente amarillento; los pliegues dibujados al carboncillo sobre su frente de color siena, sus ojos oblicuos y ojerosos, su boca sellada entre dos trincheras: aquel rostro suyo devastado, en fin, fiel reflejo de lo larga y dura que había sido la travesía. Solo la piel desentonaba. Se mantenía sedosa como en la infancia, cuando su madre se la comía a besos repitiendo:

 

—¡Qué cutis de terciopelo!

 

En Guadalupe se suele decir “cutis de zapote”.¹ Pero Rose odiaba los clichés criollos y se empecinaba en nombrar el mundo a su manera. Así, por ejemplo, se inventó el nombre absurdo de Rosélie. Hija de Rose y Élie. Adoraba a su marido y el nacimiento de la pequeña le pareció la oportunidad idónea para proclamar su amor a los cuatro vientos. ¡Cuán lejos quedaban aquellos años! Era como si nunca hubieran existido. Así es, la infancia es un mito, un constructo senil de los adultos. Yo nunca he sido niña.

 

A su alrededor, los muebles escogidos por Stephen se sacudían poco a poco las inquietantes formas animales que, noche tras noche, la negrura les confería. Era algo que la obsesionaba desde el fin de semana que pasaron juntos hacía dos años en el parque natural de KwaMaritane, en las inmediaciones de Sun City, capital de un antiguo bantustán hoy reconvertida en destino de ocio internacional, llena de casinos y hoteles de lujo. Rosélie no podía imaginarse que los animales que había entrevisto a lo largo de aquellos tres días en la inmensidad del veld,² inofensivos y somnolientos a la sombra de los arbustos, terminarían convirtiéndose en su memoria en fieras salvajes y persiguiéndola sin piedad. En realidad, lo que más miedo le dio durante aquel viaje fueron los hombres. Blancos. Guías, guardas, visitantes autóctonos, turistas extranjeros… Todos con sus botas, sus aparatosos sombreros y sus rifles de caza, como si estuvieran en un western buscando bisontes e indios que vencer, masacrar, despellejar y arrinconar en alguna reserva. Stephen, por el contrario, se lo pasó de maravilla disfrazándose con chaqueta sahariana, pantalón corto de camuflaje, cantimplora al hombro y gafas de sol:

 

—¡Eres una aguafiestas! —le reprochó, empuñando virilmente el volante del Land Rover.

 

Como si Rosélie tuviera la culpa de su complejo de víctima y pudiera evitar identificarse con quienes son perseguidos.

 

En la planta baja se escuchó el gemido de la verja principal, reforzada con numerosos pinchos, barrotes de hierro y candados en un intento de resistir a los cada vez más intrépidos asaltantes nocturnos. Significaba que Deogratias, el guarda, se marchaba a casa, deleitándose de antemano ante la perspectiva de seis horas de sueño ininterrumpidas. Media hora después la verja gimió de nuevo. Una tos cavernosa de fumadora empedernida, a pesar de las campañas televisivas sobre los efectos nocivos del tabaco, anunció la llegada de Dido, la mestiza que se ocupaba de la cocina y demás tareas domésticas. Rosélie la consideraba más una amiga que una criada, aunque no por ello le pagaba un sueldo digno. No tardaría en subir a su habitación y lanzarse a recitar la perorata de siempre, donde mezclaba sus problemas de insomnio, sus penas, la muerte de su marido víctima de un infarto y la de su hijo por el sida, con asuntos más banales como el menú del día o los últimos chismes de la ciudad. Y Rosélie tendría la impresión de estar imitando a Rose, su madre, que absolutamente todas las mañanas se entretenía charlando de cualquier nimiedad con Meynalda, su criada, en tiempos una joven de Anse Bertrand que nunca llegó a casarse y que había envejecido con ella. Ambas solían relatarse sus sueños con todo lujo de detalles y comparaban libros especializados para interpretarlos. Meynalda había heredado de una de las jefas de su madre (que, como ella, había sido cocinera) un volumen titulado La llave de los sueños. Era una traducción del portugués y explicaba nada menos que doscientos cincuenta sueños.

 

—Me desperté de golpe por la impresión —comentaba Rose—. Faltaba poco para el amanecer. Yo estaba sentada al borde de un pozo, igual que la samaritana. Los transeúntes me lanzaban piedras. Poco a poco, me iba cubriendo de sangre.

 

—La sangre significa que saldrás victoriosa —la tranquilizaba Meynalda.

 

¿Victoriosa de qué? Desde luego, no de la vida. En ese combate no había tenido ni pizca de suerte. Jamás había logrado mantenerse firme a lomos del caballo desbocado que es la existencia. Tras seis años de amor loco, Élie, su marido, se pasó al bando de los picaflores y empezó a fundirse en rameras del barrio de Carénage su paga de taquígrafo en el Tribunal Supremo. Ponía todo tipo de excusas. Al poco de casarse, Rose comenzó a engordar; no, a hincharse; no, a abotargarse de manera descomunal. Se sometió a un sinfín de regímenes draconianos, el último de ellos prescrito por un nutricionista griego famoso por curar la obesidad de numerosas estrellas del cine americano. Pero fue como ponerle una escayola a una pata de palo. Rose siempre había sido una “negra hermosa”. En Guadalupe, esta expresión designa a quien designa. No se emplea con mujeres rojizas, ni con câpresses o chabines.3 Negra significa negra: melena abundante, treinta y dos dientes como perlas, buena estatura y curvas generosas. Élie no lo había tenido fácil para casarse con Rose. ¡Ya se sabe cómo son los países como el nuestro! Él era mulato o, por lo menos, claro; y su pelo, más bien lacio de tanto repeinarlo, engominarlo y moldearlo, le daba un aire a Rodolfo Valentino, pero sin el turbante de jeque árabe. Se decía que Rose lo había seducido con su voz de sirena mezzosoprano; de haber perseverado, habría podido dedicarse profesionalmente a la lírica. Le había susurrado al oído la famosa habanera de Carmen, porque las melodías criollas le parecían demasiado vulgares y solo le gustaban las francesas y alguna española:

 

El amor es un niño travieso.
Nunca jamás ha conocido ley.
Si tú no me amas, yo a ti sí;
y si yo te amo, ¡pobre de ti!

 

Por desgracia, nada más cumplir los veintiséis años y nacer su hija se vio absolutamente vencida por la enfermedad. La grasa levantó una cruel muralla adiposa a su alrededor, privándola por completo de cariño, amor, sexo y todas esas cosas que tanto necesitan los humanos para no perder la cabeza. Poco a poco, su voz prodigiosa fue quedando reducida a un chillido de ratón que brotaba débil y patético de su garganta. Un día de marzo, mientras La Pointe festejaba la Cuaresma por todo lo alto, hizo crac y se apagó definitivamente en mitad del estribillo de “Adiós, pampa mía”. Siguieron dieciséis años en silla de ruedas y otros veintitrés varada en una cama apenas capaz de contener sus carnes, incontrolables como la crecida de un río. Cuando por fin pudo descansar en paz, a los sesenta y cinco años, Roro Désir, de la funeraria Doratour —”Confíe en nosotros para devolver la juventud a sus muertos”—, tuvo que confeccionarle un ataúd de cuatro metros por cuatro. Hay seres que no nacen con estrella. Vienen al mundo bajo cielos convulsos, surcados por cometas furiosos que se entrechocan, atropellan y pisan los unos a los otros. Su destino queda así condicionado por el desorden cósmico y nada pueden hacer para enderezar su vida.

 

 

 

 

Notas: 1. Fruta tropical, también llamada “caqui”, cuya carne presenta tonalidades naranjas y amarronadas de intensidad variable. (Todas las notas son de la traductora.)
2. “Grandes praderas” en afrikáans.
3. Las câpresses antillanas se caracterizan por la tonalidad aceitunada de su piel (por analogía con las alcaparras: câpres, en francés). En cuanto a las chabines, son mujeres que podrían pasar por mestizas o mulatas, pero cuyos dos progenitores tienen la piel de color negro oscuro.

 

 

 

FOTO: Sudafricanos rinden homenaje a la fallecida Winnie Madikizela-Mandela el día de su cortejo fúnebre, en Johannesburgo, 2018.

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